Capítulo 13

A las cinco de la mañana sonó la campana de nuestra terraza anunciando un nuevo día. El sol empezaba a iluminar, pero aun no se había asomado por el horizonte del mar, allá al frente. Se anunciaba con fuerza a través de las palmeras, que ya esperaban impacientes los primeros rayos moviendo con alegría sus ramas. El viento soplaba ligero.

Las misioneras habían anunciado nuestra presencia con suficiente antelación y cuando nos levantamos, recién amanecido, ya pudimos ver a multitud de hombres y mujeres —algunas con sus niños—, que esperaban pacientemente —sentados o de pie—, enfrente de las casitas destinadas a las diferentes consultas: a un lado, la ginecológica; al otro, la de cirugía general. Eran las imágenes de la esperanza vestida con sus mejores colores, esperando una oportunidad —hasta entonces inimaginable— para liberarse de bultos que ocupaban espacios que no les correspondían en la cabeza, la cara, el pecho, el abdomen, la pelvis, las ingles, los testículos, las piernas y los pies. Otras, las niñas que no llegaron a ver cumplido su sueño de madre, dejaban la firma de su dolencia en forma de regueros precedidos por el olor que anunciaba «la enfermedad oculta» cuando entraban en el despacho. Esa mañana no dimos abasto viendo a todos los pacientes para hacer la selección de los que iban a ser operados. Por la tarde, había que empezar a quitar bultos y cerrar agujeros sin tiempo que perder. Los descartados reflejaban sin queja su decepción y cerraban con resignación su libretita sanitaria con nuestra recomendación de que tomaran «ibuprofeno» para todo y antiácidos para el estómago. A todos les duele el estómago, el cuello y la espalda. Es el dolor del hambre o de las hierbas, de los picantes y de los bichos, de no sabemos qué, de los pesos con los que cargan su columna de principio a fin, desde que saben andar hasta que ya no pueden con la vida.

Había otras mujeres, que se distinguían por su mejor salud social y económica, y llegaban en «pousse-pousse» vestidas con sus ropas más nuevas y limpias, tocadas con sombreros llamativos, que acudían buscando sin disimulo que se las retratara por dentro mediante una ecografía para demostrar que estaban o parecían sanas. No hay nada que les pueda gustar más que se les haga una ecografía. Lograr hacerse con esa estampita les daba un tiempo de felicidad. Además, esas fotos no distinguen de razas. Por dentro todos somos iguales.

La Misión es muy hermosa. Está abrazada a poniente por un río a punto de llegar a su destino, y a levante por un arenal lleno de palmeras que conduce hasta el mar, recibiendo su aliento. A unos pocos metros de la entrada hay un pequeño bloque con un espacio que simulaba un quirófano y un corredor abierto que desde ahí conduce a unas pocas habitaciones con cuatro camastros cada una y una bombilla que cuelga desnuda del techo para iluminar el dolor y la miseria y dar un halo de luz a la esperanza. El pequeño y arreglado jardín que rodea el bloque también es el lavadero y secadero en el que las máquinas son mujeres. Ese sería nuestro lugar de trabajo.

Desde ahí parte un largo sendero que llega hasta el río dejando a un lado y otro arrozales y huertos, donde grupos de leprosos, libres de contagio y curados, hombres, mujeres, y también jóvenes a los que aun les falta un poco para llegar a serlo, trabajan en los huertos y en los arrozales con los pies hundidos en el barro, mientras los más viejos, con un cuchillo, cortan sentados la hierba que alfombra los espacios no cultivados. Al fondo, se ordenan en línea los edificios en los que viven, rezan, cocinan y comen las monjas. Delante de ellos, mirando al amanecer —piadosamente y con humildad—, se erige, en forma de pequeña estatua, el recuerdo a San Vicente de Paul, fundador de la Orden. La iglesia y la escuela redondean ese conjunto de abnegación y entrega donde cada domingo se recrean los que profesan la fe católica, y durante todo el año se humanizan y comen gratuitamente una vez al día los huérfanos de padres, arroz, y cultura.

La campana de nuestra terraza se encargaba de dar el primer aviso del amanecer, repiqueteando con alegría el anuncio de la primera oración y el despertar de un nuevo día. Algunos no le hacían mucho caso y le daban la espalda apurando el descanso un poco más. Otros ya nos despejábamos y podíamos oír desde la proximidad el rezo más madrugador, cantado por las misioneras con unas voces melódicas y cautivadoras que salían del alma y contagiaban su fe.

Trabajamos sin descanso. Apenas quedaba una semana para que diéramos por concluida nuestra estancia en la Misión y todos los pacientes evolucionaban bien excepto una de las madres —sin hijo— cuya fístula había vuelto a filtrar de nuevo. Sentí su frustración y no sé si ella sintió la mía, pero un gran peso cayó sobre los dos. Aquellos ojos anhelantes que hacía dos días escrutaban nuestros movimientos mientras preparábamos el campo quirúrgico, estaban ahora empañados por unas lágrimas que resbalaron en silencio cuando al descubrir la ropa de la cama vimos la mancha todavía húmeda que devolvería a la joven Aimée al rechazo y a la vagabundez. Pero no hubo ni una queja… ni un lamento… solo una resignación oculta que hacía aún más daño… Ya había anochecido y la habitación estaba casi en penumbra, pues la única iluminación venía de esa bombilla, pobre como ellos, que colgaba del techo alumbrando con una luz tenue y mortecina la enfermedad. Le pedí a la monja que me acompañaba que le explicase que ahora no se podía hacer más, pero que el año siguiente lo intentaríamos de nuevo, dejando así una puerta abierta a la esperanza. Mientras la monja le hablaba, sus ojos seguían aguándose y yo pensaba con dolor que era demasiado joven para vivir la soledad. Tal vez el pensamiento de los dos fuera el mismo. Aunque las otras paseaban su fortuna con las sondas llenas y los paños secos, el pesar que sentí por ese fracaso me hizo mella y la monja supo leerlo en mi silencio cuando salimos de la habitación y empezamos a caminar por aquel sendero oscuro que conducía hasta el comedor donde ya estaba preparada la cena. Bajo aquel cielo repleto de estrellas, soplaba un aire fresco que limpiaba la atmósfera y, tan sólo, se oía el ruido ligero de nuestros pasos y el de las ramas movidas por el viento.

Ya cerca de la casa, la monja se detuvo y me preguntó si al día siguiente, que era domingo, queríamos aprovechar para conocer la Misión de Tangainoni. Ellas no podían acompañarnos pero nos conducirían hasta allí Felicien y Gaurin: los dos chóferes de la Misión. En Tangainoni nos esperaban a comer y por la tarde tendríamos un rato para pasar consulta en el dispensario. Yo miré hacia atrás, donde se veía en la penumbra la mancha blanca del bloque quirúrgico que acabábamos de dejar y durante unos instantes dudé la respuesta, pero cuando giré la cabeza hacia la monja le respondí que sí, sin esperar a conocer la opinión de los demás. A todos nos gustaría, añadí.

Esa noche no tenía sueño y al cabo de un rato de acostarme me levanté y salí a pasear por la Misión. Al mirar hacia arriba, me pareció que había muchas más estrellas y durante un tiempo me senté en un banco escrutando el firmamento y pensando en quienes andarían por allá arriba y cuantos millones más de fístulas habría. Aunque parezca difícil impresionar o sorprender a cirujanos añosos, la exploración de las fístulas en el quirófano, con las pacientes ya anestesiadas, ofrecía imágenes difíciles de describir, con grandes ventanales en la pared de la vagina por los que desde la vejiga fluía orina sin parar. La de Aimée era demasiado compleja, pero había visto unas cuantas así en el Hospital de Addis Abbaba y las había operado siguiendo esos mismos criterios, como a ella. Bueno, siempre habrá alguien que falle, me dije tratando de minimizar mi pesar, pero el malogro en esa paciente me afectaba de forma especial por su historia cruel y porque en su mirada se reflejaba en un instante una vida desoladora. Pensé entonces en las otras que ya estaban secas y en cómo afrontar las que aun esperaban su turno. Cuando me acosté, apenas faltaban un par de horas para que la campana que hay en nuestra terraza anunciara maitines antes de alborear el nuevo día. Su tamborileo, breve pero ruidoso, me despertó de un sueño ligero que me pareció suficiente, y me levanté para sentarme en una piedra mirando al río a través de una vegetación frondosa que tapiza el terraplén que llega hasta el agua. Desde ese lugar podía oír a las monjas, que ya iniciaban a esas horas tan tempranas su ejercicio religioso esparciendo melodías de paz. Al rato, los rayos más madrugadores del sol empezaron a asomarse por la Misión atravesando como espadas fulgentes los huecos estrechos que dejan entre sí las centenarias palmeras, ofreciendo un amanecer de gran belleza.

Poco después, todos los demás ya estaban también mañaneando y arrancamos camino de Tangainoni. Durante más de dos horas fuimos dando tumbos por una carretera llena de agujeros que atravesaba una vegetación lujuriosa entre la que de tarde en tarde veíamos en los lados de la pista niños harapientos y mocosos que no sabíamos de donde salían, hasta que, ocultas en el bosque, de repente se mostraban sus chozas miserables —aisladas o en grupos que se contaban con los dedos de una mano—. Siempre agitaban sus manitas a la vez que sus grandes ojos seguían con asombro el acercarse y alejarse del coche con miradas penetrantes que parecían calcular la distancia imposible que los separaba de nosotros. De pronto, y casi sin avisar, el camino desembocó en un río que había que atravesar en una de esas barcazas sobre bidones. Orillándolo había un poblado de unas cuantas cabañas, como la réplica que se veía enfrente. A un lado y al otro, se veían a hombres que esperaban para cruzar o que simplemente entretenían su mirada; mujeres que lavaban y otras que llegaban cargadas de peso que aplastaba su cabeza; niños colgados de sus hermanas o madres percha, o ya sueltos: algunos, divertidos, curioseando nuestra espera; otros riéndose al ver sus caras reflejadas en las cámaras y otros pocos ajenos a nuestra presencia que chapoteaban y se bañaban desnudos en la orilla. El río era hermoso… Algún pescador se afanaba en la pesca desde sus canoas y otros regresaban con la nasa ya llena. Mientras esperábamos a que llegara la barca, me entretenía observando la belleza del paisaje y la vida tan sencilla y primitiva de aquellas gentes: sus rostros, su miseria.

De pronto, me llamó la atención la expresión triste de un chico que debía tener poco más de veinte años y estaba sentado sólo y apartado del resto. Algo lo consumía. Cuando la barca se empezó a mover tirada por la cuerda que unía las dos orillas, volví a fijar la atención en él y vi que se levantaba cojeando de forma grotesca. Aún me dio tiempo de observar su pie deforme que quebraba la pierna y colgaba en el aire cuando se agarró a dos palos que hacían de muletas. Unos niños se rieron al verlo caminar alejándose…

El camino siguió atravesando bosques hasta que el paisaje se transformó con brusquedad al encontrarse con los cerros de Tangainoni, donde los árboles habían sido echados y sustituidos progresivamente por cabañas todas iguales o parecidas.

A nuestro paso lento hacia la colina que dominaba a las demás, donde ya se veía la iglesia blanca con su campana en pleno concierto anunciando con sus tañidos el inicio inmediato de la ceremonia religiosa, los niños se asomaban divertidos al borde del camino dándonos amigablemente la bienvenida e intuyendo que nuestros saludos venían acompañados de globos o golosinas. Enseguida aprenden que en los bolsillos de los blancos siempre hay algo. Los hombres y las mujeres miraban con indiferencia el traqueteo del coche, o se apuraban camino de la iglesia para no perder la cita semanal con su nuevo Dios. Como en todos los rincones del mundo, ese día se visten de forma especial y las mujeres llenan la iglesia de color con las telas que reservan celosamente para ese encuentro festivo: los hombres lucen sus mejores sombreros, las niñas sus vestidos recién limpios y los niños sus pantalones con menos agujeros. Los más afortunados cubren sus pies con unos zapatos que duplican la suela que ya tienen sin ellos y los más pobres siguen igual de pobres, descalzos y con sus mismas ropas sucias y haraposas, pero que, ese día, allí en la iglesia, parecen otras.

Todos los bancos ya estaban repletos de fieles cuando el cura hizo su aparición puntual y las voces graves de los hombres y las agudas de las mujeres y niños rompieron el silencio y sonaron al unísono melódicamente para iniciar los rezos de bienvenida con una plegaria que aceleraba el corazón y ponía firmes los pelos de la piel.

A medida que avanzaba la liturgia yo contemplaba aquél espectáculo sencillo de música y de fe, tratando de imaginar qué pasaría por la cabeza de toda esa gente —antes pagana—, que ahora imitaba mecánicamente los movimientos rituales de levantarse, sentarse, arrodillarse, recoger la cabeza entre las manos guardando silencio mientras tragan sin masticar ese trozo de pan que se les ofrece en el momento álgido de la ceremonia, y de nuevo levantarse para manifestar su devoción con unos cánticos de gran belleza musical, que acompañan instintivamente con sus cuerpos siguiendo la cadencia de los sonidos.

¿En qué piensan cuando dirigen sus miradas tiernas o suplicantes hacia la imagen de un hombre blanco que oculta sus intimidades bajo un harapo y preside el altar colgado por unos clavos de una cruz —con la cabeza caída sobre su pecho desnudo y la sangre brotando del costado y de sus manos y pies—, o a la de una mujer toda tapada, que tiene lágrimas en los ojos y sostiene entre sus brazos al niño que cuando se hizo mayor fue el que colgaron de la cruz por predicar un mundo mejor? —reflexionaba yo mientras me dejaba llevar por la magia contagiosa de una fe que sobrecogía.

Los cánticos siguieron y se prolongaron incluso después de que el sacerdote finalizara su función, haciendo que la sensación de paz se quede dentro —no se sabe dónde—, hasta que, poco a poco, se evapora cuando al salir de ese mundo imaginario se reencuentra la realidad y se comprueba que todo sigue siendo igual, con las mismas carencias y las mismas necesidades incumplidas. Pero ellos vuelven domingo tras domingo con renovada ilusión, tal vez alimentada por esa labor abnegada de las monjas que gracias a su Dios, a la Virgen y a su hijo —bien niño o ya hombre—, ahora los sustitutos de sus espíritus ancestrales, les traen comida y les enseñan a conseguirla por si solos sin explotar su ignorancia o les regalan un pequeño saco de salud pasajera, ya venciendo algunas enfermedades, ya previniendo otras, o simplemente aliviándolas con gestos y palabras que les hacen soportarlas mejor cuando no tienen cura.

Al finalizar la misa, nos dirigimos a la escuela mientras repartíamos trozos de alegría con formas de globos y golosinas. Allí acuden los niños para que se les enseñe a leer y a escribir, a rezar unas oraciones que no entienden porque les hablan de un Dios que no sabían que existía y que no ven, y de una Virgen que es la madre de un niño a quienes tampoco ven pero a veces parecen escucharlos. Ahora los observaba, imaginándolos por la mañana temprano corriendo hacia la escuela por esos caminos empinados con sus pies desnudos —la única parte del cuerpo que todos llevan uniformada—, para no perderse las primeras oraciones del día y empezar las clases de las letras y los números, y las de historia y geografía, para que tengan conciencia de pueblo y de país y se ubiquen en el mundo, y su fantasía les permita ver que la tierra sigue más allá de donde ellos pueden llegar corriendo y que por mucho que avancen siempre hay un horizonte que nunca se toca.

En el viaje que nos llevó hasta Farafangana —especialmente en las paradas que hicimos en las aldeas que recorre y alimenta el tren de la selva entre Fianarantsoa y Manakara— ya vimos que lo que más les atrae son los «estilós» (bolígrafos), pues cuando ya saben leer y escribir eso les permite comunicarse entre ellos sin hablar. ¡Cuántas fronteras rotas por la escritura y cuán determinante es la invalidez del analfabeto! —pensaba yo, mientras como contrapunto no podía concebir un mundo sin letras—. El lenguaje oral rebota y se apaga en el que escucha, no trasciende, es engañoso, es deformable, no es fiable porque no compromete; el escrito no. Un pueblo que no sabe escribir vive aislado o sometido. ¡Les hubiéramos llenado de «estilós» y cuadernos toda la explanada de delante de la iglesia! Hacía estas reflexiones mientras nos dirigíamos a otro edificio igual de sencillo y austero dónde está la escuela de las madres, en el que les enseñan a cocinar calorías y a coser rotos y descosidos para aprender a explotar al máximo sus escasos recursos. Allí acuden puntuales a su cita con la esperanza todas esas mujeres que ahora intuyen que hay una vida mejor y que el aprendizaje es el paso inicial necesario para romper con un pasado de siglos. Ese pasado que sigue en el presente; ese pasado en el que no hubo ninguna señal de progreso ni de evolución en la forma de vivir; ese pasado que mantiene anclado a este pueblo en la miseria de la supervivencia como único objetivo. También aprenden a cantar y a rezar las oraciones del domingo y les hablan de la Virgen como el ejemplo universal de todas las madres del mundo, y del concepto de familia como unidad, como núcleo imprescindible para el desarrollo de la persona, tan diferente de lo que es una manada en la que cuando uno de sus miembros enferma es abandonado. El cambio tardará en venir, pero algún día llegará —pensé con más ilusión que esperanza mientras contemplaba esos edificios del bien.

Después de compartir mesa con el personal de la Misión, nos dirigimos hacia el dispensario andando sin prisa por un camino que atravesaba un bosque, rodeados por una multitud de niños que saltaban y se reían alegres jugando entre ellos o pidiéndonos más golosinas y «estilós». La monja les reprendía sin convicción, sabedora de que estaban pasando un rato de felicidad. Un pequeño bloque, también blanco, era la consulta y el pequeño hospital, que disponía de unas pocas salas que parecían un lujo entre tanta mugre, donde se alineaban unas camas sin dejar casi espacio entre ellas. Allí yacían prostrados niños, mujeres y hombres a los que lamía la enfermedad con formas de malaria, tuberculosis, o la que fuera, pues para ella siempre hay huéspedes indefensos que le dan alimento hasta que los consumen. Al pasar, vimos el panorama desolador del rostro oculto del mal que se había instalado en sus cuerpos y almas, y se dejaba fotografiar de forma ostentosa con sus diferentes matices o disfraces en unos y otros pacientes, bien en la cara con su expresión de sufrimiento, o saliendo más de dentro a través de miradas suplicantes de ayuda —o ya entregadas e inexpresivas—, o mostrando las delgadeces que resaltaban los relieves de unos huesos cubiertos por pieles surcadas por las huellas dejadas por el hambre pasada y la inapetencia presente, o reflejando la intimidad de unas almas tristes por estar acabando una vida que en muchos de ellos casi no había empezado.

En una habitación en la que había una mesa vieja, dos sillas y una camilla, un enfermero que hacía las veces de médico examinaba a un chico en busca de los ganglios o falsas gorduras del vientre que le permitieran establecer el diagnóstico inequívoco, sin más medios que la experiencia de haberlo visto mil veces. Pegada a la camilla había una vitrina donde se guardan con llave las medicinas de la esperanza. Allí acuden todos los días muchas de estas personas indefensas con el anhelo de que esa inyección, o aquellas pastillas, puedan hacer escapar ese mal que tanto les aflige. Así, uno tras otro, van pasando por la consulta docenas de personas que fotocopian la enfermedad del vecino para que, a fuerza de repetirse, aquellos sanitarios ya hayan aprendido la forma de identificarla y sepan curarla o, al menos, aliviarla.

En la Misión no hay más horario que el del cansancio y para nosotras el cansancio no existe —dijo con buen humor la monja que nos acompañaba y que era la que más tiempo dedicaba a los enfermos—. Unas, nos vamos al dispensario para atender a los pacientes ingresados y también a los que esperan en largas colas a que los pasemos a la consulta para ese interrogatorio fatídico.

Aquí, la gente es pacífica y vive resignada a padecer el sufrimiento, casi la única forma de vivir que conocen —continuó diciendo la monja enfermera malgache, al tiempo que con su presencia imponía orden y respeto a una muchedumbre que, por curiosidad los menos y por su enfermedad la mayoría, ya se agolpaban a la puerta de la entrada principal.

Ya veréis como no se oye un lamento. Alguna de nuestras estudiantes con vocación de enfermeras se encarga de establecer un turno que se respeta sin alborotos —pues saben que el momento de cada uno llegará y el día no tiene otras perspectivas para ellos—. Siempre hay alguien fuera esperando para ser el siguiente —da igual el tiempo de espera que sea: el tiempo no cuenta—. Unos niños maman de unos pechos agotados. Otros duermen su enfermedad —no su sueño—. Casi nadie habla. Nadie ríe. Unos entran en la consulta. Algunos se quedan ingresados. Otros salen con la misma cara inexpresiva con la que entraron. Dentro no se da abasto: se curan heridas, se ponen inyecciones, se arreglan las camas con ropas, que por mucho que se laven siempre están sucias. Los familiares que duermen apiñados debajo de las camas se levantan y salen a lavar los cuencos de comida que vuelven a rellenar de forma idéntica con el arroz del día. No importa si llueve o hace frío —la ropa siempre es la misma—. Los olores compiten entre ellos como si fuera un festival. Alguien se cura y alguien se muere para, solidariamente, dejar el sitio para otro. Y nosotras… rezamos, trabajamos a destajo, les damos cariño, les hablamos y les damos consuelo en este mundo de dolor que el gobierno ignora y menosprecia. Pero son nuestra gente y queremos vivir para ellos. Ahora hay un brote de tuberculosis y tenemos siempre temor a quedarnos sin las medicinas más básicas, porque todo escasea y cada vez tenemos más demanda y proporcionalmente menos medios para atenderla.

¿Os fijasteis en toda esa gente que ya esperaban vuestra llegada rodeando el dispensario? —dijo esta vez con deje triste—. Sabían que vendríais. Para nosotras es muy fácil movilizar a todo el pueblo. Se lo decimos a cuatro niños, los más espabilados, y al rato ya lo saben todos; pero también saben que sólo veréis a unos cuantos y se sienten angustiados porque no saben si estarán entre esos privilegiados. Yo, que los conozco y aprendí a leer sus enfermedades en los ojos, haré pasar a los más necesitados y a algunos que no tienen nada grave pero que, a buen seguro, quieren ver si los podéis operar en Farafangana.

—¿Cómo? —pregunté extrañado, pensando en la distancia que hay.

—No preocuparos por eso; ellos son capaces de llegar caminando a través de bosques que no os imagináis —respondió esbozando una sonrisa de satisfacción.

Rápidamente, establecí un orden lógico de preferencias y manifesté que la prioridad la tenían los tumores que pudieran parecer malignos y, a continuación, los más jóvenes —especialmente las mujeres de cualquier edad con las fístulas entre la vejiga y la vagina.

¡Uy! Ése es un gran drama —exclamó con una voz más fuerte, evidenciando que conocía el problema—. Aquí las vemos con cierta frecuencia, pero como eso no tiene solución, la mayoría no viven en el pueblo al haber sido rechazadas y huyen de su estigma perdiéndose en el bosque, o en el anonimato de las ciudades más grandes donde nadie las conoce. Casualmente, hace unos días vino una de ellas y nos preguntó por vosotros. Alguien le había dicho que unos médicos blancos estaban en otra Misión y que habíais operado a algunas de lo mismo. Fui yo quién la atendió personalmente y le dije que fuera a Farafangana y os preguntara directamente, pues nosotras de eso no estábamos informadas. Ésta era muy niña aún y, cosa rara, venía acompañada por sus padres, quienes dijeron que venderían sus cuatro cabras para poder ir y ser operada. Ahora volví a pensar con tristeza y frustración en la que habíamos dejado allí: Aimée —ésta solitaria—, regando el suelo otra vez.

Veremos si hay alguna —exclamó la monja con escepticismo, mientras se acercó a la puerta e hizo pasar primero a una mujer que llevaba en brazos a un pequeño que respiraba apurado aleteando su ancha nariz, como para abanicar aire hacia adentro—. Al momento, aparecieron, decididas y ligeras, una joven que debía trabajar en la Misión —por cómo se desenvolvía— y otra, más joven aún, que estaba muy asustada. La pediatra del grupo no esperó a preguntar e hizo acostar aquel cuerpecito agonizante sobre la camilla, al tiempo que la joven que parecía enfermera ya le ponía el termómetro y de inmediato se puso a buscar un estetoscopio que no encontraba para que la doctora pudiera auscultarlo. No hizo falta… El cuerpo de Vary se había hecho transparente. Los estertores de las turbulencias circulando por las cavernas presagiaban la búsqueda de un nuevo hogar donde ya se quedaría interno para siempre: sin sufrir más. La respiración se fue entrecortando con silencios cada vez más prolongados y sospechosos. El cuerpo seguía frío… La sangre ahora circulaba por las partes internas más nobles, renunciando a calentar aquella piel arrugada, que todavía podía esperar. En un intento tan desesperado como probablemente inútil, se le administraron antibióticos por la vena y se le reanimó con la única bombona de oxígeno que había. Nosotros no podíamos hacer más.

El regreso a Ambatoabo estuvo marcado por la impotencia para salvar aquella vida tan tierna como inocente, aunque sabíamos que diariamente ése era el destino fatídico de tantos y tantos niños que en nuestro mundo habrían llegado a ser adolescentes primero y luego hombres y mujeres, maridos y esposas, padres y madres, abuelos y abuelas, cumpliendo el ciclo natural de la vida sin tantos hachazos, que aquí la enfermedad deja a la mayoría a mitad de camino.

Al día siguiente, antes de empezar a operar, la Superiora nos informó que Vary ya descansaba en paz… Ocurrió esa misma tarde al poco de marcharnos nosotros. Su cuerpo fue enterrado religiosamente para que subiera al cielo sin espera. La vida no le duró ni le dio nada. Su ángel se desentendió de él y se lo regaló a la maldita tuberculosis.