Un tiempo más tarde, a través del diario de Alahady, se supo el resto de la historia …
Siramamy veló en silencio el recuerdo de su hermanito sin separarse del trozo de tierra donde ahora descansaba. A su corta edad, la vida ya la había golpeado de lleno dejándola a la intemperie: un mosquito se había llevado a su madre, el alcohol y otra mujer a su padre, un cebú robado a su hermana mayor y los malos espíritus al más indefenso. Una de las monjas se acercó a ella y le dijo que la acompañara a sus dependencias. Le preparó un plato de arroz con verduras y unos trozos de pollo que rechazó. Tenía otro tipo de hambre… Cuando la monja abrió la puerta de la cocina del convento, Siramamy echó a correr colina abajo para juntarse a su hermanito. Ahora que su cuerpo ya no producía la fiebre que le daba calor quería ser ella quien se lo proporcionara.
Siramamy no hablaba, no comía. Todas las mañanas le dejaba un puchero con alimentos variados y apetitosos que por la tarde recogía sin que los hubiera probado. Un día, al fin, rompió su silencio conmigo:
Alahady —empezó diciendo con una voz débil—, es inútil que te esfuerces más. Hizo una pausa para coger fuerzas y continuó: «Los espíritus de mi familia no son buenos y yo nunca alcanzaré a aprender como tú. Ya no tengo hambre ni deseo nada. Quiero irme con mi madre y con Vary. Ojalá se lo pudiera contar a Vohilaba pero a ella también se la llevó, no sé adónde, otra enfermedad que no es de ella, que es de los hombres, y yo no quiero que a mí me pase lo mismo. Sé que no comiendo pronto estaré con ellos y ésa es mi voluntad. Si alguien me devuelve a la aldea, me escaparé al bosque. Quiero seguir aquí como estoy hasta que esto se acabe. Oír las campanas de la iglesia es lo único que me da paz, pero no entiendo lo que cantáis allí ni por qué lo hacéis. Díselo a las monjas».
Yo la escuché sin interrumpirla y no respondí. Cuando me marchaba, camino del dispensario, me di la vuelta y le dije: «Mañana, cuando vuelva, te pediré que me cuentes que le pasó a Vohilaba».
Al día siguiente, al acudir a visitarla con el plato de comida de siempre, me asusté al no verla allí. La llamé y no encontré respuesta. Entonces, dejé el puchero en su sitio y empecé a buscarla por el bosque cercano gritando su nombre cada vez con más fuerza, hasta que por fin tropecé con un cuerpo que yacía en el suelo semiinconsciente. Al verla en ese estado, la pude examinar con los mismos ojos que examinaban a los pacientes la monja del dispensario y el médico. Busqué los temidos ganglios y solo encontré huesos. Su delgadez era tal que ya no había sitio para los ganglios. Rápidamente me fui a buscar a la monja y entre las dos la llevamos al dispensario. Esta vez sí pudimos alimentarla pues la debilidad pudo con su voluntad. Poco a poco, Siramamy se fue recuperando ya sin oponerse. Había buscado la muerte y encontró la vida. El cura la visitaba cada vez que venía y Siramamy empezó a escuchar… La monja, cuando la vio receptiva, también empezó a hablarle…
Un día, Siramamy dio un pequeño paseo por el dispensario después de desayunar y vio a un niño que la miraba desde una cama, con unos grandes ojos color carboncillo, como de luto. Se acercó a él y le preguntó si quería vivir. El niño levantó la ropa que lo cubría y le mostró un vientre hinchado por el hambre y se llevó la mano a la boca. Esa tarde, Siramamy le dijo a la monja que quería ayudar en la Misión y que le enseñaran las canciones que cantaban en la misa. Cuando por la tarde llegué a visitarla me pidió que me sentara a su lado porque quería contarme la historia de Vohilaba. Al finalizar, la abracé con ternura y le susurré que ya no estaba huérfana…
Siramamy no tardó en recuperarse y ya no dejó escapar su oportunidad. Su tristeza se fue yendo con el consuelo que encontraba en esos cantos llenos de sentimiento, que las monjas dedican a esos seres misteriosos e invisibles que invocan en sus oraciones y que siempre les dan unas fuerzas que nuestro pueblo no tiene. Ella no podía entender que hicieran todo lo que hacen sin más recompensa que la de devolver salud y comprobar que aprendiendo dejaríamos de depender de los caprichos de nuestro primitivismo y que, gracias a todo ello, un día seríamos capaces de dominarlos imponiendo la razón sobre el instinto. Ésa era parte de su misión y haciéndolo se sentían felices.
Siramamy aprendió rápido a comprender el significado de lo que veía escrito y a comunicarse de esa manera. Las monjas intuyeron su creciente fervor en las oraciones, y apreciaron su interés en saber más acerca de los motivos por los que ellas estaban allí y cuáles eran sus fuerzas para llevar esa vida entregada a los demás. Tenía una voz preciosa y un don musical que la hacía destacar sobre el resto cuando cantaba en la iglesia. El cambio a mujer le pasó casi desapercibido. Su uniforme agrisado —el que le proporcionaron las monjas— desdibujando un cuerpo que sin embargo prometía, velaba sus formas, que así no despertaban el deseo de los chicos. Ella tampoco lo sentía, en comparación con la paz interior que la envolvía rezando y cantando a su nuevo dios. Un día decidió que también sería monja. Sin padre, ni madre, ni hermanos, su sitio estaba allí.
Yo la ayudaba a estudiar y, aunque al principio su tarea en la Misión era hacer los trabajos que le encargaban las monjas, en los ratos de descanso venía conmigo para aprender los cuidados de los enfermos. Pero lo que más le interesaba era su parte humana, la que ella nunca había podido disfrutar. Estaba marcada… Aun era una niña cuando se murió su madre, su padre la despreciaba —como al resto de los hermanos— y Vohilaba tuvo que irse cuando Vary y ella más la necesitaban. El recuerdo de su hermanito la hacía más sensible y los niños eran los que más requerían su atención. Jugaba con ellos cuando la enfermedad lo permitía, los acariciaba, les susurraba palabras de aliento y consuelo y hacía de niña madre o de madre niña cuando las de verdad faltaban.
Yo quería ser enfermera. Tras las clases, mi mayor ilusión era ir al dispensario donde ayudaba a curar heridas, lavar cuerpos, poner termómetros, tomar pulsos, medir a ojo la cantidad de orina, conocer si había funcionado el intestino y que características tenían los desechos, observar las hinchazones del cuerpo y los niveles de conciencia, registrando los cambios en la evolución de los enfermos y anotando cuidadosamente todas las incidencias. ¡Sí! Quería ser enfermera y un día se lo comuniqué a mis monjas. No tenía medios, pero pagaría los estudios con mi trabajo para una de las Misiones cuando me graduara. Ese fue el acuerdo al que llegamos.
Una noche, la luz del plenilunio se colaba por la ventana de nuestra habitación y las dos esperábamos la llegada del sueño. Entonces, Siramamy me oyó romper el silencio de la queda con unos suspiros entrecortados que su sentido musical rápidamente procesó como un llanto sereno con sonido dual: el de alegría y tristeza. Me preguntó que me pasaba… Con voz quebrada por la emoción y la pena, le dije que me marchaba a estudiar enfermería en una ciudad importante: Fianarantsoa —no muy lejos de allí—, donde las monjas habían conseguido que empezara mi carrera en un hospital de verdad, en el que había médicos y enfermeras, se hacían operaciones y se podía escudriñar en el interior de la enfermedad con medios que en la Misión no existían y para mi eran totalmente desconocidos.
—¿Cuándo? —susurró Siramamy.
—Mañana —respondí.
Deseaba empezar cuanto antes, pero no podía evitar la tristeza de dejar atrás todo el cariño que había recibido, a nuestros enfermos, y a la propia Siramamy. Un abrazo sentido selló la despedida entre las dos, y ella me regaló una sonrisa de complicidad por el triunfo que había conseguido.
Un tiempo después de la marcha de Alahady, Siramamy se hizo novicia, y su alma, que ya comprendía los misterios de la fe, la condujo a un camino sin retorno…