Capítulo 5

La noche había avanzado sin que Juliette fuera consciente de la hora que era… La voz de Razafindra se apagó cuando los pájaros que dormían en el gran árbol que daba sombra al patio al que se abría la ventana del despacho empezaron a percibir la proximidad del amanecer y, poco a poco, se fueron despertando, recibiendo al nuevo día con sus trinos alegres. Durante un rato se entretuvo dejándose llevar por esa melodía alegre que regala la naturaleza.

De pronto, sintió el cansancio en los dedos, el cuello y la espalda. Guardó el ordenador en el cajón y se tumbó en la camilla, esperando a que un par de horas de sueño la repusiera para empezar otra jornada. Seguro que fuera, a estas horas, ya se amontonaban las esterilidades, las hemorragias y los bultos esperando el momento de la consulta y de las ecografías que tanto les gustaba hacerse, pensó. Cerró los ojos y de inmediato se durmió.

Hacía un rato que había amanecido cuando el ruido de unos nudillos llamando a su puerta la despertó de un sueño inquieto.

—¿Pero qué hora es? —se preguntó.

Con un gesto instintivo miró el reloj y comprobó que apenas había dormido.

—¡Adelante! —dijo con una voz que sonó extraña en el hueco de un bostezo—. Entró la enfermera para comunicarle que a esas horas Vohilaba volvía a tener un pico de fiebre. Se desperezó rápidamente para lavarse la cara y recoger su pelo desordenado en un moño, antes de dirigirse a la habitación donde Vohilaba ardía. De nuevo, le cogió la mano comprobando su pulso acelerado y con una caricia la tranquilizó diciéndole que hacía menos de veinticuatro horas que había empezado el tratamiento y que aún era pronto para que notara una mejoría. Aplicaron frío sobre su cuerpo tembloroso y, al rato, Vohilaba se fue sumergiendo en un sueño sosegado, profundo, reparador.

Cuando, apenas tres horas después, se despertó se encontraba mejor y la temperatura había descendido ligeramente respecto a la que tenía a la misma hora del día anterior. Le comunicó a la enfermera que deseaba ver a su doctora y se pasó el día esperando la visita y poniendo en orden sus recuerdos. Quería contárselo todo desde el momento en el que huyeron de la aldea dejando atrás una vida rota…

Ahora, conocía todos los detalles de lo que había ocurrido desde que, cobijándose en la noche, iniciaron el camino hacia un lugar incierto, cargando con su equipaje más ligero: una hoja bien afilada, él; y la cesta vacía de sentimientos, ella.

Al finalizar su larga jornada de trabajo, Juliette cogió su bloc de notas y se dirigió a la habitación de Vohilaba, que la esperaba inquieta por seguir contándole su historia. Aunque se encontraba cansada, deseaba conocerlo todo acerca de la vida de aquella joven por la que ya sentía un afecto especial. Percibía su olor cargado, pero no le molestaba. Se sentó a escuchar y escribir al borde de la cama, donde Vohilaba empezó a recordar otra vez con voz tenue, a veces interrumpida por suspiros profundos y otras porque no encontraba las palabras y se mordía sus gruesos labios esperando a que brotaran de nuevo. Por fin, el cansancio le pudo y la ginecóloga le ordenó descansar. Con un gesto cariñoso, le acarició la frente y le aseguró que al día siguiente tendría fuerzas renovadas para seguir aflorando sus memorias.

Cuando la ginecóloga cruzaba el umbral de la puerta oyó que Vohilaba, ya sin dirigirse a nadie, susurraba:

No sé si se podré dormir… pensando en aquel cuerpecito que no pudo salir y nunca pude estrechar…

La ginecóloga se detuvo un rato, de espaldas a la habitación, con esas palabras retumbando en su cabeza de médico y en su sentimiento humano. Entonces, se dirigió con paso firme a su despacho y cerró la puerta con llave para que nadie la interrumpiera. Primero, estuvo cotejando las notas que había tomado con las descripciones y fotos que encontró en su libro guía de referencia, para ubicar los lugares en los que presumiblemente discurría la historia de Vohilaba. A continuación, sacó el ordenador del cajón y se puso a escribir. Una luz tenue, la justa, iluminaba la habitación… La voz de Vohilaba sonaba imaginaria… acompasada por el ruido rítmico del teclear, con pausas estudiadas para tomarse un respiro y darle nuevos ímpetus a unos dedos que volaban avanzando sobre el sendero que había trazado la vida en aquél cuerpo que se quería deshacer de los temblores de la infección.

No sé si algún día llegué a sentir por Razafindra algo parecido a querer, pero aquella noche dormí en paz. Antes del amanecer, nos pusimos en marcha y caminamos durante todo el día y gran parte de la noche entre bosques de ravenalas, alejándonos todo lo deprisa que podíamos de un pasado tan cercano como ya lejano, sin otro rumbo que el que indicaba el instinto de supervivencia, hasta que la fatiga y el tenue calor de un nuevo amanecer nos permitió un descanso en un territorio arbolado, propiedad de los «makis», que nos vigilaban con ojos de asombro desde las copas de los árboles frondosos que escuchaban en silencio el palmeo de los gigantescos bambúes.

Los días siguientes, anduvimos durante largas horas por senderos de tierra sembrados de piedras y pinchos que los pies desnudos no sentían. Cruzamos furtivamente aldeas de chozas donde se reproducía el mismo estilo de vida que conocíamos: hombres sentados o andando hacia ninguna parte, que miraban con indiferencia a esa pareja de desconocidos que pasaba con su equipaje de carencias; mujeres o niñas con pesadas cargas en su cabeza y dos ojitos curiosos asomando a su espalda; gallinas y sus polluelos piando que corrían de un lado para otro sin sentido; cerditos atados dando cuenta de los restos de basura, o metiendo sus hocicos siempre sucios en la tierra buscando tubérculos o gusanos escondidos; y niños con mocos ya secos y pegados como palos, o recién salidos y aún espumosos, y los vientres hinchados como balones en cuerpecitos desprovistos de carne. Comíamos las hierbas y los frutos que podíamos, y cuando el hambre arreciaba siempre había una gallina ingenua que la calmaba.

Tras aquella confesión, que supuso el único momento que sentí su persona, Razafindra no perdonaba la llamada del sexo —la suya— y, aprovechando cualquier descanso, vaciaba su deseo sustituyendo su mano por el hueco que me había horadado. Yo lo único que sentía era mi intimidad dolida y profanada, como la primera noche, y no entendía por qué él emitía ruidos extraños y se convulsionaba al acabar sus embestidas, justo antes de retirarse y sumirse en la flacidez.

Después de errar durante muchas noches y varias lunas, dimos con una carretera que parecía anunciar una vida distinta. No sabíamos si ir hacia adelante o hacia atrás, si hacia el amanecer o hacia el anochecer, cuando un coche desvencijado, que sonaba poniéndole ritmo a los baches, pasó por delante de nosotros y nos decidió el camino a tomar. Nuestro sentido de la observación nos permitió ver una cruz pintada en una de las puertas y advertir que el coche iba ocupado por esas mujeres extrañas totalmente cubiertas de ropa limpia, que a veces veíamos cruzar el río. Pensamos que si seguíamos en aquella dirección nos llevaría a donde viven.

Cuando se alejaron, yo tuve recuerdos nostálgicos de mi amiga Alahady.

Mucho tiempo después, supe que al día siguiente de iniciar la huida, unos hombres aparecieron en mi aldea y localizaron a mi sustituto: «el cebú robado». Buscaron a Razafindra y, como no lo encontraron, le dieron una paliza a mi padre y se llevaron al animal que apenas había disfrutado de la nueva familia. Entonces, las carencias se acentuaron aun más durante el tiempo que mi padre no pudo salir a buscar el sustento diario en los arrozales, y mis dos hermanos, aun niños, tuvieron que convertirse en hombre y mujer. La comida era siempre escasa y primero tocaba amortiguar el hambre de los mayores, por lo que apenas quedaban los restos para ellos. Las piernas y los brazos se adelgazaban, los ojos se agrandaban, y el vientre se abombaba, como si mi hermana esperara un hijo y mi hermano tuviera guardado dentro un balón. Un día, el pequeño Vary empezó a toser, y, otro, le subió la temperatura del cuerpo tras temblar de frío. Las pocas fuerzas se iban apagando y los ojos, que ya ocupaban casi toda la cara, se estaban hundiendo. Mientras mi padre se recuperaba lentamente, su mujer dormía el tiempo siempre sentada mirando al vacío, ése era su paisaje, esperando tranquilamente, inútilmente, a que todo se acabara. ¡Maldita sea! La tos no cesaba, pero el hambre ya no martirizaba porque había desaparecido el apetito. Los temblores del frío y el calor que llegaba después continuaban ya con un ritmo perfecto, siempre a la misma hora del día. De pronto, un golpe de tos escupió una saliva roja…

El pequeño Vary estaba muy mal y nadie sabía lo que le pasaba… Los llantos de Siramamy conmovieron a la madre de Alahady, que convenció a su marido para llevarlo a la escuela donde estudiaba su hija: «La Misión de Tangainoni». Allí, las monjas —así se llaman esas mujeres que cruzaban el río vestidas de una forma tan especial y una cruz colgando del pecho— también atendían a las personas enfermas y les daban unas bolitas que tenían que tragar, o les metían un líquido en el cuerpo con unas agujas muy finas, que hacían milagros. A los que venían de lejos o estaban muy enfermos les daban cobijo y alimentos, los lavaban, y los dejaban descansar sobre unas camas entre ropas limpias, hablándoles con palabras que siempre sonaban bien y acentuaban cuando decían «dios o la virgen».

Cuando llegaron a la Misión ya era tarde.

A pesar del tratamiento, la tuberculosis no quiso esperar más y, a los pocos días, se llevó al pequeño a dar ese paseo sin retorno. La desnutrición y humedad del rio fueron sus fieles aliados para acabar con una vida inocente que apenas había empezado. Siramamy, ya sola y agotada de tanto sufrir, con nuestro padre abandonado a la miseria y yo huyendo por no se sabe dónde, fue acogida en la Misión. Allí comenzó una nueva vida ayudando a las monjas en las tareas de limpieza y otras labores hasta que aprendió a leer y escribir.

Razafindra y yo seguimos caminando durante muchos días, dejando atrás valles áridos sólo salpicados de tarde en tarde por algunos cactus y los amistosos baobab, siempre ahí para apagar la sed y, con su presencia aislada, recordar al viajero su soledad. Así fue, hasta que las montañas aparecieron en el horizonte y el paisaje se tornó bello y voluptuoso, acogiéndonos con la complicidad de su espesura en una marcha que aun no había encontrado su destino…

La ginecóloga interrumpió momentáneamente el relato de la joven para reflejar la lujuria de la naturaleza salvaje de ese lugar, viendo las fotografías que encontró en su libro cuando, de forma imaginaria, trazó el itinerario seguido por Vohilaba y Razafindra adentrándose, por fin, en una tierra regada por floridos arroyos, que a su paso bañan con sus aguas umbríos bosques de palmeras, bambúes, ravenalas, cocoteros, laureles, mimosas, árboles del pan cargados con grandes frutos verdes, eucaliptos, y un sinfín de plantas aromáticas de flores: unas abriéndose a los primeros rayos del sol, otras resguardadas en impenetrable sombra, tejiendo una sinfonía de colores y vida animada por millones de mariposas y pájaros bailando en el cielo. A esa fiesta también se sumaban los lémures: los «babakoto» —un mestizo de cabeza negra y espalda blanca, el más grande de todos, que alerta con sus gritos de bienvenida la llegada a los territorios del sur—, los «catta» —con su cola elegantemente adornada con anillos blancos y negros— y los «sifaka» —los más graciosos— que entretienen la mirada cuando componen una extraña coreografía dando saltos sobre sus dos patas traseras.

La voz de Vohilaba sonó recuperada, recordando que en un punto cualquiera del camino la tierra entre montañas se refrescó en un anchuroso río, en una de cuyas orillas había una aldea con tres o cuatro veces más chozas que las de su poblado natal.

Desde hacía unos días, yo sentía dolor en el estómago y había perdido el apetito. Allí no estaban aquellas mujeres con ropas especiales a las que íbamos siguiendo, pero mi cansancio dijo: ¡Basta! Había una barca, algo más grande y mejor compuesta que la que antes había manejado Razafindra para cruzar de una orilla a la otra, también tirando de la cuerda, y ése sería un buen sitio para quedarse y encontrar trabajo —masculló él—. Ya llegaría la oportunidad…

Sobre unos pivotes de madera, en pocos días, entre los dos levantamos la cabaña que cubrimos con hojas de ravenala. Luego, él construyó una canoa.

En el tiempo allí vivido apenas nos relacionábamos con los vecinos. Mientras Razafindra pescaba, yo apenas me movía de la cabaña sumida en la soledad, la nostalgia, las ausencias, la ignorancia, el rechazo (nuestros rasgos eran de origen africano y nos menospreciaban) y la falta de alguien a quien poder querer y por quien vivir. Los dolores seguían golpeando el estómago y no era por hambre, pues el apetito había sido sustituido por los vómitos —ya casi secos—, y, desde hacía una luna, el flujo menstrual había desaparecido. No supuse que estaba embarazada hasta que dentro noté un movimiento extraño, como una patada de rebeldía ante esa vida cuya frontera era ahora la orilla de enfrente.

Un día, una mujer, también de otra etnia diferente a la de la mayor parte del poblado, se adentró en la cabaña donde yo lloraba mi infortunio… Se acercó y se sentó a mi lado, acariciándome el vientre abultado por debajo del ombligo con una suavidad que contrastaba con el aspecto rudo de unas facciones castigadas por el tiempo… O por la vida. Me cogió la mano, y me prometió que me ayudaría a nacer el niño. Así fue como me confirmó que esperaba un hijo… Ahora había que quedarse allí. De momento… la huida había encontrado un destino ya muy alejado.

Esa noche, se lo comuniqué a Razafindra, quien acogió la noticia sin sorpresa y sólo mostró la alegría vulgar de la virilidad. Entonces, yo sentí que el niño era sólo mío.

El tiempo de embarazo se me hizo muy largo y duro por las continuas y crecientes molestias producidas por un ser que al crecer no cabía en mi vientre, todavía infantil. No podía imaginarme alumbrando esa vida, salvo que me abriera por la mitad.

La mujer que iba a hacer de partera me visitaba cada vez con más frecuencia a medida que pasaban los días y, cuidadosamente —con sus manos toscas pero de roce amable— medía el abombamiento para calcular el momento esperado con tanta impaciencia.

Razafindra vivía ajeno a todo ese tiempo mágico y parecía que sólo le importaba que se acabara de una vez, para dejar el hueco para el siguiente. Mientras, ya había conseguido empezar a tirar de la cuerda del barco de vez en cuando, aprovechando no se sabe qué enfermedad de uno de los braceros habituales, que cada vez lo debilitaba más y le pedía ayuda para sumarse cuando había que transportar las camionetas más grandes y pesadas. Gracias a eso, poco a poco, fue abandonando la pesca y, con ella, la imagen terrífica que suponía del padre en su último momento, de la que no se podía librar cada vez que entraba en la canoa.

Una tarde, empecé a sentir unas contracciones dolorosas…

La ginecóloga llevaba varias horas absorta tecleando el ordenador, haciendo avanzar y retroceder el cursor sobre la pantalla, una y otra vez, para escribir, y muchas veces borrar, grandes párrafos que no le gustaban, hasta que, finalmente, los rehacía con su propio lenguaje culto, siempre fiel a la historia que iba desgranando Vohilaba.

—¿Pero qué hora es? —se preguntó, cuando al levantar la vista de la pantalla vio que otra luz se empezaba a colar en el despacho a través de la ventana.

Entonces, sin mirar el reloj, se dio cuenta de que estaba amaneciendo. Guardó el ordenador y se tumbó en la camilla para descansar. Al mediodía, aprovecharía el momento del almuerzo para ir a su residencia y poner al día su higiene habitual. Se durmió de inmediato.

Tras apenas un rato de sueño profundo y plano, un sol tenue acarició su cuerpo invitándola a levantarse. Unos cuantos bultos esperaban pacientemente su turno en el antequirófano para ser extirpados…