Juliette interrumpió la escritura para tomarse un breve respiro. Hizo crujir de nuevo la silla al levantarse para preparar otro café, que sorbió son calma asomada a la ventana. La noche mostraba quietud. Una brisa suave arrastraba nubes que jugaban a apagar y encender la luz de una luna creciente.
Durante un rato, dejó que el aire moviera su cabellera rubia, que tanto le llamaba la atención a las nativas; ellas luciendo su pelo duro y rizado pegado a la cabeza, como si fuera una almohadilla para amortiguar el peso de vasijas llenas de agua, cestas de hierbas y grano, racimos enormes de bananas o troncos de madera: sus herramientas de supervivencia. Olía a mojado, por la lluvia caída en las últimas horas, y pudo aspirar con agrado esa humedad tan distinta a la que desprendía la joven Vohilaba.
Se sentó de nuevo, miró otra vez hacia la camilla, y cuando volvió a fijar su vista en la pantalla del ordenador, con el cursor en estado de espera intermitente invitándola a escribir, en su interior oyó la voz silenciosa de Vohilaba, ahora hablándole de su marido…
Se llama Razafindra y vio la luz en un lugar al sur de las tierras altas. Su aldea está en el medio de nada, a muchas horas de camino del pueblo por el que cruza una carretera que, en muchos tramos, el barro hace intransitable durante la época de las lluvias. Su padre se dedicaba al pastoreo y trabajaba para alguien que vivía en el pueblo, que se hizo próspero gracias a esa naturaleza que da comida inagotable a manadas de cebúes: el mejor amigo y el bien más preciado que tenemos los malgaches.
Razafindra era el mayor de 4 hermanos y acompañó a su padre desde que tenía recuerdos en su memoria. Se levantaban antes de que saliera el sol y no volvían hasta la noche. Su madre cuidaba de los otros hermanos y, todos los días, recorría mucha distancia para recoger agua y preparar el grano que constituía la base de la comida diaria.
Él se lamentaba de que no había tenido infancia, pues sus únicas compañías fueron los cebúes y su padre, y, desde poco tiempo después, el hermano que le seguía. Su mayor riesgo era el de tener que enfrentarse a los ladrones de cebúes, que los roban para engrosar otras cuadras o para demostrar el valor y el amor a una pretendida, aún sabiendo que si los descubren su destino es huir o acabar muertos a manos de los hombres que defienden los intereses del amo.
Un día desafortunado, su padre cansado de la miseria de un salario de subsistencia, se vendió por un puñado de ariarys a un tratante de ganado que le propuso mirar para otro lado durante la noche, dejarse amordazar y golpear levemente —pero aparentando una acción violenta— permitiendo así que se esfumasen una gran parte de los cebúes, con los mejores ejemplares. Cuando quiso cobrar la recompensa, fue rechazado y amenazado con ser delatado a su amo, lo que finalmente ocurrió. Por eso tuvieron que abandonar la aldea, igual que nosotros.
Escondidos entre las hierbas altas —como los leopardos— su padre y él aguardaron sin moverse a que el sol se acostase, para correr a casa y despedirse de su madre y hermanos por un tiempo que ya fue definitivo.
Sus perseguidores, siguiendo las órdenes del amo, tenían el encargo de hacer desaparecer a su padre; y si no lo encontraban se vengarían con él. Estuvieron todo el día merodeando alrededor de su cabaña sin encontrar a sus presas. Cuando, al fin, los esbirros desistieron de esperar por ese día, se despidieron de su madre violándola en presencia de sus hermanos. Esa noche, con poco más de diez años, los mismos que uno de los cebúes favoritos de su padre —por eso sabía su edad—, Razafindra aprendió que la fuerza y la violencia eran más poderosas que el sentimiento… Entonces, decidió adiestrarse en su uso para sobrevivir.
Juntos, su padre y él emprendieron la partida andando de noche, guiados por la oscuridad, y descansaban de día, siempre ocultos. Tardaron más de una luna en alcanzar los bosques de plataneros y ravenalas, donde la naturaleza era generosa en alimentos que les permitían seguir su huida a ninguna parte.
Un amanecer, al llegar a una aldea a orillas de un río, el padre decidió que se quedarían allí hasta que pasado un tiempo, en el que la edad ya los habría hecho irreconocibles para sus vengativos verdugos, pudieran volver a buscar a la madre y hermanos para traerlos a esta nueva vida. El padre consiguió una azada, como recompensa a varias jornadas de trabajo cargando bultos que transportaban por encargo, doblados por su peso durante muchas horas cada día. Así pudo empezar a construir la choza, cortando troncos y hojas de ravenala, hasta que, por fin, tuvieron cobijo al amparo de las lluvias que ya habían comenzado.
Ahora vivían a orillas del río y casi todos sus pocos vecinos eran pescadores. El padre también decidió serlo. No quería volver a trabajar para otros.
Cuando acabaron de construir la cabaña, cortaron un tronco ancho y largo, lo ahuecaron, lo destecharon, le dieron forma, y lo convirtieron en una barca. Hacer los remos les resultó mucho más fácil.
La ginecóloga interrumpió la escritura y abrió su libro guía de Madagascar, para contemplar las hermosas fotografías que mostraban esos lugares en los que la tierra se desparrama hacia las inmensas llanuras de la sabana de Isalo, donde había nacido Razafindra.
Al rato, la voz de Vohilaba, que a esas horas descansaba tranquila, volvió a sonar muda en su cerebro…
A los pocos días de nuestra huida, cuando el sol apuraba sus últimas luces colándose como una bola roja allá al fondo, nos topamos con un río bordeado por una vegetación espesa, que ocultaba unas pocas chozas en las que la vida no se notaba. Razafindra me ordenó permanecer en un sitio hasta que él volviera de inspeccionar la orilla. Apenas tardó en reaparecer. Se movía ágil y silencioso entre los ramajes densos que nos ocultaban. Al llegar a mi lado se sentó y, susurrando sus palabras, dijo:
Hay una barca a poca distancia de aquí. Aprovechando la luz de la luna, cuando tenga la certeza de que la aldea duerme, la cogeremos para cruzar al otro lado. La distancia es corta para mí. Tú… lo único que tienes que hacer es seguirme en silencio y dejar de temblar.
No sé cuánto tiempo de la noche había pasado cuando Razafindra, de pronto, se incorporó y siseando, casi sin que lo pudiera oír, me apretó el brazo tirando de mí y dijo:
—¡Chist! ¡Vamos!
Yo le seguí en silencio, pero temblando. Me hizo subir a la barca. Apenas acababa de poner los pies encima cuando, con un movimiento rápido, desató el nudo de la cuerda que la mantenía anclada a la orilla. Lo siguiente que vi fue a él tirando con fuerza de la otra cuerda que unía las dos orillas, mientras ya nos alejábamos. Entonces se oyó un grito amenazante, que le dio más velocidad a nuestra huida. Cuando desembarcamos, corrimos durante un rato hasta que encontramos un claro donde pasar la noche. No hacía falta hacer fuego. La luna estaba encendida y brillaba. Yo, agotada y temerosa, me dejé caer sobre la hierba y empecé a llorar en silencio. Razafindra se tumbó a mi lado y con voz pausada me habló así:
—Pronto aprendí a sentir el mordisco del pez en el cebo y me resultaba fácil conseguir las presas. Con el paso del tiempo me fui desarrollando físicamente, el sexo brotó de pronto en mi vida casi sin darme cuenta, como lo hacen las flores en la primavera, y empecé a desear satisfacer mis erecciones. No tenía amigos, pues nunca fui niño. Mis relaciones, hasta entonces, habían sido mi padre y los cebúes, mi espacio de juegos la cuadra, y sólo era capaz de expresarme con pocas palabras y de forma autoritaria, como si todo lo que me rodeara fuera ganado. Al final acaba siendo uno como ellos. Me pasaba el día remando de un lado a otro del río buscando los bancos de peces, para que fuera mi padre el que sentado lanzara el hilo con el cebo, esperando a notar el tirón. Así, conseguí endurecer mis músculos y empezar a hacerme temer entre los chicos de mi edad, que me veían más fuerte que ellos. Poco a poco me fui cansando de ese trabajo. Comíamos pero no progresábamos. Mi mundo se reducía a mi padre, el agua y los peces, con los que además no podía hablar.
Cuando dejé atrás la niñez, veía con envidia como dos jóvenes de la aldea de enfrente y otros dos de la mía trabajaban tirando de las cuerdas para cruzar la barca de una a otra orilla, transportando gente y, de tarde en tarde, algún vehículo. Me atraía cambiar mi actividad, pues ese trabajo me permitiría relacionarme con hombres de mi edad y otras personas, y me abría un mundo nuevo. El trabajo era sencillo, sólo había que tener algo de maña y un poco de fuerza —de la que yo andaba sobrado— para mover unas tablas que se sujetaban sobre los bidones que las sostenían.
Un día, uno de los chicos se aplastó un pie que le quedó atrapado entre la barca y la rampa de desembarcar. Nunca más pudo volver a hacer el trabajo de barquero y yo lo sustituí.
Yo escuchaba temerosa de todo, inmóvil, con los ojos cerrados. De pronto, se calló y se levantó pausadamente sin hacer ruido. Algo que yo no oí lo había alertado. Me incorporé ligeramente y él me detuvo. Con paso lento, pareciendo flotar sobre el suelo, se dirigió hacia la arboleda cercana para inspeccionar la zona. Ahora si pude oír un ruido de ramas y hojas al lado del claro donde descansábamos. Contuve la respiración, pero mi cuerpo se puso a temblar otra vez hasta que lo vi regresar, ya pisando la hierba. No hay que alarmarse: «Son los "makis" (lémures) nocturnos», dijo con voz tranquilizadora. Ya relajada, me recosté de nuevo y volví a cerrar los ojos. Esta vez, él se quedó sentado a unos metros de mí y, al poco, se puso a hablar, como si estuviera sólo:
En la orilla de enfrente había una joven que casi siempre estaba lavando ropa, o recogiendo agua, o descansaba sentada, o miraba de pie el ir y venir de la barca, a veces con su hermanito colgado sobre su cintura que le hacía un hueco para que se acomodara, insinuando unas curvas tentadoras. Ella no se daba cuenta, pero sus facciones y su figura aun aniñada me atraían, y cada vez que la veía buscaba sin éxito la complicidad de su mirada.
Había perdido la cuenta de cuánto tiempo hacía que mi padre y yo habíamos abandonado nuestro antiguo hogar. Echaba de menos los atardeceres, el aire limpio de la sabana y su paisaje despejado, como dejando ver que detrás del horizonte de esa inmensa llanura hay algo distinto, un porvenir con el que soñar. La lejanía de mi madre y mis hermanos fue difuminando su recuerdo y apenas pensaba ya en ellos. Sin embargo, mi padre nunca se pudo desprender de su nostalgia y deseo de volver a buscarlos. Quería ofrecerles una vida distinta, en la que también hubiera un hueco para el futuro. Cada vez con más frecuencia, hablaba de que cuando llegara de nuevo la época seca emprendería el regreso para traerlos y empezar… Ahora podía ahorrar algo de dinero, su trabajo no era el de un jornal en forma de un poco de comida o de unos ariarys para subsisitir; él era el dueño de su destino y cuanto más pescara más podría vender.
A fuerza de coincidir pescando, mi padre acabó trabando cierta amistad con un pescador del otro lado del río que había mandado a su hija mayor a estudiar en la escuela de una Misión, gracias a lo cual ahora sabría leer, escribir y tendría conocimiento de cosas y del mundo, que nosotros ignoramos. Eso le hacía soñar con que, cuando sus otros hijos vinieran, los dos más jóvenes también podrían ir a esa escuela y abrirles un mundo que para los demás nació cerrado. Yo ya me ganaba la vida de otra manera y el segundo de mis hermanos ya habría superado la edad de aprender.
Un rumor, que parecía distinto del de los «makis», interrumpió bruscamente su voz. Hizo un gesto con la mano para indicarme que no me moviera, sus orejas parecieron erizarse para captar mejor los ruidos de la noche y dirigió su mirada hacia el lugar de la arboleda cercana, de donde provenía el sonido de unas patas de plumaje aterciopelado, que apenas hacían susurrar a la hierba con su roce. Rápidamente, identificó a un «fosa» (felino que se alimenta de lémures, su mayor depredador), que debió de sorprenderse de nuestra presencia allí y nos observaba a través de dos puntos de luz inmóviles, rasgados, que brillaban en la noche como las gotas de rocío iluminadas por la luna. Al poco, se giró y desapareció entre la maleza al acecho de su presa nocturna. Razafindra se acercó a mí y siguió hablando sin preocuparse más, ahora mirándome…
Aquel maldito día, regresé a la cabaña ya con las últimas luces del atardecer. Pasaban las horas sin que apareciera ninguna camioneta ni personas para cruzar. Los pescadores hacía rato que habían amarrado sus canoas y yo esperaba a que agonizara la tarde en la orilla de tu aldea con la esperanza de verte. Ya me gustabas. Cada día que pasaba veía como se resaltaban más tus formas dibujando un perfil excitante, que todas las noches reproducía con mi imaginación para consolarme. Al entrar en la choza me extrañó no ver a mi padre y me sentí inquieto. Cuando la noche avanzó, y seguía sin aparecer, pensé que, ya desesperado de tanto esperar, había tomado la decisión de ir a buscar a mi madre y hermanos, partiendo de forma precipitada para no dar marcha atrás. Por la mañana, me llamó la atención no ver la barca amarrada y un raro presentimiento se adueñó de mí. Crucé al otro lado —esta vez sin transportar a nadie—, busqué al que era su amigo y lo encontré en su cabaña, lo que aún me extrañó más. Le pregunté donde estaba mi padre y, sin responder, dirigió su mirada al río… Luego, supe que aquella tarde se había alejado un poco más de la aldea buscando otros bancos de peces. Cuando orillaba, el cocodrilo, que estaba al acecho, oculto, agazapado, esperando al intruso, dio un latigazo certero con su cola y volcó la barca, oyéndose un grito desgarrador que sólo duró un instante y se desvaneció en medio de una mancha que volvió a teñir de rojo la ribera de la muerte. Él no sabía que empezaba allí. Me lo dijo un testigo. Todo, por traer unos pocos peces… Todo, para poder subsistir día a día en una vida plagada de riesgos y dolor. Desde hacía mucho tiempo no lloraba y creía que ya no sabría hacerlo, pero no, aún me quedaban unas lágrimas que dejé resbalar silenciosamente. Mi padre luchó por mantener a sus hijos y ofrecerles un destino mejor. Los dos peces más grandes que se encontró: uno con forma de humano y otro lleno de escamas como si fueran medallas por tanto matar, se tragaron sus esperanzas y le hicieron marcharse, primero de su honor y luego de la vida. Para mí empezaría otra, ausente de una compañía que ahora tenía que buscar…
La cena de los «makis» se prolongaba pero sus ruidos ya no me asustaban. Cerré los ojos vencida por el cansancio, aunque contuve el sueño prestando atención disimulada al monólogo de Razafindra:
No me encontraba con fuerzas para volver a Isalo, ni para hacerme cargo de mi madre y hermanos, que ya apenas recordaba. Había pasado mucho tiempo desde que nos habíamos marchado y yo quería construir mi propia vida. Nada me iba a hacer dar marcha atrás. Ya había perdido muchas veces y ahora iba a ganar: por las buenas o por las malas. Mi cabeza estaba en la chica de la otra orilla y mi deseo no se podía hacer esperar.
En ese momento hizo una pausa… Yo me incorporé para sentarme fingiendo que estaba incómoda. Entonces me miró y su voz, dirigiéndose a mí, sonó algo más fuerte:
Por fin una tarde te vi lavando, como siempre, aunque el sol ya estaba más bajo que de costumbre y no había otra gente en la orilla. En uno de los momentos en los que estando arrodillada inclinaste tu cuerpo hacia delante para aclarar en el agua la última prenda, se abrió la ventana de tu blusa y se asomaron tus pechos firmes que danzaban de forma excitante siguiendo los movimientos de tus brazos al exprimir la prenda sobre la piedra. Cuando te levantaste para recoger la cesta y la elevaste para colocarla encima de la cabeza, mi deseo me cegó. Te esperé, para sorprenderte de frente y abrazarte, pero tu grito de miedo paralizó momentáneamente mi instinto, y, procediendo de otro lado, oí otras voces amenazantes que acudían en tu ayuda y me hicieron desistir. Juré que te conseguiría de otro modo: «Tu precio sería el de un cebú.»
No me resultó difícil comprar a tu padre. Pronto y con gusto, aceptó el intercambio. Consulté con un «Mpanandro» (adivino, astrólogo), para conocer cuál sería el mejor momento, y la fecha se fijó de inmediato… Sólo tenía que robar el animal y eso para mí era una tarea fácil… Ellos fueron los únicos amigos que tuve en la infancia: «entendían mi lenguaje y yo el suyo». Sabía dónde podría encontrarlos por la información que me dio tu padre. En su camino diario a los arrozales en los que desgastaba su vida, se encontraba con grupos de ellos paciendo, esperando el momento para ser vendidos como vehículos de carga, o máquinas de labranza, o para ser sacrificados y dar alimento. La distancia era propicia para que pudiera consumar la acción y entrega en la misma noche. Mejor. Así… evitaría el riesgo de ser visto.
Coincidiendo con la luna en su momento de luz más débil, cuando se convierte en una uña, hice el recorrido para localizarlos y observar su rutina desde el anochecer. Tenía que esperar a que la luna volviera a ese estado y tú, que te habías resistido, serías mía.
Aquella noche, llegué al lugar antes de lo previsto. Ya conocía el camino y la excitación me hizo volar. La noche era negra, silenciosa. Tan sólo me sentía espiado por los ojos mudos de los millones de estrellas que cuajaban el cielo, siempre mirando hacia abajo. Cuando comprobé que el pastor dormía profundamente, empecé a susurrarle al ejemplar más robusto y cercano mis palabras de confianza y seducción. Enseguida me entendió. Se acercó lentamente hacia mí, alejándose sin ruido del resto del grupo, y empezó a seguirme hechizado por mis promesas de una comida mejor. Cuando estuvimos lo suficientemente lejos como para empezar a apurar el paso sin temor al ruido de la marcha, mi vara y mis órdenes hicieron el resto, para adentrarnos, ya sin riesgo, en el camino de mis deseos. Una lluvia inesperada y torrencial, como si viniera de las estrellas que lloraban en silencio mi fechoría, borró las huellas y esparció el olor fresco de una vegetación exuberante que se impuso al dejado por el nuestro. El hecho estaba consumado. Al amanecer entregaría mi dote. Tenía algún dinero y pude comprar algunos pollos y alcohol para celebrar el festín…