Al despertarme no encontré a Marie. Había ido con su cazuela a buscar un poco de agua que no sé donde encontró pero, al fin, apareció con algo de líquido que calentó al fuego y lo puso a hervir con unas hojas que tampoco sabía de qué plantas o árboles las había cogido. Me obligó a beberlo y aquel desayuno caliente me supo a gloria. Al cabo de un rato, me sentí con fuerzas para reiniciar la marcha.
Los días siguientes repetíamos el mismo plan de viaje: amanecíamos muy temprano y descansábamos a la vez que el sol, cuando a mitad de su recorrido se detiene durante un rato y parece como si estuviera colgado en el centro del cielo, sin moverse. Aprovechábamos ese momento para comer frutas y otras hierbas o plantas, que Marie sabía buscar, encontrar y luego seleccionar.
Anduvimos por caminos rodeados de bosques de grandes bambúes, laureles, eucaliptos, ravenalas, palmeras, cocoteros, árboles del pan y plataneros, que siempre tenían su fruto a nuestra disposición. Mi debilidad me impedía seguir el ritmo que pretendía mi partera, pero nunca me lo reprochó y siempre estuvo pendiente de que pudiera continuar. Fui fuerte en mi corta infancia, supe resistir un matrimonio infeliz, y luché hasta la extenuación para que mi hijo viviera. Ahora tocaba de nuevo sobrevivir, y en eso estaba de sobra licenciada. Cuando el cansancio me podía, apretaba fuertemente el amuleto para aferrarme a la esperanza.
De cuando en cuando, cruzábamos pequeñas aldeas perdidas entre montañas y valles, despertando solo la curiosidad de los niños quienes, entre risas tímidas y jugando, nos seguían hasta el límite de su territorio, que tan bien conocían. A veces, percibíamos la mirada indiferente de mujeres y hombres parados en su camino con sus fardos habituales o su hacha de trabajo, haciendo un alto en su recorrido sin rumbo aparente hacia lugares donde solo les esperaban muchas horas de esfuerzo para casi nada, y ni siquiera la familia cuando regresaban. Atravesamos pueblos que a mí me parecían enormes, pero Marie enseguida los hacía pequeños pues no tenían hospital. Cuando perdí la cuenta de los días que llevábamos andando, llegamos a una ciudad muy grande y Marie —la partera, mi partera— decidió que ese sería un buen sitio para quedarse.
Poco a poco fui descubriendo otra vida…
Había mucho bullicio de gente yendo de un lado para otro, coches de todo tipo: unos con carga humana, otros con animales, y, de tarde en tarde, otros ocupados por personas con aspecto curioso (tenían la piel desteñida, ellos parecían el día y nosotros la noche), que se asomaban a las ventanillas sosteniendo un objeto con una mano y, a continuación, lo examinaban y se los mostraban unos a otros mientras hacían gestos de asombro o alegría por lo que veían. Yo no sabía que era aquello, y Marie tampoco me lo supo explicar.
Durante nuestro deambular, habíamos cruzado no me acuerdo cuantas aldeas y pueblos, pero esto era distinto. El mercado era el más grande que jamás había visto y pudiera haber imaginado. Los puestos de venta de mercancías mostraban su mayor animación desplegando sus mejores géneros: sombreros y gorros, que tanto gustan a nuestros hombres y mujeres, y telas y tejidos de todos los colores —algunos con dibujos que me parecían preciosos, representando escenas de nuestra vida, pueblos y paisajes— con los que se confeccionan los «lamba» (nuestro vestido de pieza única que anudamos alrededor del talle) y los manteles que sirven para cubrir las mesas en las que hay platos y cubiertos, como había visto la partera en la casa donde trabajaba su madre. Expuestos en el suelo se amontonaban cestas de muchas formas y tamaños, cacharros para llevar el agua junto con todos los utensilios imaginables para cocinar, y otros más pequeños para comer —los más rudimentarios de madera y los más refinados de cuerno de cebú—. Por aquí y por allí, había jaulas con gallos y gallinas, pollos y patos —todos hablando a la vez, ansiosos o resignados—, y un sinfín de puestos de comida ofreciendo arroz blanco y rojo —solo o salpicado con pollo, cebú, cerdo o pescado—, verduras, hortalizas y legumbres mezcladas con salsas picantes —los «brèdes mamy» (de hoja dulce) y los «mafana» (calientes y de sabor picante), o el típico «achard» (potaje de legumbres maceradas en aceite, vinagre y salsa curry)—, y carnes asadas ahumadas o secadas al sol en láminas muy finas acompañadas de salsas fuertes. Algunos, más especiales para los más exigentes, ofertaban «romazaba», «ravitoto» (ragoût de carne de cerdo o cebú hecho con hojas de mandioca machacadas y a veces mezclado con leche de coco), rollitos rellenos de carne picada, sopas, pastas, buñuelos, tortas de mandioca, «mofo gasy» (el pan malgache), rodajas de «koba» (mezcla de pasta de arroz y cacahuetes cocidos envueltos en una hoja de plátano), y pescados y carnes que hacían las delicias de las moscas. En otros puestos se mostraban una gran variedad de frutas y especias: plátanos, manzanas del amor, piñas, papayas, mangos, guayabas, granadillas, peras, lichis, frutas de la pasión y del árbol del pan, vainilla, pimienta verde, guindilla, jengibre, canela, clavo y moscada, entre otras más. Algunas las conocía y muchas otras no, pero poco a poco mi partera me fue enseñando a familiarizarme con ellas y a distinguir sus formas y olores, como había aprendido ella de su madre.
También descubrí la luz eléctrica, las herramientas de metal, las puntas y los clavos, la radio y la música enlatada en unos discos que la reproducían a todo volumen, la televisión, el teléfono móvil, los frigoríficos, los restaurantes, las posadas, las peluquerías, los puestos donde se paraban los coches para rellenar su vientre con un líquido que los hacía caminar sin necesidad de arrastrarlos de un lado a otro con una cuerda, y todo lo que representaba ese mundo tan ajeno que me resultaba tan atractivo como hostil. No entendía los letreros, pero su presencia alegraba la vista y parecía darle importancia al anunciante.
Cuando me paraba delante de cada cosa nueva y me distraía de mi fístula, rápidamente alguien me la recordaba al apartarse de mí y mirarme con aire de repugnancia. Quería permanecer allí y seguir descubriendo ese mundo nuevo que nunca había podido imaginar, pero mi enfermedad oculta me iba a obligar a vivir apartada de los demás. Allá por donde iba dejaba un reguero de gotas, marcando, como los perros, un territorio que nunca me pertenecería.
Imaginé a mi padre como uno cualquiera de los muchos hombres que conducían los «pousse-pousse», tirando como animales de personas cómodamente sentadas en su carro con ruedas y corriendo por llegar antes para dejar constancia de la calidad de un servicio que se pagaba con limosnas. De nuevo tuve un recuerdo lleno de nostalgia para mi madre y me pregunté si ella había conocido algo como lo que yo estaba descubriendo. También, pensé en mis dos hermanitos. Por mi cabeza pasaba como un flash la idea de que hubiera sido de nuestras vidas si hubiéramos nacido y vivido en un sitio como éste. Atrás se quedaba una infancia rota por la orfandad precoz de mi madre y por el abandono de un padre que no supo o no quiso serlo, por las carencias, por mi venta al mejor postor, por mi entrada en la vida adulta de la mano de un indeseable cuando tan sólo era una niña, por una maternidad no buscada, por un amor que el destino me negó dejándome en su lugar un hijo muerto y un rio de orina que arrastra las esperanzas, a las que me aferro apretando mi amuleto como si al hacerlo espantara a los espíritus que me trajeron el mal, y los otros, los del bien, se sintieran así abrazados y queridos para acudir en mi ayuda. Recordé a mi marido con desprecio. Durante el tiempo a su lado sólo fui un objeto.
Nos instalamos en un rincón del mercado donde yo pasaba casi todo el tiempo observando, mientras mi partera recorría la ciudad de arriba abajo, buscando un trabajo que nos permitiera tener acceso a una cabaña y a una comida que ahora sólo hacíamos recogiendo los restos que quedaban en los fuegos del mercado, cuando la gente los abandonaba bien entrada la noche, y ya no quedaba nadie para seguir intercambiando o vendiendo.
Durante el día, mis olores pasaban desapercibidos entre los aromas de las especias que se esparcían con el humo de los fogones, o el del pescado arrugado que apestaba mientras no le llegaba su turno, o el de las frituras, o el de los animales que en las jaulas cantaban ignorantes de su destino a la espera de ser degollados, o el de las cabras o cebúes que al pasar dejaban sus despojos con tanto desenfado y desvergüenza, o el de otros orines de niños inocentes que correteaban o dejaban pasar la vida medio desnudos mientras sus padres o madres esperaban pacientemente a vender para comprar su ración del día.
El mercado era el sitio ideal para pasar inadvertida. Si me movía, mi reguero se sumaba a tantos otros de agua sucia que siempre mantenían el suelo mojado, con charcos por aquí y por allá. Además, en la plaza central había una pequeña fuente que embellecía la miseria y que a mí me permitía lavar mi ropa siempre mojada para, durante un rato, disimular la mancha y el olor.
De noche encontrábamos refugio bajo el tejado que cubría una buena parte de todo ese espacio abierto, y, acostadas sobre el cemento o las maderas de los bancos, dormíamos un sueño que durante unas horas nos igualaba a todos, a los más favorecidos y a los menos. Mientras se duerme tampoco escuece el hambre, ni se roba, ni se engaña, ni se viola, ni se mata, ni atormenta el odio o el rencor, ni se hace la guerra, ni duelen el cuerpo ni el alma. El sueño es mucho más que un descanso: es la paz, el bienestar. El sueño es el dios de la justicia que no distingue entre unos y otros y durante unas horas hace iguales a todos los hombres y mujeres. El sueño es el refugio y el tesoro de los pobres, por eso dormimos más que los ricos, a cualquier hora, en cualquier sitio, y sin importar como. Mientras ellos se mueven de acá para allá, nosotros dormimos.
En el mercado también vivía una mujer que se recogía en un rincón apartado del nuestro. Su pelo sucio y desordenado, sus grietas en la piel, su mirada siempre perdida, su silencio haciendo el eco a su soledad, sus ropas descoloridas y adornadas con agujeros, hablaban del abandono y de una existencia dura a la espera del adiós definitivo. Para ella, las ratas, que corrían alegres por todo el mercado apurando los últimos restos de comida durante esas horas de descanso hasta que se encendía la luz del nuevo día, eran sus únicas compañeras. Las ratas nunca pasan hambre; siempre parecen contentas y están mejor alimentadas que nosotros. La mujer era complaciente con ellas y las dejaba invadir su terreno sin molestarlas. Nunca le iban a hacer más daño que el que le había hecho la vida. A veces se instalaba en el calor del mercado algún otro viajero que pernoctaba hasta el amanecer, reemprendiendo su marcha hacia no se sabe donde ni para qué. Ése era nuestro albergue cosmopolita, que de día recuperaba la lucha por sobrevivir.
Una noche, cuando los protagonistas del día ya se habían recogido y mi partera aun no había llegado, me dirigí hacia la mujer, que estaba hablando a un público imaginario. Al acercarme, ella interrumpió su discurso incoherente, giró la cabeza y las dos nos miramos al reconocer mutuamente nuestro olor en común. Entonces volvió en sí y, rejuveneciendo su expresión, clavó en mis ojos una mirada profunda y llena de ternura que me desnudó. Al verme reflejada en ella me derrumbé, y mis sollozos interrumpieron el silencio del encuentro. Se incorporó lo justo para cogerme de la mano y hacerme sentar a su lado, uniéndose ya los dos olores en uno solo de forma inequívoca. Me acarició el pelo con su mano huesuda y me contó su historia, la mía, la de la fístula que a las dos nos condenó. Me dijo que en su vida errante de abandonada había conocido muchas historias paralelas a las nuestras, y que constituíamos un ejército de un número incontable de mujeres cuyo destino era regar continuamente los caminos de la huida. Entre todas, podríamos llenar no se sabe cuántas ciudades como ésta. Detectó mi amuleto y me lo hizo apretar, haciendo lo propio con su mano sobre la mía. Pausó su voz, y me dijo que tenía conocimiento de que unos blancos que venían de un sitio lejano a nuestro país habían sido capaces de cerrar ese agujero a una joven como yo, y creía que también a otras. Ella ya era mayor para intentar saber más y su vida no tenía otro aliciente que el deseo de descansar para siempre, cuanto antes mejor. Vivía sola con sus ratas y allí, en su casa del mercado, podía comer lo suficiente para amortiguar el hambre, los ocupantes de día no la echaban ni le molestaban y se había resignado a compartir su vida con la soledad que también la protegía del desprecio. Volvió a apretar mi mano y me dijo, con voz más fuerte, que yo aun era muy joven y que buscara sin parar ese lugar donde esos blancos conseguían que el chorro volviera a salir por su sitio y cuando uno quisiera. Me soltó, giró de nuevo la cabeza apartándola de mi mirada y dándome la espalda se puso a cantar en voz baja y en tono dulce una canción de paz. Esa noche me dormí antes de que llegara mi partera soñando que me despertaba seca.
Cuando abrí los ojos alertada por el ruido ya familiar que tiene el mercado antes de amanecer —el de los chirridos de las ruedas de esos carros cargados con un peso infinito de nada y de todo, que los hombres, niños y mujeres empujan por los caminos con tanto esfuerzo para llevar sus mercancías a los puestos de venta antes de que salga el sol para que no se puedan perder los clientes más madrugadores— no encontré a la partera a mi lado, lo que nunca había sucedido, pues ella apuraba el sueño más que yo, rendida cada noche tras jornadas interminables buscando un trabajo que se resistía a llegar. Miré hacia el rincón donde vivía la mujer y la vi de espaldas, moviendo de forma extraña su cuerpo inclinado sobre algo. A su alrededor había otras personas cerrando un círculo que ocultaba lo que estaba sucediendo. Me acerqué asustada y cuando pude ver no fui capaz de reprimir un grito de desesperanza y desconsuelo. La mujer, ahora mucho más vieja que hacía tan solo unas pocas horas, yacía inmóvil con los ojos entornados y una expresión de liberación que se dibujaba en el simulacro de una sonrisa que dejaba al descubierto una boca llena de huecos: la sonrisa que le dedicó a la despedida de su vida miserable con su última canción de paz.
El mercado siguió su rutina diaria y, poco a poco, se fue llenando del bullicio y de los colores y olores de cada día. Al rato aparecieron unos hombres uniformados que se llevaron aquel cuerpo que se enfriaba. La partera percibió mi afectación. Me preguntó… y yo le conté. Me escuchó en un silencio que no rompió cuando acabé, y se dirigió a la fuente para lavarse e iniciar con aspecto aseado su búsqueda diaria. Noté que en relación con otros días había cuidado más su imagen. Al despedirse de mí hasta la noche me dijo que ella averiguaría quienes eran, de donde venían, y adónde iban aquellos hombres y mujeres blancos. Hoy tenía una cita en el gran hospital que había en la ciudad y albergaba la esperanza de conseguir un puesto de limpiadora, ahora vacante por la enfermedad de una de ellas.
Ese día no pude quedarme en el mercado mirando el hueco que había dejado la mujer, ahora ocupado por vendedoras que ya habían borrado su olor —también el mío—, y por primera vez desde que había llegado a la ciudad decidí salir a recorrerla y preguntar. No podía imaginarme que fuera tan grande, ni que hubiera tantas cuestas, ni tanta gente pareciendo que hacían mucho, ni tanta otra haciendo nada.
Andando sin rumbo vi edificios de piedras y ladrillos y muchas casas que no eran cabañas, en los que parecía que vivían personas que vestían de otra manera y entraban y salían con bolsas distintas de nuestros sacos y cestas; todo entre una multitud de caminantes sin rumbo entremezclados con los «pousse-pousse» y transportistas humanos haciendo un esfuerzo inhumano, y coches que continuamente lanzaban al aire un sonido metálico con el que pedían paso a modo de protesta cuando alguien les impedía avanzar o tenían que esquivar todos los bultos que se interponían en su camino. También descubrí las tiendas donde se vendían muchas cosas que no se veían en el mercado, de las que desconocía su utilidad, y botes y latas donde unos dibujos que los envolvían indicaban un contenido que parecía comida, aunque yo no me podía imaginar que la comida pudiera estar escondida allí dentro ni cuál sería su sabor.
Cuando me detuve a descansar en la mitad de una calle muy empinada, viendo como un hombre sin ayuda de nadie arrastraba cuesta arriba uno de esos carros lleno de ladrillos, miré hacia arriba intentando calcular el esfuerzo tremendo que aún le quedaba por hacer y vi en lo alto unas torres que hacían pequeño todo lo que estaba a su alrededor. Llena de curiosidad continué mi subida, y aquel edificio me maravilló por su tamaño y forma tan extraña. Nunca hubiera podido imaginar nada igual. Dos grandes cencerros, que parecían muy pesados, colgaban de cada una de las torres. De pronto me asusté cuando solos empezaron a moverse lentamente hacia adelante y hacia atrás, como si estuvieran bailando atrapados en su jaula hueca, y en cada ida y vuelta lanzaban un talán profundo que llenaba el aire y se extendía de forma invisible abrazando la ciudad hasta perderse poco a poco. Me imaginé que esa música viajaba y se deshacía a lo lejos, como lo hacían los aros que se formaban en el agua del río cuando jugábamos a dejar caer una piedra. Era la misma que todos los días a una hora sonaba ya agonizante allá lejos, en el mercado. Yo estaba acostumbrada a esos sonidos pero no sabía de qué avisaban hasta ese día, que empecé a ver como de las calles que daban a la plaza sobre la que se levantaba aquel edificio de piedra enorme venía cada vez más gente que atendía su llamada y entraba dentro, abarrotándolo de colores. Mientras miraba sorprendida aquella gran puerta con figuras que no entendía lo que representaban, alguien misterioso se acercó a mí y me invitó a entrar en la catedral de Fianarantsoa.
El hombre parecía piadoso, vestía una túnica negra que lo cubría hasta los pies y mi olor no lo espantó. Lo seguí hasta dentro y lo que vi desbordó todas las imágenes que yo tenía de la vida hasta entonces. Me hizo sentar en uno de los bancos que miraban hacia una figura colgada de una cruz y allí, en aquel momento, oí hablar por primera vez de otro Dios. La gente fue llenando los bancos, y mi inesperado amigo, que había desaparecido, reapareció a través de una puerta que había junto al hombre colgado y se colocó delante de la cruz, mirándonos a todos para unirnos en unas súplicas de gracias y perdón, interrumpidas de cuando en cuando por unos cánticos que llevaban la paz al interior. Yo no sentía que tuviera que dar las gracias ni pedir perdón por nada, pero durante el tiempo que duró aquello mi fístula se silenció.
Al acabar la ceremonia volvieron a sonar las campanas con otro sonido y ritmo más alegres, reflejando el bienestar que había hecho la oración. El hombre amigo me vio aún sentada, cuando ya no quedaba casi nadie en el interior, y de nuevo se dirigió a mí para invitarme a volver y hablarme de su religión. En ese momento me atreví a preguntarle por los «blancos» y me dijo que él no sabía nada, pero que, en cualquier caso, las curaciones sólo las hacía su Dios —también blanco—, si se lo pedía con humildad y me entregaba sumisa a sus designios. Al salir me invadió un calor por dentro y mucho frío por fuera, y tenía ganas de llorar. Cuando estaba empezando a alejarme, aun con paso incierto, una voz a mis espaldas me detuvo. Giré la cabeza y vi al hombre cubierto de negro en la puerta, que me miraba. Con un tono algo misterioso, pero en el que percibí un sentimiento de ayuda, me dijo:
Pregunta en la estación…
De nuevo me perdí por las calles, que seguían manteniendo firme el pulso de la vida en la gran ciudad, segura de que encontraría el camino de regreso a mi casa en el mercado. Deambulé sin rumbo, llena de pensamientos confusos y una determinación. Se estaba haciendo tarde y quería contarle a mi partera lo que había vivido. También estaba inquieta y expectante por saber si por fin había conseguido el empleo que la redimiría de todos esos años errantes, compensando su bondad con una vivienda digna y la compañía de personas que pudieran aumentar sus conocimientos, que ella había puesto tantas veces al servicio de los demás.
En el camino, me paré delante de una tienda en la que, por primera vez, me vi reflejada con claridad y sin ondulaciones. Aunque ya me suponía de una manera, la imagen de mí que rebotaba en aquel cristal era algo distinta de la que yo identificaba como mía. Conocía mi altura y, naturalmente, el color marrón oscuro de mi piel. También intuía que mi pelo era negro, y lo palpaba denso y lleno de rizos que, ya desde niña, mi madre separaba por grupos bien ordenados que dejaban entre ellos calles rectas que se cortaban entre sí con idénticas distancias, para que los piojos y otros huéspedes habituales pudieran circular sin perderse hasta encontrar su refugio entre los montones de pelos bien enmarañados que las rodeaban. Ahora, mi cabello seguía igual de rizado, pero estaba suelto, desordenado, y lucía sucio. Mi cara fue lo que más me sorprendió, pues me pareció que reflejaba algún año más de los que tenía. Tal vez fuera debido a que desde que me casaron, en el mismo periodo de tiempo había vivido el doble. Aunque mi expresión parecía triste y denotaba un aire de cansancio me encontré guapa. La frente es recta y no está empequeñecida por el nacimiento del pelo. Mis ojos, sobre unos pómulos salientes y bien contorneados, son grandes y de color oscuro, y en sí no tienen nada especial, pero la mirada que me devolvía el cristal era profunda y tenía un brillo que lo atravesaba. La nariz algo chata y ancha, como corresponde a mi raza, está muy bien proporcionada, y preside una boca de labios gruesos que guardan una dentadura blanquísima. El resto de la cara está bien dibujada y el conjunto me dio seguridad. Mi cuerpo ahora lo veía delgado, pero las proporciones se mantenían y comprendí porqué atraía las miradas de los hombres.
Al desembocar en una plaza donde había muchos «pousse-pousse» parados delante de un edificio de unas características nuevas para mí, con una gran esfera en lo alto del centro de su fachada que tenía dos agujas paradas en el tiempo, sentí de nuevo la llamada de la curiosidad. Una pequeña multitud se agrupaba alrededor de los «pousse-pousse», como esperando un acontecimiento incierto que estaba a punto de ocurrir. De repente oí un ruido, distinto al que hacían sonar los coches cuando se enfadan, que poco a poco se iba acercando, anunciando con su mayor intensidad la inmediatez de una llegada. Otro ruido de traqueteo acompañaba rítmicamente los intervalos de aquel soplido musical, cada vez con más pereza o cansancio, hasta que se oyó un chirrido metálico que puso fin a ese concierto y de forma brusca movilizó a toda aquella gente que entonces entró a empujones en el edificio. Cuando pude asomarme descubrí el tren y supe que estaba en la estación. Al día siguiente, muy temprano, el viejo tren tenía que deshacer el camino andado, repitiendo un día sí y otro no la misma ruta. Ya sabía el camino para llegar allí. Ahora tenía que ir rápido al mercado para que mi partera no se asustara si no me veía al llegar y tuviera que salir a buscarme por la ciudad.
Cuando entré en el mercado, que ya empezaba a vaciarse, no pude evitar dirigir una mirada al rincón de la mujer y sentí en el corazón un golpe de nostalgia por su ausencia y otro de agradecimiento por sus revelaciones.
Al poco tiempo llegó apurada mi partera. Lo hacía detrás de una sonrisa que delataba su recién estrenada condición de limpiadora en el gran hospital. Ahora no se le escaparía esa nueva oportunidad que la vida le regalaba. Me abrazó en silencio y no pudo reprimir que unas gotas se deslizaran lentamente por sus mejillas humedeciéndolas de alegría. Cuando por fin me soltó, me acarició el pelo rizoso y sucio, y mirándome con dulzura a los ojos me dijo:
—Cuando cobre el primer sueldo nos mudaremos a una casa con paredes en la que podremos cocinar, dormir cómodamente sobre un suelo limpio y tal vez disponer de agua para nuestro propio uso.
Mis ojos también se aguaron.