Capítulo 2

La mañana alboreaba con pereza filtrando sus primeros rayos a través de un cielo encapotado amenazando con lluvia. Sin embargo, el verano, ya en la antesala del otoño, todavía ejercía su poderío y la temperatura del aire que soplaba suave, como movido por un abanico, era agradable. Juliette lo agradeció. Apenas hacía un par de semanas que había llegado a Madagascar y ya empezaba a respirar en malgache. Hasta ahora tan sólo conocía su capital, ancha y ondulada, con reminiscencias de un pasado colonial que desde su colina dominante mostraba con impudicia edificios y mansiones ahora descuidadas y desteñidas, y a sus pies ofrecía pinceladas sueltas de copias baratas de una modernidad irreal abrumada, casi borrada, por la pobreza y la mugre —lujuriosas, ofensivas— que se esparcían por doquier.

Al salir vio al gato, que por su actitud desconfiada y vigilante debía estar haciendo guardia, correr veloz con el lomo erizado detrás de algo que por muy poco se escapó vivo, logrando esconderse entre el ramaje del seto que enmarca el pequeño jardín que daba entrada a la Residencia. El afortunado debía ser uno de esos roedores supervivientes que aún quedan por la zona, pensó mientras acomodaba en la espalda la mochila con el ordenador y un buen libro repleto de hermosas fotografías y todo tipo de ilustraciones sobre Madagascar.

Con paso tranquilo inició el camino hacia el hospital por la calle donde se estaban construyendo la iglesia y otra escuela con las piedras de la cantera vecina, arrancadas y domesticadas a golpe de martillazos lanzados por manos infantiles y de mujeres y hombres que resquebrajaban su pasado y abrían los resquicios de un futuro hasta entonces inimaginable para ellos. El gallo cantaba su particular maitines allá a lo lejos y la ciudad empezaba a despertarse quebrando perezosamente el silencio de la noche con el sonido destartalado de los pocos coches que a esas horas tempraneras circulaban por las calles de Akamasoa —«ciudad de los buenos amigos»—, la única colina de Antananarivo en la que la vida tiene un sentido humano. Poco después empezaría a llegar el otro, el de la música ruidosa de un millón y medio de habitantes que se mueven azuzados por la necesidad de sobrevivir, más que por la de vivir.

Ahora, caminaba sin temor por esas calles anónimas flanqueadas por unas viviendas dignas, todas iguales, que parecían vestidas de uniforme y se mostraban perfectamente alineadas unas con otras como si se tratara de una formación militar, pensando en la labor tan intensa y profesionalmente apasionante que tenía que afrontar en unas condiciones tan precarias de medios técnicos y humanos. Aunque había leído mucho acerca de la vida y las costumbres del país, la realidad que se encontró desde su desembarco en la gran «isla roja» le resultaba ajena e impactante motivándola aun más, si cabe, para ahondar en su conocimiento y desarrollar la misión con la que se había comprometido consigo misma un año antes en Mónaco. Su pensamiento la condujo allí, al recuerdo del día que asistió llena de expectación y entusiasmo a una conferencia ofrecida por el Padre Opeka —argentino de nacimiento y malgache de adopción, albañil, futbolista, misionero, escritor, filósofo de la vida, encantador de almas y forjador de voluntades— fundador, esencia y aliento de Akamasoa, el barrio nacido entre los escombros, las chozas y la basura que se daban cita en aquel punto de la periferia de Tana. El motivo no era otro que el de solicitar fondos para continuar derrumbando con éxito los cimientos de la desidia y del abandono, de tanta miseria que allí reinaba hasta que empezó a combatirla con su asombroso proyecto de vida, educación y trabajo: un proyecto de esperanza. Cuando apareció y se subió al estrado, su presencia llenó todo el espacio y cortó la respiración de un público pudiente que abarrotaba la sala. Su poblada cabellera blanca se ondulaba en la frente continuándose en su caída hacia los lados en una larga y densa barba que alcanzaba hasta casi la mitad del pecho confiriéndole un halo místico y casi bíblico. Sus ojos, de color azul verdoso, transmitían una mirada profunda y seductora que inspiraba confianza y penetraba en el alma conducida por una voz potente y bien timbrada que despertaba la llamada a la solidaridad. Una emocionante ovación puso fin a sus palabras y a las imágenes que proyectó, que calaron hondo en las conciencias y atizaron la de la ginecóloga. En ese momento, ya supo que algún día ella también estaría allí luchando contra la enfermedad.

Al aproximarse al hospital observó cómo en la puerta de entrada empezaban a agolparse grupos de familiares de las pacientes ingresadas, mujeres embarazadas y otras que seguramente buscaban poner remedio a su incapacidad para conseguirlo; algunas, porque sangraban de forma desmesurada y a destiempo debido a ciclos menstruales caprichosos y las de más edad porque éstos ya habían sido sustituidos por unos sofocos que las consumían. El paisaje lo completaban maridos con aspecto inexpresivo o enfermizo que iban de acompañantes, y padres y madres con niños que sufrían todas las formas imaginables de desnutrición, con sus vientrecitos hinchados, y tantos otros padecimientos que reflejaban cruelmente las carencias higiénicas y sanitarias en las que viven. Muchos de ellos habían pasado la noche allí, en silencio, esperando a que se abrieran las puertas de una salud que desconocían. Pronto estaría todo dispuesto para iniciar una nueva jornada de consultas interminables, en las que las dolencias que se contaban casi siempre reflejaban más las dentelladas que les iba dejando la vida que las de la propia enfermedad.

Ahora, Juliette agradecía el esfuerzo de las muchas horas robadas al sueño que había dedicado al estudio de la lengua malgache durante los meses previos, pues eso le permitía acercarse a los nativos de una forma directa y natural, entrar en ellos y leerlos mejor. Cada nueva paciente le reservaba una sorpresa, que enriquecía sus conocimientos médicos y humanos. Por eso, desde su llegada, acudía diariamente al hospital con un renovado y creciente interés por extraer de cada historia clínica la otra, la vivida, que corría de forma tan paralela. Su experiencia profesional, aunque todavía corta, ya le había enseñado que la enfermedad y el enfermo son dos partes inseparables, que hay que tratar por igual si se quiere lograr la verdadera curación.

Entre saludos de «manao ahoana»(buenos días) se abrió paso con discreción por medio de ese montón dispar de pacientes y familiares ansiosos o resignados, que intuitivamente reconocían su condición de médico venida de algún lugar lejano, apartándose con respeto para facilitarle el camino. Como de costumbre, saludó a los del Servicio de Seguridad y entró en el edificio de ladrillo que había sido construido por los propios habitantes de Akamasoa, quienes poco a poco iban llenando de contenido una ciudad satélite que desde su altura arrebataba la dignidad y el orgullo a la otra Tana que se extendía a sus pies.

Lentamente, se dirigió hacia su despacho rastreando con su fino olfato el pasillo al que daban las habitaciones para tratar de detectar el olor de los nuevos ingresos, o el de las complicaciones surgidas durante la noche. Al llegar a la puerta hizo bailar su llave dentro del hueco más grande de la cerradura hasta que sonó el clic que anunciaba que ya estaba encajada y lista para ser girada y abrirla. La luz natural mortecina de ese amanecer nuboso, que teñía de gris el despacho, sólo se alegró ligeramente con el encendido de la única bombilla que colgaba del techo y el reflejo de la bata blanca que se puso con un movimiento maquinal. Ese día no tenía operaciones programadas por la mañana, por lo que dispondría de más tiempo para dedicárselo a los pacientes nuevos que acudieran a la consulta.

El despacho estaba modestamente amueblado con lo más imprescindible. En una de las paredes colgaba un estante sobrado de espacio, que contenía algún libro de medicina general y otros de ginecología y obstetricia. La mayoría presentaban un aspecto viejo, por desuso más que por uso, y en su país ya sólo podrían encontrarse en poder de los coleccionistas o anticuarios. La silla crujió con un saludo de bienvenida cuando se sentó mirando hacia el crucifijo que colgaba enfrente; entonces, musitó una breve oración a la que puso fin santiguándose con un gesto rutinario. Seguidamente, se dispuso a ordenar unos montones de papeles sueltos que había sobre la mesa sin prestar atención a su lectura. De pronto, unos nudillos golpearon la puerta y la hicieron chirriar sin esperar respuesta. La enfermera asomó la cabeza diciéndole que fuera esperaba una joven que venía acompañada por alguien de la Residencia de Akamasoa.

—¿Quién es? ¿Sabes qué tiene?

—No. Estoy escribiendo las gráficas de la noche y no me dio tiempo a preguntar, pero su aspecto me resulta familiar y sólo sé que lleva un tiempo acogida en la Residencia y es una persona muy querida, según me hizo saber la acompañante nada más dirigirse a mí.

—¿Huérfana?

—Lo ignoro, pero intuyo que se trata de una de esas chicas que fueron abandonadas, como casi todas las que…

La ginecóloga la interrumpió y sin mirar a la enfermera dijo que le comunicara a la paciente que pasara ella sola. Había aprendido que las mujeres cuentan más cosas cuando están solas que acompañadas. En cualquier caso es un respeto a su intimidad, pensó para sí.

La joven se quedó parada tímidamente en la puerta esperando una señal que la invitara a entrar. Juliette alzó la vista y enfrente se encontró a casi una niña. Durante unos instantes, la escrutó sin pestañear tratando de adivinar su mal. Por fin, con una voz suave y tono casi maternal le indicó:

—Pasa y túmbate boca arriba en la camilla que está pegada a la pared.

Cuando la joven ya estaba dispuesta, se acercó a ella y de inmediato percibió un fuerte olor desagradable, diferente al de otras pacientes, que le permitió establecer el diagnóstico de forma inequívoca. Sin decir nada, la desnudó con mirada de médico durante unos segundos e inmediatamente le dirigió otra teñida de compasión al tiempo que le cogía una mano con un apretón ligero, tomándole el pulso de forma discreta, mientras posaba la otra doblada sobre su frente para sentir la temperatura de su cuerpo. En la habitación tan sólo se oía un silencio entrecortado por el ruido del aire que entraba y salía de un pecho asustado que subía y bajaba más rápido de lo habitual. A continuación, se dirigió hacia su mesa y abrió una carpeta que contenía unos papeles en blanco en los que escribió unas breves notas acerca de las observaciones que acababa de hacer. En un instante pensó en toda la patología ginecológica que había visto en tan solo unos días y que en un país moderno como el suyo ya casi formaba parte de la historia de la especialidad, pero éste era el primer caso que veía de esa lacra que tanto aflige a las mujeres del tercer mundo y que en el suyo solo formaba parte de un pasado ya lejano y olvidado. Sabía que en África subsahariana más de dos millones de mujeres la padecen.

Se dirigió de nuevo hacia la camilla donde la joven yacía tumbada e inmóvil, con la mirada sombría, triste, indiferente, perdida, apuntando a un lugar impreciso del techo. Le apretó su mano y con convicción, con voz de médico, dijo:

—Ya sé lo que tienes —pero, ahora, lo que me interesa es conocer la historia de tu vida y las circunstancias en las que se produjo esto, y cómo y porqué llegaste hasta aquí—. Si quieres… cierra los ojos para mirar hacia dentro y suelta todo lo que llevas ahí escondido, enjaulado, mordiendo tu alma, añadió finalmente con una entonación más cercana.

—Doctora…, yo puedo contarle todo, pero tengo pocas palabras para expresarlo —dijo con timidez o vergüenza.

—No te preocupes, yo tengo muchas para escribirlo; tú simplemente habla —respondió Juliette.

Tras un breve silencio, la joven asintió con un gesto de complacencia y miró a la doctora, ahora dejando entrever un brillo de esperanza y otro de tristeza. Esas palabras y el contacto con su piel fina le habían transmitido confianza y en sus ojos de color azul muy claro supo apreciar una mirada limpia y un halo de ternura. Luego, giró la cabeza al frente y respiró hondo durante unos segundos, mientras la ginecóloga se levantó para coger la carpeta en la que había escrito un momento antes. Cuando oyó crujir la silla y supo que ya se había sentado, bajó los párpados y se adentró en su vida que ahora emitía destellos de luz y, con voz tenue, la empezó a rememorar desde el principio…

Juliette escuchaba en silencio tomando notas continuas del relato que fluía de forma ordenada desde el manantial de sufrimiento y amargura que había alimentado a aquella niña inocente e indefensa, intercalando sus vivencias personales con otras reflexiones que reflejaban con toda crudeza la vida rural en su país.

Tras un prolongado monólogo, la joven hizo una pausa y la ginecóloga aprovechó para hacerle beber un vaso de agua que vació de un trago. Cuando se sentó de nuevo le pidió que ahora le hablara de él y de cómo sucedió.

Al cabo de un tiempo, que se le hizo corto, la interrumpió para comunicarle que por hoy bastaba. Veía a la joven fatigada y observó que su cuerpo temblaba de un frío que venía de dentro anunciando calentura, por lo que procedía ingresarla para iniciar el tratamiento cuanto antes. Cuando se encontrara un poco mejor podría seguir viajando por la memoria de sus recuerdos…

De nuevo, le cogió la mano y acariciándole el oído con voz suave así se lo indicó.

Cuando salía del despacho, ya en el umbral de la puerta, la joven se dio la vuelta y mirando a la doctora le dijo:

—He sufrido mucho, pero aquel grito pronunciando mi nombre cuando el tren arrancaba y yo corrí tras él sin alcanzarlo fue una pesadilla constante que arrastro desde entonces y aun hoy no he podido olvidar. ¡Cuántas noches oyendo aquella voz retumbando en mi corazón hasta que el sueño, imitando al tren, la alejaba! exclamó antes de desaparecer tras la puerta.

Juliette frunció el ceño sin decir nada.

Cuando se quedó de nuevo sola en el despacho, una emoción contenida humedeció sus ojos mientras ordenaba los papeles en los que había anotado todos los detalles de aquel monólogo, solo puntualmente interrumpido con algunas preguntas para hurgar en lo más hondo de sus sentimientos o para ayudarle a expresar su visión de la vida desde su perspectiva y cultura primitivas. Los guardó cuidadosamente en el cajón y seguidamente escribió de forma escueta y clara los datos clínicos y el diagnóstico en otra carpeta antes de continuar con su trabajo. El resto de las pacientes que atendió presentaban patologías más comunes con las que estaba de sobra familiarizada, por lo que no podía evitar pensar una y otra vez en la historia que había escuchado a primera hora de la mañana.

Al finalizar el día, se encerró en su despacho con algo de comida que le proporcionaron en la cocina. No tenía apetito y apenas tardó nada en saciarlo. Recogió cuidadosamente los restos que sobraron y los depositó bien envueltos sobre una mesa auxiliar. Seguidamente despejó la suya para hacerle un hueco al ordenador. Al encenderlo, la pantalla se iluminó con la mirada penetrante de unos grandes ojos oscuros con tintes de miel que dejaban en segundo plano el resto de las facciones de aquella otra niña que la asonada dejó huérfana de padre y ahora estaba ingresada enferma de soledad, pero que con su inocencia se había dejado fotografiar sonriente el día que la conoció y, desde entonces, configuraba el salva pantallas de su portátil. Instantáneamente le devolvió una sonrisa apesadumbrada mirándola fijamente a sus ojos, mientras esperaba a que su imagen fuera sustituida por la página en blanco con el cursor pestañeando indicándole que ya podía empezar a escribir.

Antes, le echó un vistazo rápido a aquellas otras hojas llenas de anotaciones escritas por ella para refrescar algunos datos, aunque casi no le hubiera hecho falta, pues en su memoria retenía vivamente la totalidad de la narración.

Cuando, por fin, ya iba a empezar a teclear, los dedos se quedaron suspendidos en el aire dudando sobre que letras bailar. Apenas sin pensarlo, los recogió sobre su regazo al tiempo que miraba pensativa hacia la camilla vacía en la que, sin embargo, percibía ilusoriamente la imagen de la joven de la mañana. Corrieron unos minutos en esa actitud hasta que, de pronto, la cabeza le dio la orden de arrancar:

Niña de unos quince años de edad, aunque aparenta más, que acude a la consulta por

En ese punto interrumpió la escritura y, acto seguido, decidió borrar todas las palabras. Entonces, apoyó los codos sobre la mesa y cruzó las manos bajo su mentón, reposando así la cabeza para intentar ordenar sus pensamientos a la vez que miraba alternativamente hacia la camilla y a la pantalla del ordenador, hasta que de nuevo cogió los papeles con sus notas y los releyó despacio. Cuando acabó miró el reloj y, al darse cuenta de la hora que era, decidió que pasaría el resto de la noche en el despacho. Salió al pasillo y se dirigió al cuarto donde estaba la enfermera, que en ese momento registraba las constantes de alguna paciente. Al ver a la doctora se extrañó, pues nadie había requerido su presencia, pero enseguida la tranquilizó diciéndole que tenía que elaborar un informe y eso le ocuparía un tiempo, por lo que había decidido quedarse trabajando hasta que lo finalizara. Le preguntó por Vohilaba y la enfermera le comunicó que, aunque seguía con fiebre, estaba tranquila y a esa hora dormía.

Mientras caminaba sin prisa hacia su despacho, tomó la decisión de documentar aquella historia: no como meras notas clínicas, sino como un testimonio de la vida real en Madagascar. Antes de sentarse, se sirvió un café, que saboreó lentamente sin apartar su mirada de la camilla en la que ahora se veía a ella misma allí tumbada suplantando de forma imaginaria a la joven, fundiendo así ficción y realidad.

Una vez delante de la pantalla, casi sin ser consciente de ello, sus dedos se abalanzaron sobre el teclado y empezaron a tamborilear sin tregua. La voz de la joven sonaba ahora en silencio y la ginecóloga la tradujo a su manera…