Capítulo 6

Vohilaba había pasado el día un poco intranquila porque de nuevo se presentaron los escalofríos y luego llegó la fiebre. Cuando la ginecóloga finalizó su jornada en el quirófano fue a visitarla. Comprobó que en ese momento la temperatura era normal y la invitó a ir a su despacho para que le contara todos los detalles de cómo se había desarrollado el parto y que pasó después. A esa hora, Vohilaba estaba bajo los efectos de la medicación y tenía ganas de hablar. Esta vez prefirió permanecer sentada al borde de la camilla, mirándola de frente. Haciéndolo así, desahogaría su vida más que su enfermedad. Cogió aire… lo retuvo durante un momento y con voz lastimera, a veces quebrada por el recuerdo más doloroso, empezó así:

Doctora… aquellos espasmos violentos e incontrolables, que retorcían mi vientre como si me estrujaran las entrañas, se iban produciendo cada vez con más frecuencia, y el desasosiego, alentado por un temor incontrolable, se estaba apoderando de mí.

Cuando Razafindra entró en la cabaña me encontró tumbada boca arriba con las piernas encogidas y los pies fuertemente agarrados como ventosas al suelo, cada vez que sonaba la campanada de una nueva contracción. Le dije que el momento había llegado, y le pedí que avisara a la buena mujer que se había ofrecido a ayudarme. Él torció el gesto y, en su lugar, reaccionó bruscamente encrespándose conmigo.

—¡Si casi todas las mujeres pueden solas tú también podrás! —dijo en tono amenazante.

Otra vez el dolor… Éste más fuerte…

—Mira, Vohilaba, yo no voy a gastarme un puñado de los billetes que con tanto esfuerzo estoy ahorrando para un día poder escapar de esta vida asfixiante y primitiva, sin más futuro que trabajar para comer siempre lo mismo y descansar un poco para empezar al día siguiente otra vez repitiendo la monotonía de la desesperanza hasta que llegue el maldito mosquito, o el accidente de trabajo, o el cocodrilo, o los espíritus invisibles que entran en nuestro cuerpo por no se sabe dónde y lo llenan de parásitos que esperan dentro para robarnos la comida, o nos hinchan las piernas, o cubren la piel de llagas dolorosas de las que luego salen gusanos que se dan su festín a costa de la poca grasa que forra por dentro esa coraza dura y quebrada que tenemos dejándonos sin fuerzas ni reservas, o provocando una tos que sale con sangre de un pecho que suena como el agua hirviendo en una olla que poco a poco va ocupando el espacio del aire que cada vez entra con más dificultad, haciéndonos temblar de frío primero y de calor después, como si nos estuviéramos cociendo por dentro. ¡Tú aun no sabes lo que es la vida…! ¡Yo, sí! Llevo caminando por ella desde que aprendí a andar y todo lo que te dije lo vi en mi aldea y en tantas otras… ¿No te fijaste en todos esos niños y la gente que cruzamos desde que empezamos el viaje?

Entonces, me miró con tono desafiante y añadió que él me ayudaría, que no iba a permitir la asistencia de esa misteriosa mujer, a quien ya había visto sentada cerca de la cabaña esperando a ser llamada cuando su instinto de partera le anunció que todo estaba a punto de empezar.

Yo me sentía cada vez más asustada. Una parte del cuerpo bailaba al ritmo de las contracciones y la otra al del miedo, cuando sentí un líquido que mojaba mis piernas deslizándose sin avisarme y sin que yo hubiera sentido ganas de vaciar nada (había roto aguas, supe después). A través de los huecos que hay entre los troncos de la pared de la cabaña, metí cada mano y me agarré a ellos para poder apretar con todas mis fuerzas en el momento en el que se producían las contracciones, empujando hacia el espacio que se abría delante de mí a una vida que se resistía a aparecer y empezaba a competir con la mía. Le pedí a Razafindra que cuando me viera empujar empleara sus manos sobre mi vientre abultado, ayudándome a hacer desde fuera lo que yo sola no podía hacer desde dentro. De manera torpe, pero decidida, apretó una y otra vez en cada momento, que ya enlazaba con el siguiente sin apenas un corto descanso que me permitiera afrontar con energía un nuevo empujón.

—¡Más fuerte! —gritaba él.

—No puedo… —gemía yo.

Ya no había lágrimas… Ahora, todas se escapaban con el sudor que me empapaba. La angustia y el dolor me invadían de pánico y las fuerzas me iban abandonando. Empezaba a no poder más cuando, en uno de los momentos, con todo mi cuerpo temblando, sentí que algo avanzaba hacia la salida y, simultáneamente, se me escapó la orina y el intestino se vació sin mi voluntad, poniendo un broche de olor y miseria a algo que sin haber empezado estaba llegando a su fin…

Mi hijo pareció dar una tregua y yo empecé a sentir alejarse las contracciones al tiempo que disminuían su intensidad: o porque era real, o porque mi conciencia también se alejaba y me iba abandonando. Los ojos veían borroso; el cuerpo ya no temblaba; el sudor se enfriaba. En la lucha que hasta entonces habíamos mantenido mi hijo y yo hubo un momento de paz para los dos: el que desistimos de seguir luchando por vivir… Mi último pensamiento antes de sumirme en un sueño inquieto fue para mi madre…

Cuando por la mañana me desperté, lo hice sobre un charco de orina que fluía sin cesar. No sabía lo que era; no entendía lo que me pasaba. Razafindra no estaba en la cabaña. Tal vez estaría lavando al niño, pensé mientras aun me despertaba de esta pesadilla de la que solo recordaba los dolores iniciales. Luego, me tocaría el turno a mí y así, limpios los dos, nos podríamos fundir en ese abrazo que la naturaleza le regala a la madre y el instinto al hijo cuando su boca se pega al pecho y conoce el sabor más dulce.

Intenté incorporarme y entonces sentí una intensa debilidad que abatía todo mi ser y miles de agujas pinchándome en todos los músculos del cuerpo. Tenía sed, estaba seca por dentro y empapada por fuera.

Cuando, arrastrándome, llegué a la puerta de la cabaña y vi a mi marido sentado dándome la espalda, con la cabeza quieta y ausente, como si estuviera dirigiendo la mirada a algún punto fijo del río, oí el llanto del silencio y comprendí que mi hijo se había marchado para siempre sin despedirse de mí. Sin decirme nada ni girarse hacia mí, de pronto se levantó y su figura se hizo primero borrosa y, al instante, desapareció de mi vista. Noté que algo corría entre las piernas y perdí el conocimiento…

Al despertarme, sentí un dolor y vi a la partera lavándome con agua y luego aplicando una pasta cuidadosamente ahí abajo. Mis ojos secos miraron al vacío y, atemorizada, pregunté qué había ocurrido y donde estaban mi hijo y Razafindra.

La partera dudó durante unos instantes, pero al ver mi determinación se acomodó a mi lado y durante un rato se mantuvo en silencio, como poniendo en orden todos los detalles.

Primero, me miró con ternura… luego, con ojos inquietos, zigzagueando de un lado para otro, tal vez buscando las palabras. De pronto, desvió la mirada de mí y la fijó en algún punto incierto hasta que arrancó a hablar…

Cuando te pusiste de parto me acerqué a tu choza equipada con mi bolsa de hierbas, instrumentos e incertidumbre. Razafindra ya me había hecho saber previamente su rechazo a que te asistiera. Incluso me llegó a amenazar diciéndome en tono desafiante, señalando su pecho con el dedo: —«Yo, Razafindra, te prohíbo que acudas aquí en busca de dinero. Mi mujer es dura y sabrá alumbrar sola. Por eso valió el mejor ejemplar de un cebú»—. Fue en ese momento cuando conocí su nombre de forma tan brusca y poco amistosa. Él pensaba que yo era una «Mpamosavy» (bruja que practica magia negra con fines maléficos), pero yo no quería abandonarte y me oculté entre la maleza cercana, siguiendo con alerta e inquietud lo que podía estar ocurriendo dentro de la choza. Así, pude oír vuestras conversaciones y los gritos de tu lucha hasta que se fueron alejando y en su lugar empezaron a sonar otros: los gemidos apagados del abandono. Con sigilo, me acerqué aun más sin ser vista. Razafindra observaba desquiciado como tú te ibas con su regalo dentro, hasta que preso de su incapacidad y nerviosismo salió de la cabaña gritando:

—¡Bruja, hechicera, alumbradora, curiosa, buscavidas! ¿Dónde estás? ¡Ven y saca a mi hijo! rugió descargando su temor desde la puerta de la choza, ahora con su figura empequeñecida.

Yo esperaba ese momento agazapada, fundida con la maleza, y al oír sus aullidos arranqué sin dudarlo. De dos saltos ya estaba a tu lado, aplicando mi oído sobre un extremo de un tubo hueco, y sobre tu vientre exhausto de niña-mujer el otro. Tras un rato, en el que recorrí con el tubo todos los rincones de tu piel abultada, sólo pude oír el ruido del silencio. El corazón del no nacido ya descansaba de su último concierto.

Cuando retiré el tubo miré fijamente a los ojos de Razafindra —ahora temblando él— y comprendió sin decir palabra. Apretó sus puños y de pronto se giró y empezó a golpear con furia los palos a los que tú te habías aferrado con tanta fuerza en aquellos momentos de lucha estéril, de la que ahora tan solo te queda el recuerdo de un dolor lejano. Cuando se hubo vaciado y me miró de nuevo, sus ojos, como los míos, también se nublaron.

Ahora, sabía que para salvarte a ti no había tiempo que perder. Era necesario sacar de la jaula a tu hijo cuanto antes: bien recurriendo a herramientas que lo girasen para atraparlo con firmeza en su parte más saliente y extraerlo como si fuera el corcho de una botella, o, de forma más drástica, abriéndote el vientre para que pudiera salir a través de esa puerta de emergencia. Él se había quedado aprisionado en el vestíbulo de entrada a la vida, contigo agotada por un esfuerzo inútil y ya sin energía para que le dieras ese empujón final.

De pronto la partera se calló. El sol, en su declive, se asomaba a la entrada de la choza tiñendo con unos reflejos dorados su cara y rellenando de sombras sus numerosos surcos, que ahora parecían más grandes y profundos, acentuando una edad para mí indefinida. Por primera vez, vi en su pelo desordenado unas tiras sueltas de color plateado. Mientras yo la miraba, ella pareció abandonarme momentáneamente y empezó a sacar de una bolsa unos objetos de madera con formas raras que fue extendiendo cuidadosamente a su lado. Luego, metió la mano, una y otra vez, en el costal y empezó a esparcir por el trozo de suelo que nos separaba: hojas, semillas y unas hebras finas como hilos, pero que parecían resistentes. Durante un rato, ordenó todo aquello a su manera. Cuando lo hubo hecho, levantó la cabeza dirigiendo de nuevo su mirada hacia mí y recuperó la voz.

Al introducir las manos en tu vagina aprecié las nalgas en vez de la cabeza y traté de voltear al niño —ya para siempre dormido— sin conseguirlo. Mis instrumentos tampoco sirvieron. Había que esperar a que pasaran las horas, o los días, y aquel cuerpecito se encogiera para poder salir por tu pelvis estrecha, todavía no preparada para un embarazo ni un parto. Mientras, era importante cuidar de ti para que no siguieras el destino de tu hijo. Había que introducirte agua por la boca porque si no, poco a poco, dejarías de orinar y a un estado de ausencia pronto se le añadiría otro. También, quería utilizar los jugos hervidos de las mezclas de mis plantas para hacer contraer el útero y ver si él sólo era capaz de hacer ahora lo que en su momento no había podido.

Mientras tú dormías ese sueño turbio, amenazante, conseguí ahuecar un tallo fino que se doblaba sin romper y pude hacerlo avanzar a través de tu boca, que mantenía abierta con otro palo. Cuando comprobé que ya estaba lo suficientemente dentro, hice un embudo con una hoja que ajusté al extremo del tubo que estaba fuera, y cada poco lo rellenaba con agua de hervir al fuego hojas de: Arivotaombelona, Kiatondra, Anantarika, Aika, Menarana, Ahipanala Lahy, Voararano, Kivolavola, Roingivy y Fanory, dejando que resbalara dentro de ti, gota a gota. Son las mezclas que utilizamos para hacer salir al niño en los alumbramientos difíciles.

Razafindra observaba mis artes en silencio mientras yo vigilaba la temible subida de la temperatura. Cada poco, posaba mi mano sobre tu frente y, a continuación, escuchaba tus latidos débiles y rápidos apoyando el tubo sobre tu pecho: «¡Cuántas veces había practicado con mi propia madre para aprender esa melodía del corazón!»

Así pasé la noche a tu lado mientras a mi memoria acudía con frecuencia el recuerdo doloroso de mi esterilidad: Sabía que si el niño no se encogía pronto para que pudiera sacarlo había peligro de que ahí encajado dejara unas huellas duras y fibrosas que no permitirían nuevos embarazos o diera lugar a la formación de agujeros temibles. Cuando amaneciera iba a intentarlo otra vez.

Entretanto, Razafindra se movía nervioso de un lado para otro hasta que, sin decir palabra, salió afuera para lamentar su pena; aunque yo sabía que su cabeza ya empezaba a alumbrar el pensamiento de un futuro sin su mujer ni su hijo.

Cuando la luz del sol penetró con fuerza en la cabaña, volví a meter las manos en tus entrañas buscando un espacio que me permitiera agarrar aquella criatura ya inmóvil y girarla, o meter las palas y tirar de ella hacia afuera. No pudo ser y había que seguir esperando. Lo intentaría de nuevo al anochecer, aun temiendo que el útero enfurecido te desangrara en la oscuridad sin más luz que la de la hoguera, que asfixiaba más que iluminaba. Pero había que hacerlo y tenía preparada una mezcla de hervido de hojas de: Hazofely, Ramandriona, Ramiavona y Ramioly, por si la sangre corría sin parar. Por entonces ya había pasado un día y, ahora, cada tiempo de más aumentaría sin remedio los riesgos de la fiebre o de las roturas internas.

De noche tampoco pudo ser…

Mañana o nunca —pensé, y así se lo hice saber a Razafindra, quien ya había ablandado su dolor y ahora contemplaba entre atónito e indiferente tu cuerpo dormido, debilitado y deformado por la hinchazón.

La temperatura no parecía subir, pero tus latidos seguían alejándose con prisa y, desde aquella emisión vergonzante que se había producido cuando el bebé bajó y se quedó encajado en la puerta de salida sin poder dar marcha adelante ni atrás, ya no habías vuelto a orinar. Con las primeras luces del sol asomándose a la cabaña, lo intentaría otra vez. Yo ya llevaba muchas horas sin dormir y, durante un rato, que me pareció toda una noche, el cansancio pudo conmigo.

Razafindra, a quien el olor parecía golpearle más que la pérdida del hijo, ya se veía huyendo de nuevo, esta vez no del hurto y de la justicia sino del sufrimiento continuo que, por una causa u otra, es la vida cotidiana de las gentes de nuestro pueblo.

Me despertó con una sacudida brusca. Lo hizo porque sintió que las tablas del suelo repiqueteaban de forma rápida y rítmica al son del golpeteo de tu cuerpo temblando contra ellas, anunciando el calor que vendría después. La infección se había puesto en marcha y no había tiempo que perder. A la noche aún le quedaba un rato largo para languidecer, pero era la última oportunidad de salvarte, pensé con determinación.

Razafindra avivó un poco el fuego y yo unté las manos con estas hojas que ves aquí. Al tiempo, puse a calentar este objeto de punta afilada y borde cortante.

La partera hizo una pausa y buscó un tallo tierno entre lo que momentos antes había sacado de la bolsa y estaba esparcido ordenadamente a su lado. Con una mano cogió el tallo y con la otra aquel cuchillo con forma rara que encajó en su palma, fijándolo con firmeza entre sus dedos gordo y el que señala. Sin pensarlo más, segó el tallo con un movimiento firme y rápido produciendo un corte fino y limpio que dejó sangrando los dos extremos con unas gotas transparentes. Me estremecí sintiendo el corte en mis carnes, y ella percibió mi dolor imaginario, aún sin mirarme. De inmediato me tranquilizó aplicando sobre los tallos llorosos una pasta que detuvo su goteo. Al tiempo, me señaló otras hojas que al masticarlas dormían los sentidos y hacían el cuerpo insensible, borrando la conciencia. A continuación, seleccionó entre sus objetos un palo pequeño y fino con punta afilada en un extremo y un pequeño agujero en el otro, a través del que pasó una de aquellas hebras que parecían hilos. Entonces, atravesando uno y otro tallo, los volvió a unir y a continuación selló la herida con otra pasta envolviendo la atadura. Ahora, hay que dejar que el tiempo haga el resto, dijo satisfecha de su actuación y resultado. La herida cicatrizará, añadió con orgullo, y de nuevo se dirigió a mí.

Ya viste los instrumentos que usé para sacar a tu hijo: allí atrapado a la salida. Cuando todo estaba listo, le indiqué a Razafindra que acercara tu cuerpo trémulo al fuego, con las piernas enfrentadas al calor y a la luz de las llamas, y que las abriera de forma decidida, manteniéndolas así sin la mínima vacilación. Lavé bien con agua entre ellas y, momentáneamente, logré ahuyentar el olor desparramando un líquido que obtenía de unas flores con un aroma intenso. Luego froté tu piel con las mismas hojas que había usado yo para limpiar mis manos, antes de ocultarlas dentro de ti para coger la presa. Mis dedos huesudos resbalaron, pero esta vez ya había un pequeño hueco que me permitió meter primero una de las palas y luego la otra hasta que logré girar aquél cuerpo quietecito tan bien arrinconado. Al fin, pude tocar unos dedos que se asomaban para decir adiós a una vida que no había siquiera empezado y, abriendo esta piel que ahora te curo, tiré con fuerza del niño. Su espacio, ya vacío, fue inmediatamente ocupado por un chorro de orina que corrió enfurecida a través del agujero que lo comunicaba con la vejiga. Su cuerpo inmóvil, apoyado contra ella durante tantas horas, fue haciendo esa ventana. Es la fístula: la maldición oculta de los partos que se atascan y que afecta a tantos millones de mujeres que, como en tu caso, no tienen acceso a un hospital en el momento del alumbramiento. Tú, mientras, permanecías inconsciente debatiéndote entre acompañar en paz al hijo perdido o quedarte.

La partera se interrumpió y salió deprisa de la choza a vomitar su angustia. Cuando entró, me dio a masticar unas hojas y durante un rato estuvo callada mirando distraídamente los rayos de un sol ya débil que se despedía con algo de pereza, o así me lo parecía a mí, mientras mi cuerpo se empezaba a relajar. Yo ya sabía que a los 14 años estaba sola en la vida.

Razafindra se llevó el cuerpo al bosque y tras enterrarlo —no quiso regalárselo a los cocodrilos— regresó a la cabaña donde tú volvías a temblar, golpeando rítmicamente las tablas del suelo, esta vez más débilmente, como si la fiebre se estuviera también agotando. Le expliqué lo que tenía que hacer para cuidarte, y si él me requería acudiría cuando así fuese. Me pagó mis servicios con una mirada de desprecio a la que no respondí. Recogí con cuidado mis instrumentos y me fui al río a lavarlos. Cuando regresaba a mi cabaña pasé por delante de la tuya y vi que estabas sola. Entonces entré…

Ese atardecer los temblores no te visitaron y en la noche te arrancaste la sonda vegetal. Luego balbuceaste algunas palabras incoherentes, te moviste agitadamente y a tientas buscaste a tu hijo.

Ahora ya puedes recordar tú —me dijo.

Y se marchó…

¿Quieres descansar? —preguntó la ginecóloga a Vohilaba, quien ahora desvió su mirada hacia un punto del vacío para ocultar su tristeza.

Vohilaba no respondió, pero la ginecóloga sabía que pasado un momento desearía continuar su relato. Aprovechó para servirse una taza de café, y tomó unas notas mientras dejaba que se enfriase. Luego, alzó la vista y su mirada se detuvo en los pequeños pies de Vohilaba colgando desnudos de la camilla —con unas uñas que parecían piedrecitas brutas, toscos guijarros embadurnados de barro ya endurecido— dejando ver el desgaste que le habían producido una vida errante y llena de carencias, que los hacía de cuero desde que empezaban a caminar.

El hábito de ir descalzos también debe formar parte de su cultura —pensó—, pues Vohilaba disponía de unas zapatillas de las que se desprendía en cuanto no la vigilaban: como si fueran unas prótesis inútiles, que entorpecen el andar.

Al fin, miró fijamente a Vohilaba y le dijo: «Continúa hablando si lo deseas».

Vohilaba recuperó el hilo con un suspiro e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

La partera me contó que Razafindra olió de nuevo la orina, que había vuelto a formar un charco bajo mi cuerpo inmóvil. Entonces, se dirigió a ella y le preguntó si esa compuerta abierta se cerraría pronto o se quedaría así para siempre. Ella lo miró a los ojos y le confirmó sus temores. Él volvió a la cabaña, levantó una tabla del suelo y de una caja de madera cogió los billetes que guardaba, depositó algunos en mi mano inerte mientras yo sollozaba aun dormida, asió con fuerza su azadón, le dio otros billetes a ella, y dijo que cuando ya estuviera despierta me contara todo y cuidase de mí hasta que me recuperase. A continuación, sin mirar para atrás, empujó la canoa al río y se marchó para siempre…

Vohilaba bajó su mirada al suelo frío de unas baldosas que, en tan poco tiempo, ya parecían viejas, y se quedó callada durante un rato, como si se hubiera vuelto a vaciar.

La ginecóloga aprovechó el momento para ofrecerle agua y una tableta de chocolate, que tanto le gustaba. Entonces, abrió la ventana para sentir que temperatura hacía en el patio exterior. Aunque ya era de noche y pronto empezaría a refrescar, el aire aun conservaba el suave calor del atardecer. Le propuso a Vohilaba dar un pequeño paseo por el jardín y ella asintió de buena gana. Llevaba unos días encerrada y se sentía cautiva. Allí fuera le resultaría más natural continuar con su historia. Al cabo de un rato se sentaron en un banco y la ginecóloga le preguntó: «¿Qué pasó después?».

La partera cuidó de mí hasta que los dolores desaparecieron y pude empezar a manejarme por mi misma. Mientras, ella se encargaba de traerme y prepararme la comida del día, alternando el pescado que le compraba a los pescadores —que a veces se lo regalaban— con otros productos de la tierra que hervía mezclados con algo de arroz —cuando lo conseguía—, aprovechando también hasta las últimas gotas del caldo que me obligaba a beber.

Mi cabeza —vacía de futuro— y el olor continuo de mi orina —filtrándose sin descanso— me recluyeron en la cabaña donde podía llorar a gusto. Pasé todo ese tiempo muda. Sólo era capaz de decir gracias a aquella buena mujer, sin ni siquiera haberle preguntado cómo se llamaba, hasta que una mañana, que lucía un sol hermoso, le pedí que me dijera su nombre y me contara quién era, cómo había llegado hasta allí y, sobre todo, por qué me cuidaba de esa manera si yo no le ofrecía más que trabajo y tristeza.

Me sonrió con ternura y, cogiéndome de la mano, me condujo hasta la pradera, en un lugar aislado de las cabañas. Era el primer día que me alejaba un poco de la penumbra de mi choza y de la oscuridad de mi vida. Al respirar ese aire puro con los aromas de la naturaleza, tan distintos al que día y noche inundaba todos los rincones de mi cabaña, sentí un impulso para tratar de vivir. Me dejé guiar sin resistencia, hasta que nos acomodamos en la sombra y me empezó a contar su historia entre los silbidos y trinos de los pájaros que se hablaban unos a otros como si estuvieran discutiendo o riéndose a carcajadas, pues tal era el griterío.

Primero, me habló de cómo era la vida en nuestra tierra cuando nosotros no éramos su dueño y nuestro esfuerzo y trabajo solo nos dejaban las migajas.

Recuerdo perfectamente sus palabras…

El lugar donde yo nací no era la excepción —dijo entonces—. Los franceses eran los amos y su riqueza la basaban en la explotación del té y de las plantaciones de vainilla, que desaparecían con destino a un mercado —allá lejos— para el que había que empaquetar cajas y cajas que eran transportadas por camiones que entraban y salían del pueblo sin parar, hasta que los caminos se transformaron en calles, las calles en carreteras y aquella aldea de casas, que antes no tenía sentido, fue creciendo y el pueblo se hizo ciudad.

Yo no conocía nada de aquello y me costaba representarlo, pero empecé a sentir una curiosidad cada vez mayor por seguir escuchando a aquella mujer, buena y misteriosa, sin cuya ayuda yo habría seguido el destino de mi hijo. Le pedí que continuara contándome… Entonces, aplastó el trozo de hierba que había entre nosotras, cogió un palo y empezó a trazar en el suelo unas líneas que se cruzaban de forma caprichosa: unas, más estrechas, que eran los caminos; y otras, más anchas, representando las calles que, poco a poco, fue bordeando con pequeños montones de tierra húmeda que amasaba entre sus dedos para darles forma, simulando casas hechas de barro rodeadas por muchos palitos que clavaba en el suelo de forma más desordenada para representar nuestras típicas chozas. A medida que el pueblo iba creciendo, empezó a colocar piedras salteadas de diferentes tamaños, diciendo que ésas eran las casas de los amos o los edificios donde trabajaban y que daban vida a la ciudad. Finalmente, eligió dos guijarros más grandes para destacar su importancia sobre los demás. A ésos los llamó: «iglesia y hospital». ¡Ah!… En el centro de todo aquello dejó un hueco que rellenó con hojas juntas, figurando un gran mercado. Me explicaba cada cosa a medida que iba construyendo la ciudad que ella recordaba y, entonces, comprendí que lejos de mi vida primitiva había un mundo de esperanza que no había logrado imaginar y al que mi padre me había cerrado sus puertas.

El sol empezaba a calentar y Marie me preguntó si quería volver a la choza, pero en ese poco tiempo que llevaba fuera ya odiaba mi casa que ahora veía como la cuadra del cebú que supuso mi maldición.

¡No, no! «Deseo seguir aquí, al aire libre, viendo por un rato la vida» respondí.

Marie esbozó una sonrisa de complacencia y, antes de continuar con su historia, me explicó lo que es un hospital.

Yo no podía concebir algo así, pero mi imaginación fue rellenando los espacios vacíos de una gran choza de piedra y ladrillos que debía tener muchas otras dentro —con camas y bolas que dan luz, como las que había en el sitio donde Alahady se fue para aprender—. También, se entretuvo en representar con unos palitos una mesa en la que unos hombres y mujeres (a quienes llamaba médicos) podían dormir a una persona y abrir su piel para entrar dentro de su cuerpo sin que lo supiera.

De pronto, sentí como el líquido se escapaba entre mis piernas y de forma inconsciente dirigí mi mano hacia esa parte, apretándola fuertemente contra el agujero oculto. Marie se dio cuenta rápidamente de mi gesto y en su mirada percibí un brillo especial.

—¡Mira, Vohilaba! ¡Escucha bien!

Nuestros chamanes no pueden curar lo que tienes, pero me imagino que los médicos que usan los instrumentos como los que tengo yo sí, aunque nunca lo vi hacer, pues nos conocen por dentro y cortan y quitan lo que está enfermo, o roto, y luego cosen lo que se queda sano usando unos hilos finos que hacen entrar y salir por los bordes hasta que los sitios que abrieron se quedan cerrados: «Es lo que hice yo con el tallo que corté y luego uní».

Mientras hablaba, hacía unos gestos con las manos representando lo que decía para hacérmelo entender y sentí un escalofrío que no podría definir. Tal vez la vida me daría una oportunidad, pero no iba a ser allí. Por mi cabeza pasó una idea como un rayo de esperanza…

Una ráfaga de aire leve como un suspiro acompañó un lento movimiento de su cabeza, me miró a los ojos y sentí que, sin necesidad de abrirme, ella acababa de entrar en mis pensamientos. Fue como cuando usted, doctora, se acercó a la camilla en la que yo esperaba a que me examinara por primera vez y noté que me desnudaba con la mirada para saber cuál era mi mal sin levantarme la ropa.

Marie mantuvo su mirada fija guardando silencio durante unos instantes que me parecieron eternos… Esperaba sus palabras llena de ansiedad e incertidumbre. Entonces, sin dejar de mirarme, dijo con voz firme:

Vohilaba, ahora continuaré hablándote de mí, pero mañana, cuando los pájaros nos despierten al amanecer, nos vamos de aquí. Yo no te abandonaré y juntas buscaremos un mundo mejor.

Una corriente estremeció mi cuerpo de arriba abajo y me puse a temblar de emoción y agradecimiento. Yo no fui capaz de responderle, pero ella fue capaz de leer esta vez en mis ojos y supo que eso era lo que deseaba con todas mis fuerzas. Los días previos, sentía la angustia de pensar que cuando me curara de las heridas del cuerpo ella ya habría cumplido con su deber de atenderme por el dinero que le había pagado Razafindra… Y, entonces, se marcharía. Yo no podía seguir viviendo allí; sin nadie, sin nada. Estaba en medio de una naturaleza tan hermosa como salvaje y sola no hubiera sobrevivido en la huida a ninguna parte.

Marie vio como mis ojos se aguaban… Ella respondió entornando los suyos con un gesto dulce hasta que empezó a hablar de nuevo, con voz tenue para no interrumpir el concierto de los pájaros.

En un momento determinado, se fijó en una de las piedras y empezó a recordar su pasado…