Mediaba agosto y la gente en España gozaba su tiempo de vacaciones como es debido: la mitad eran turistas, la otra mitad españoles, y el resto se entretenía atendiendo a unos y otros. Nosotros apuramos esas fechas llenando nuestro equipaje con el material más imprescindible que nos permitiera operar.
—Pero ¿allí no hay nada?
—No… Bueno… Sí: una Misión y gente esperándonos para librarlos de bultos que a todos los oprimen y a muchos matan.
—¿Y cómo vamos a…?
—Pues… haciéndolo.
—¿Y si sangran? ¿Se pueden hacer transfusiones?
—No.
—¿Y entonces…?
—Pues nada, ya nos las arreglaremos para que no sangren.
—Pero… ¿se pueden hacer análisis, radiografías…?
—No.
—¿Cuál es la incidencia de SIDA? ¿Lo sabes?
—No, pero creo que baja. Aun no llegó el turismo sexual a la zona. En cualquier caso trabajaremos con doble guante y tomaremos todas las precauciones para no pincharnos.
—¿Y tampoco tienen…?
—No. Si hubiera todo eso no iríamos.
—Nosotros pondremos nuestros conocimientos, el ingenio y el esfuerzo. Las monjas ya se encargarán de rezar para que todo salga bien.
—¿Vosotras con eso podéis anestesiar?
—Sí, pero…
—¡Vale! Nosotros con esto podemos operar.
—¿Y si…? ¿No sería mejor que…?
—Tal vez, pero vamos a ir. Lo que no podamos hacer no lo haremos. Repasar bien la lista: profilaxis de la malaria, empezando el día antes; móviles con los cargadores; un seguro sanitario por si necesitamos hacer una evacuación…
—¡Dios mío! ¿Todo esto no conlleva muchos riesgos?
—No. Esto no es un tema de riesgos: es de conciencia. Vamos a dar un poco de salud donde no la hay.
Por fin, aterrizamos en Antananarivo cargados con un aparato básico de anestesia, un monitor para registrar las constantes de los pacientes, un ecógrafo, un bisturí eléctrico, medicación anestésica, analgésicos, algunos antibióticos y las suturas más usadas en la cirugía general y ginecológica.
Ya era tarde y allí nos esperaban dos monjas de la Congregación —una de ellas española, que llevaba muchos años de misionera—. El trayecto de noche, desde el aeropuerto hasta la Residencia donde nos alojamos, solo nos dejó ver una ciudad que dormía a oscuras.
Al día siguiente amanecimos muy temprano para trasladarnos en minibus a Fianarantsoa, camino del sur. Para salir de la ciudad atravesamos las calles principales y ya tuvimos una primera vista de su colina dominante, vestida con los edificios más simbólicos de la época colonial, ahora sucios y descoloridos por el abandono. A medida que nos alejábamos del centro, la miseria se iba haciendo cada vez más cruel y evidente. Dejamos atrás la ciudad de las colinas, circulando entre miles de obstáculos humanos, carros tirados por los cebúes cargados de no se sabe qué, y coches, «taxi-brousse» y otros vehículos de tracción mecánica o también humana, que se disputaban los metros libres para avanzar con una desesperante lentitud. Tana se diluía a medida que circulábamos por una avenida que corre paralela al río que la cruza, con las orillas atiborradas de mujeres lavando una ropa que antes de secarse ya parecía sucia otra vez.
La carretera discurrió, entonces, por una gran llanura ocupada por inmensos y repetidos campos de arrozales que se alternan con las fábricas de ladrillos al aire libre, donde hombres, mujeres y niños, con los pies hundidos en el barro, buscan su subsistencia diaria, sin más maquinaria para su fabricación y transporte que las manos para hacer y los brazos para tirar de una plataforma rudimentaria con ruedas. Paulatinamente, el paisaje se fue haciendo más montañoso, pero la proximidad a la capital se delataba por las calvas que se veían en los cerros, debido a la tala sin control de los árboles que otrora debieron formar verdaderos bosques.
Atravesamos pueblos y alguna ciudad, que reproducían de forma inequívoca y similar las imágenes de gente muy pobre. En muchos tramos, la carretera estaba siendo reparada de los mordiscos que le daban los bordes —que se la iban comiendo poco a poco—, y de los baches y fracturas que producían los vehículos sobre un asfalto de mentira. Las únicas máquinas eran los hombres descalzos que con unos mazos partían las piedras hasta dejarlas listas para que los que venían por detrás les echaran encima la nueva capa del pegamento negro.
A través de un paisaje de verdes prados y montañas de altura amable, todavía bien cubiertas por una vegetación frondosa esperando a que le llegue el turno de la sierra que algún día la va a afeitar, la carretera se fue haciendo más tortuosa a medida que subíamos y bajábamos por cerros y montes de bosques de hermoso y denso follaje, que se fue borrando en un precioso atardecer hasta que se hizo de noche. Doce horas después de salir de Tana llegábamos a Fianarantsoa.
Aprovechamos el día siguiente para conocer la ciudad académica y religiosa del país, la ciudad de las tres alturas en la que unas cuantas iglesias y su modesta catedral de estilo toscano se reparten prácticamente a partes iguales las diferentes interpretaciones de la fe cristiana, entre católicos y protestantes.
También conocimos el hospital público. La imagen, desde fuera, parecía prometedora, con su fachada grande de ladrillo rojo y ventanas con balcones. Era un espejismo que ocultaba a la vista su desnudez interior. Nos identificamos, y alguien, amablemente, nos hizo un pequeño tour. Los quirófanos tenían una dotación adecuada, pero estaban vacíos de actividad a unas horas en las que lo suyo sería que se estuviera trabajando. La unidad de cuidados intensivos estaba ocupada por un hombre acostado en una cama vieja y sucia, sujeto por un suero, teniendo como acompañante a quien debía ser su hijo, que yacía cómodamente sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, mirando al frente mientras observaba nuestra presencia con indiferencia. La imagen de soledad compartida que ofrecían parecía sacada de un cuadro de Hopper. Luego nos enseñaron el cuarto de revelado de las radiografías que tenía un aspecto desolador. Ahí acabamos la visita.
Durante el recorrido yo no dejé de imaginarme cómo serían los hospitales secundarios, y vinieron a mi recuerdo los que ya conocía en otros lugares de África: ratas paseándose libremente por aquí y por allá en el sótano donde estaba el laboratorio del Hospital Universitario de Luanda, en Angola; o las langostas cubriendo suelos, enfermos y paredes en la época de la plaga en el único hospital público de Bissau, en Guinea Bissau; o la colección de serpientes que guardaban en frascos en el quirófano de un hospital en Cameroun.
Al día siguiente ya emprendimos el último tramo del viaje que nos haría llegar a la Misión. Eran las seis y media de la mañana y la estación rebosaba de gente llena de bultos y cestas con gallinas, disputándose sin querellar los espacios del suelo para avanzar hacia el tren que ya se despertaba en la vía. A las siete de la mañana, el tren tosió un poco, se desperezó, y, con un trote cansino, inició el periplo que durante más de diez horas recorre los ciento sesenta y algo kilómetros que separan las tierras altas de Fianarantsoa de la ciudad de Manakara, a orillas del Índico, a través de un paisaje bellísimo, interrumpido cada pocos kilómetros por aldeas de una pobreza estremecedora, rivalizando entre ellas a ver cual almacena más. El paisaje de cada tramo entre cada aldea iba alcanzando progresivamente su clímax de seducción a través de montañas tapizadas por una vegetación inexpugnable, entre la que a veces se asomaban cascadas de agua que luego se ocultaban, pero seguían su descenso implacable hacia el anchuroso río que en otros momentos se veía al fondo, surcando valles a los que alimentan para que produzcan arroz.
Las paradas en las aldeas —con sus palafitos y chozas miserables— suponían una parada en el túnel del tiempo muchos cientos de años atrás. Pero para sus gentes era el momento grande del día, el único, en el que se ponían en movimiento toda una legión de niños y niñas vendedoras de comida cocinada, entre la que siempre estaban los cangrejos de río cuidadosamente presentados, plátanos, frutos secos, y otras viandas que los viajeros nativos compraban por necesidad de comer y los extranjeros por la curiosidad de probar. Recíprocamente, los blancos les ofrecían todo tipo de chucherías por las que se peleaban entre ellos para hacerse con algo del botín y, a cambio, les solicitaban que les dejaran fotografiar su indigencia, como queriendo reflejar una solidaridad que luego solo es una instantánea anecdótica para enseñar a la vuelta del viaje y olvidar. El paisaje humano en esos andenes llenos de movimiento lo completaba la imagen inexpresiva e indiferente de los hombres, típicamente ataviados con su sombrero, chaqueta y pantalón corto; y la de las mujeres envueltas en colores vistosos y alegres, algunas pidiendo pero la mayor parte simplemente mirando una vida extraña e inalcanzable para ellas. Después de un largo descenso por tramos imposibles atravesados por túneles y viaductos, quedaban atrás la selva y los inagotables bosques de árboles plataneros rebosantes de frutos, poco a poco progresivamente reemplazados por los de ravenalas y palmeras majestuosas que anunciaban el fin cercano del viaje y la proximidad del mar en el crepúsculo de la tarde. Ya se oía respirar al Índico que en esos primeros momentos del anochecer roncaba plácidamente.
En Manakara nos esperaban la Superiora de la Misión y Felicien —el chofer y hombre que vale para todo—, quien de forma incomprensible logró acomodar nuestros numerosos bultos entre la baca y lo que a veces servía de maletero. Cuando cubrió con una lona el equipaje, parecía que al coche le había puesto una cabeza y su altura estaba duplicada. Los «taxi-brousse», los «pousse-pousse», y los vendedores de baratijas que esperaban tenernos como clientes miraban curiosos los preparativos de la marcha. Cuando todo estuvo listo, nos enlatamos como pudimos y empezamos la última parte del viaje a través de una carretera que al poco de partir ya era un camino de olas de tierra. Cuatro horas después, cuatro largos días de viaje después, llegamos a la Misión de Ambatoabo, en Farafangana.
Ya era tarde para el horario de las misioneras, que nos estaban esperando para cenar, por lo que nos dirigimos directamente al comedor e hicimos las presentaciones oportunas por ambas partes. El contacto inicial resultó cortés pero algo desangelado. Se palpaba un clima de cierta desconfianza y expectativa mutuas. Por nuestra parte era la primera visita a Madagascar y todas las misioneras eran malgaches, lo que se traducía en un frente monocorde sin fisuras culturales, cuyas costumbres y enfoques desconocíamos. Tampoco ellas parecían estar familiarizadas con las nuestras. En los ciento siete años de vida de la Misión, era la primera vez que se iba a realizar una experiencia así. Tras la cena, nos despedimos con cansancio e incertidumbre. El día había sido largo y emocionante; la noche sería corta. La Misión tenía un aire especial…