Capítulo 8

Cuando acabé la intervención me quité los guantes y la bata con un movimiento pausado y dirigí mis pasos hacia el corredor que rodea los quirófanos. Desde aquella altura, a través de sus amplios ventanales, se aprecia una visión agradable y despejada de la zona norte de Madrid, con las cuatro torres cómo símbolo de modernidad hacia un lado y el monte del Pardo como telón de fondo al otro. El cielo limpio contribuía a abrir el horizonte y la luz tempranera de esa mañana de abril contrastaba alegremente con la artificial del quirófano, que iguala todas las horas del día. Me bajé la mascarilla y, a continuación, de forma instintiva, entrelacé mis manos sobre la nuca al tiempo que respiraba hondo y enderezaba la espalda y el cuello con un gesto distendido que me relajó. Ya recompuesto, entretuve la mirada fijándome en los coches que circulaban con fluidez por las cercanías del hospital mientras pensaba que la mayoría estarían ocupados por personas sanas y en éste momento ajenas al sufrimiento que se vivía en el edificio que los observaba desde corta distancia: la misma que hay entre la salud y la enfermedad: ésta… asentada; aquella… huidiza, efímera, escapando engañosamente de un destino inevitable. Entonces, me vino a la cabeza aquél cuento Persa: «Esta noche en Samarkanda», de Farid al-Din‘Attar, tan cruel como maravilloso en su descripción de la fatalidad… del destino… Lo recordaba de memoria, de tantas veces que lo leí…

Una mañana, el califa de una gran ciudad vio que su primer visir se presentaba ante él en un estado de gran agitación. Le preguntó por la razón de aquella aparente inquietud y el visir le dijo:

—Te lo suplico, deja que me vaya de la ciudad hoy mismo.

—¿Por qué?

—Esta mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he notado un golpe en el hombro. Me he vuelto y he visto a la muerte mirándome fijamente.

—¿La muerte?

—Sí, la muerte. La he reconocido, toda vestida de negro con un chal rojo. Allí estaba, y me miraba para asustarme. Porque me busca, estoy seguro. Deja que me vaya de la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor caballo y esta noche puedo llegar a Samarkanda.

—¿De verdad que era la muerte? ¿Estás seguro?

—Totalmente. La he visto como te veo a ti. Estoy seguro de que eres tú y estoy seguro de que era ella. Deja que me vaya, te lo ruego.

El califa, que sentía un gran afecto por su visir, lo dejó partir. El hombre regresó a su morada, ensilló el mejor de sus caballos y, en dirección a Samarkanda, atravesó al galope una de las puertas de la ciudad.

Un instante más tarde el califa, a quien atormentaba un pensamiento secreto, decidió disfrazarse, como hacía a veces, y salir de su palacio. Solo, fue hasta la gran plaza, rodeado por los ruidos del mercado, buscó a la muerte con la mirada y la vio, la reconoció. El visir no se había equivocado lo más mínimo. Ciertamente era la muerte, alta y delgada, vestida de negro, el rostro medio cubierto por un chal rojo de algodón. Iba por el mercado de grupo en grupo sin que nadie se fijase en ella, rozando con el dedo el hombro de un hombre que preparaba su puesto, tocando el brazo de una mujer cargada de menta, esquivando a un niño que corría hacia ella.

El califa se dirigió hacia la muerte. Ésta, a pesar del disfraz, lo reconoció al instante y se inclinó en señal de respeto.

—Tengo que hacerte una pregunta —le dijo el califa en voz baja.

—Te escucho.

—Mi primer visir es todavía un hombre joven, saludable, eficaz y probablemente honrado. Entonces, ¿por qué esta mañana cuando él venía a palacio, lo has tocado y asustado? ¿Por qué lo has mirado con aire amenazante?

La muerte pareció ligeramente sorprendida y contestó al califa:

—No quería asustarlo. No lo he mirado con aire amenazante. Sencillamente, cuando por casualidad hemos chocado y lo he reconocido, no he podido ocultar mi sorpresa, que él ha debido tomar como una amenaza.

—¿Por qué sorpresa? —preguntó el califa.

—Porque —contestó la muerte— no esperaba verlo aquí.

Tengo una cita con él esta noche en Samarkanda.

La vida es así: salud… enfermedad… salud y… O enfermedad y… O directamente nada… en los que ni siquiera empezaron a andar el camino porque no había nadie esperando para ayudar a recibirlos. Bueno, sí, estaba la dama del vestido negro con el chal rojo. Todos los días tiene alguna cita en el hospital que alterna con las de fuera: una casa —ahora rica, ahora pobre, no distingue—, la carretera, una calle, un suburbio, una guerra, una epidemia, una catástrofe, el hambre… Hay muchos sitios y modalidades… Da igual. Es insaciable.

Nunca había reparado en ello, pero de pronto me di cuenta que en los idiomas que conozco tiene más letras «enfermedad que salud», «illness que health», «maladie que santé», «muerte que vida», «death que life», «mort que vie». Será casualidad o no, pero es así —pensé.

Y los médicos… ¿qué hacemos? En el mejor de los casos, alargamos los tiempos de la vida; intercalamos paréntesis de salud en la enfermedad. La vida no la puedes retener, pero esos paréntesis de salud… ¡Cuán necesarios son! Cuántas veces dan un instante largo de bienestar, de respiro prolongado, hasta que, antes o después, por fin, llega el descanso, el silencio sin retorno, porque… como dice Isabel Allende: «La vida es puro ruido entre dos silencios abismales». No sé por qué meditaba así. Parecía desanimado, pero no lo estaba. Al contrario: «acababa de poner uno de esos paréntesis que imaginaba para largo en una paciente, y eso me daba ánimos para insertar otro en el siguiente: él o ella», que esperaban con impaciencia a entrar en el quirófano.

Una enfermera interrumpió estos pensamientos cuando se acercó a mí y me comunicó que en la sala de estar había dos monjas —una blanca y otra negra— que deseaban verme.

¿Podrías indicarles donde está mi despacho y decirles que enseguida me reúno con ellas? —respondí.

Durante un breve momento, permanecí sin moverme con las manos descansando en los bolsillos, ahora reteniendo la mirada perdida sobre el paisaje urbano de bienestar y desarrollo que se ofrecía ante mí, con los edificios de viviendas perfectamente alineados a cada lado de la ancha avenida arbolada que se perdía difuminada en la lejanía. Allí, al fondo, de pronto, la vista se desenfocó y las imágenes que se representaban en mi cabeza eran las del paupérrimo barrio de la Briqueterie, en Yaoundé, Cameroun: «Visiones de Habitáculos inmundos, Hacinamiento, Miseria, Suciedad, Desnudez, Ausencias y Carencias absolutas»; todas y cada una de ellas acompañadas por sensaciones de: «Rechazo, Náusea, Compasión, Rebeldía», todas con Mayúsculas.

Cerré los ojos para borrarlas y, a continuación, volví al quirófano. Pero una vez dentro, con la paciente despertándose, de nuevo mi memoria me brindó un flash de aquel otro sucedáneo de quirófano del hospital de la Misión de Bamenda, también en Cameroun. Ahora aquí —pero allí— veía a aquella joven escuálida de grandes ojos marrones inquietos, llenos de ansiedad reprimida, que sin pestañear reflejaban de forma inequívoca el dolor silencioso y el temor a la incertidumbre; con su ancha nariz tratando de olisquear lo desconocido; sus pechos ya fruncidos, casi vacíos, y su débil cuerpo empequeñecido temblando a la espera de ser anestesiada sobre una mesa rudimentaria de madera, iluminada por dos lámparas de flexo. —¡Qué distancia entre estos dos mundos!— pensé: la física, cada vez más cerca; la otra, la material, cada vez más lejos, inasumible para los que desde siempre marchan por detrás en todo.

Aunque no me conocían, las dos monjas esbozaron una sonrisa franca cuando me vieron acercarme de forma decidida hacia la puerta del despacho, anticipándose así a la presentación que siguió a continuación. Intercambiamos nuestros saludos en español y en francés, y cuando ya nos sentamos la monja blanca tomó la palabra:

—Doctor… sabemos que usted desarrolla una labor médico-humanitaria en un hospital en Cameroun y la hermana malgache y yo venimos a pedirle si podría hacer algo similar en una Misión que nuestra Congregación de Las Hijas de la Caridad tiene en una zona especialmente pobre del sur de Madagascar. El lugar se llama Farafangana y nuestra Misión es una leprosería de más de 105 años de antigüedad…

—Y bien, ¿qué puedo hacer yo allí siendo cirujano? —pregunté interrumpiendo su pausa.

La monja blanca le pidió a la misionera malgache que fuera ella la que me contara con más detalle la situación en la que vivían aquellas gentes y los objetivos que se proponían. Ésta sonrió tímidamente antes de empezar a hablar, excusándose por tener que hacerlo francés. —Yo la miré de forma comprensiva y también dibujé una sonrisa amable para que expusiera con todos los detalles la información que deseaban transmitirme.

Antes de iniciar su relato, me alcanzó una revista gastada —de edición casera— que extrajo de una bolsa con todo cuidado y en cuya portada se podía leer:

Leproserie d’Ambatoavo de Les Fîlles de la Charité

Farafangana, Madagascar.

Histoire et Activités missionaires.

Tomé el ejemplar con delicadeza para no romper su frágil encuadernado y lo ojeé rápidamente, antes de mirarla de nuevo invitándola a hablar:

—Verá, doctor, nuestra Misión es una leprosería donde diagnosticamos y tratamos a los enfermos, y es la única que hay en una extensión enorme en donde sólo se dispone de un hospital público, que apenas tiene actividad por falta de todo tipo de medios humanos y materiales. Para que se haga una idea —prosiguió con calma, entonando bien la voz—, solo hay un cirujano para atender a una población muy dispersa de unos ochocientos mil habitantes, y una enfermera que también hace las labores de anestesista…

Esa información ya fue suficiente para que prestara la máxima atención a sus palabras.

—Usted conoce África y ya se puede imaginar el resto —dijo con una expresión de tristeza en sus ojos y voz acaramelada, que llevaban el sello inconfundible de las misioneras, tan acostumbradas a ganarse la comprensión y necesidad de ayuda.

Hubo un momento de silencio, que ella aprovechó para bajar su mirada y yo para observarla con admiración, por la inmensa labor que hacen.

Ahora —pensé sin proponérmelo—, vendrá el plato fuerte de su discurso, hablando de su soledad y abnegación en la lucha contra todas las carencias humanas: primero, empezando por la del acceso a la salud; a continuación, exponiendo toda la batería de despropósitos con los que los gobiernos corruptos malgastan o desvían los fondos de sus recursos y las ingentes ayudas internacionales que inexorablemente se pierden por el camino.

Es como si el objetivo primordial de los gobiernos fuera consolidar la pobreza y el subdesarrollo de sus pueblos, dijo con lamento.

—Sor… es que eso es lo que buscan para mantenerse en el poder —añadí—. En esas sociedades, el diálogo con el pueblo no es con el lenguaje de la palabra y de las ideas: es con el de los palos, como si fueran animales.

—Doctor —dijo arrullando la voz—: «El hospital público carece del equipamiento más elemental y el poco que hay está deteriorado; o no funciona y no se repara. La mayor parte de las veces no se dispone de los medicamentos más básicos: bien porque no llegan, o se desvían o se roban o, sencillamente, porque el gobierno no los compra. La gente se muere y sufre por las enfermedades más comunes; las mujeres no dan a luz en el hospital porque no hay quien las pueda atender ni existen los medios para hacerlo; la mortalidad materno-infantil es elevadísima y los niños nacidos vivos en sus chozas no se vacunan». Hizo una breve pausa y añadió: «Se sobrevive con el estigma cotidiano del padecimiento —tantas veces curable si se dispusiera de los mínimos medios— que allí, en ese mundo de precariedades, asola y mata a todas las edades».

Durante un rato, siguió hablando de la pobreza y de la belleza, del desamparo y del abandono, de las edades del hombre que allí conviven desde la de piedra hasta la medieval, con sólo una pequeña y tímida muestra de nuestro tiempo, todo ilustrado con unas imágenes que arrugaban el corazón.

Al despedirnos, les dije que debía comentarlo con mi hija Marta —ginecóloga— y los otros médicos que me habían acompañado a Cameroun.

Cuando esperábamos delante del ascensor, la monja malgache me preguntó:

—Doctor, ¿por qué decidió ir a África?

—Porque soy médico… y África se muere… —leí una vez.

De regreso a mi despacho, ya sabía que ese año iríamos a Madagascar.