Capítulo 9

Antes de pasar visita, la enfermera le comunicó a la ginecóloga que Vohilaba estaba filtrando mucho más y que había tenido que cambiarla dos veces durante la noche. Ya desde el pasillo se podía adivinar cuál era su habitación. Un olor penetrante y desagradable, que parecía retenido bajo las sábanas, se expandió como una llamarada cuando la ginecóloga levantó la ropa para examinarla y ya supo cual era la causa. La sonda que tenía en la vejiga estaba obstruida y toda la orina salía por la fístula. Vohilaba observaba a la doctora en silencio y en su mirada triste reflejaba su miseria. La doctora se percató de ello y le sonrió, al tiempo que le decía:

—Enseguida se soluciona; tan sólo hay que cambiar la sonda. Esta tarde, cuando acabe, vendré a recogerte y daremos otro paseo. Aun te queda mucho por contar.

Cuando salió de la habitación, se dirigió a su despacho y se volvió a conectar a Internet por enésima vez, buscando: «Fístulas vesico-vaginales». De nuevo, entró en las páginas web del Brigham and Women’s Hospital de Boston (Massachussetts, USA), Wikipedia y, sobre todo, en la del Addis Abbaba Fistula Hospital (Etiopia). Su impotencia para afrontar el tratamiento quirúrgico le creó una gran desazón profesional y personal, pero no cejaría en buscarle una salida aquí o donde fuera. Su determinación era firme. Pondría en marcha todos los recursos que hicieran falta. Así lo juró.

Cuando atardecía, fue a la habitación de Vohilaba. Estaba esperándola con impaciencia, para decirle que desde que le habían cambiado la sonda apenas había mojado.

—¿Ves? Todo tiene solución. Ahora vamos al jardín. Quiero seguir escuchándote…

Se sentaron en el mismo banco. La mancha que había dejado la noche anterior había desaparecido.

El primer día anduvimos poco. Enseguida me cansaba y teníamos que parar con frecuencia. Seguíamos el recorrido del sol, y cuando Marie calculó el tiempo que tardaría en ocultarse empezó a buscar un sitio resguardado donde descansaríamos hasta el siguiente amanecer. No tardamos en encontrar una pequeña llanura en la profundidad del bosque, y allí nos acomodamos.

Marie logró hacer una fogata frotando dos palos con la certeza de que antes o después saltaría la chispa. Cuando, por fin, brotó tímidamente, le habló soplándole hasta que prendió en unas ramitas secas que enseguida se dispuso a alimentar con hojas también secas. Pronto creció, ofreciendo con generosidad su luz y calor para que preparáramos una cena frugal a base de algunas frutas que habíamos recogido durante la marcha, que también nos aliviaron algo la sed. La hoguera servía, además, para ahuyentar a las alimañas nocturnas que ya se hacían oír: unas con movimientos sigilosos, y otras de forma más descarada. Ella las conocía a casi todas. Me tranquilizó diciéndome que en ese lugar estaríamos seguras, no sin antes buscar unas cuantas ramas más con las que mantener el fuego vivo hasta que empezaran a asomar las primeras luces del día. Cuando se sentó de nuevo, esta vez muy cerca de mí para no tener que alzar la voz y así poder mantener el oído alerta, pronunció con ternura mi nombre y empezó a hablar:

Los partos eran casi siempre de noche y cuando todo había acabado empezaba mi trabajo, que se prolongaba durante largo rato más, después de que el médico y las comadronas se marchasen. Ya con todo listo para que pudiera venir el siguiente, yo aprovechaba la tranquilidad de no ser observada para poder hurgar en los estantes donde se guardaban los instrumentos y las medicinas. No entendía los nombres pues no sabía leer, por lo que toda mi atención se centraba en ver y tocar el instrumental, grabando en mi memoria sus formas para poder describírselas a mi padre y que así pudiera hacer unas copias exactas fabricadas en madera. De esa forma, fui haciéndome poco a poco con mi propio instrumental, rústico, pero igual al que utilizaban el médico y la comadrona francesa cuando las cosas se ponían difíciles.

Mi padre me complacía porque creía que con esas copias yo podía adiestrarme en la limpieza de las verdaderas y así sería más considerada en mi trabajo, pero mi gran ilusión era la de poder llegar a ser una partera. La sala de partos y un quirófano que había adyacente estaban en un pabellón independiente del resto del hospital, aunque comunicado por un corredor con el bloque principal. Esta circunstancia favorecía mi soledad en esas horas de trabajo nocturnas, lo que aprovechaba uno de los guardas del hospital para encender su cigarrillo en mi compañía. Su condición de guarda le permitía ganarse la simpatía y el respeto del personal francés, que con frecuencia le obsequiaban con tabaco o abalorios. Esas cosas para nosotros son mucho más que un lujo y a él le hacían la vida un poco más llevadera.

Yo tenía 16 años y, hasta entonces, había rechazado la idea de casarme. No quería abandonar mi vida en casa de mis padres; ni separarme del mundo de las plantas; ni mucho menos perder mi puesto de trabajo, cosa obligada en nuestra sociedad cuando la mujer se casa y su trabajo ya es el marido y los hijos que vengan, con un embarazo tras otro para ir remplazando a los que se van muriendo, o intentándolo de nuevo por los que no nacen.

Aquél hombre me parecía distinto… Su posición le daba seguridad y simpatía. Con frecuencia me hablaba del mundo que él observaba, al que tenía acceso por su puesto, lo que lo hacía ameno y me revelaba curiosidades que yo nunca hubiera conocido. Él se había fijado en mí y yo estaba empezando a fijarme en él. Una de las noches, observé que al encender el cigarrillo le temblaba un poco la mano. Cuando apenas había consumido la mitad, lo tiró al suelo de una forma que me pareció más ansiosa de lo normal; me miró fijamente durante un instante; dejó su lanza apoyada en la pared y se acercó para tocarme el pecho y mojar mis labios con los suyos. Yo no ofrecí resistencia… y dejamos que la unión gozosa de nuestros cuerpos sellara la de nuestras vidas.

Poco tiempo después de aquella noche, nos casamos y celebramos una ceremonia que nunca hubiera podido imaginar, gracias a las ayudas recibidas por la gente del hospital y por los «señores» de mis padres. Mi marido me permitió seguir trabajando hasta que tuviera un hijo que cuidar.

Con mi hacer en el trabajo me había ganado la simpatía de la comadrona nativa. Ella respondía a mi curiosidad y ganas de aprender los secretos del parto, que tan bien conocía gracias a su experiencia adquirida a trompicones ayudando a la otra comadrona —la francesa— educada en un ambiente al que nosotros —los malgaches— nunca tendríamos acceso. Yo ya sabía que cuando la futura madre empezara con los dolores de las contracciones había que meter los dedos en la puerta de salida y medir con el tacto su apertura. También, que era igualmente importante cronometrar la secuencia y ritmo de los espasmos, cantados por los gemidos que acompañaban al gesto de dolor, y que, cada poco, había que aplicar el oído sobre un tubo hueco apoyado sobre el vientre, que transmitía los ruidos del que ya tenía prisa por salir: si se alejaban o enlentecían, era porque algo le estaba impidiendo enfrentarse a la vida y si esa dificultad se prolongaba, los latidos se apagarían para siempre.

Un día, con una parturienta sobre la mesa preparada para ser abierta, mi amiga, aprovechando que el médico y la comadrona franceses se estaban lavando las manos para la operación, me invitó a que de forma rápida introdujera mis dedos en la vagina de la mujer para que así aprendiera a ver con ellos. Tan solo tardé lo mismo que ponerme los guantes, pero cuando retiraba la mano con la lección aprendida sentí sobre mi espalda la mirada electrizante de la comadrona francesa, que había presenciado mi exploración prohibida. Al día siguiente, fui despedida y amenazada con que se me aplicaría la ley por intrusismo.

—¿Qué es eso? No entiendo.

—Disculpa que me exprese así… Es…

—¡Maldita la hora, Vohilaba! ¡Por aprender a nacer una vida, había matado la mía!

Mi marido no superó la vergüenza y aprovechó para reprocharme que tras varios meses sembrando una y otra vez su semilla no brotara la vida, dejando en entredicho su virilidad. Yo intuía que mi útero estaba ocupado por esos bultos que me hacían sangrar tanto y a destiempo —los miomas—, que habían ocupado el espacio que le correspondería a mi hijo. Ya, repudiada en el hospital, no tenía posibilidades de acceder a una operación que me librara de ellos… y mis hierbas no funcionaban. El pago de mis desdichas no se hizo esperar. Sin más contemplaciones, fui abandonada y sustituida por otra joven que sangraba mejor que yo: siempre con el mismo ritmo y lo justo.

Al abandonar mi casa, solo tuve tiempo para llorar mientras desconsoladamente abrazaba a mis padres y les contaba todo lo sucedido. Al día siguiente, guardé en una bolsa mis instrumentos artesanales, que habían sido fabricados por mi padre tan cuidadosa y fielmente, y desaparecí sin rumbo, alejándome de un pasado feliz y de un futuro que había perdido.

Ya era nadie. Tenía que empezar mi vida otra vez y solo deseaba que fuera haciendo lo único que sabía, ayudar a otras mujeres a tener lo que a mí me había negado la naturaleza. Decidí que lo mejor sería ir a una aldea cualquiera, lejos de la ciudad, donde las únicas necesidades son alimentarse y tener hijos, y la vida no tiene otras perspectivas. Acabaría siendo apreciada por mis artes y conocimientos… —pensaba, soñaba—. Caminé por el borde de la carretera maltrecha que me llevaba a no sabía dónde, buscando siempre hacerlo cerca de otros hombres o mujeres para parecer una más de ésos que constantemente, día y noche, van y vienen de un lado para otro, siempre con los pies descalzos insensibles al tacto y al dolor: los hombres con su azada sujeta como si fuera un fusil, o empujando carros cargados de mercancías, o con la manta al hombro anunciando que están de viaje; y las mujeres, unas adornando las cabezas con grandes manojos de plátanos, y otras llevando un peso de casi nada que las dobla.

Con mi padre aprendí a cortar árboles, ramas, hojas, a trabajar y a modelar la madera. No me resultaba difícil construirme una cabaña allí donde paraba por un tiempo… Así, anduve sin rumbo, de un lado para otro, hasta que decidí instalarme cerca de la aldea donde te encontré. Cuando medí el bulto que producía tu bebé en tu pelvis encogida, ya supe que tenía que ayudarte… Tú, sola con tu marido, no podrías alumbrar el fruto.

Ahora parecía que los ruidos de la noche se alejaban y tardaban más en hacerse oír. Durante un rato, Marie estuvo callada mirando las llamas del fuego que empezaba a menguar… Al fin, casi susurrando, añadió:

Quiero que sepas que puse todo mi empeño en sacar a tu hijo vivo y, luego, en que vivieras tú. Ahora lo pondré en que alguien te pueda curar y me sentiré recompensada si lo consigo. Por eso estamos haciendo este viaje. Descansa, Vohilaba, que enseguida el sol se dará prisa por aparecer.

Yo cerré los ojos no para dormir, sino para llorar sin que ella lo viera. Me dormí sintiéndome desgraciada y dichosa a la vez.