Capítulo 1

A su llegada a Antananarivo se sucedieron una serie de trámites burocráticos exageradamente lentos, algunos dudosamente necesarios, a los que se añadió un exceso de pereza por parte de la cinta transportadora en escupir la maleta, retrasando su salida del aeropuerto hasta horas ya tardías. Un taxi, que no lo era, como tantos furtivos que aguardaban su oportunidad, supo apoderarse de su incertidumbre mientras buscaba inútilmente si alguien había ido a esperarla en medio de una muchedumbre ruidosa que ya se desparramaba y la iba dejando sola. Finalmente, cedió ante la insistencia de aquel hombre que se ofrecía de transportista y, a la postre, la condujo hasta la Residencia, circulando con escasa oposición por calles llenas de baches que dormían con las luces apagadas el cansancio del bullicio diurno. Había que esperar a que llegara el alborear para hacerlas latir de nuevo. Al cabo de casi media hora, por fin, llegó.

La mujer que la esperaba se despertó de su sueño ligero cuando oyó el ruido agonizante del motor de un coche que finalmente se silenció. Se asomó con recelo a la ventana que daba a la calle y vio a una joven de cabellos rubios y facciones atractivas recoger su equipaje y pagarle al conductor ilegal una suma que debía ser satisfactoria, pues éste aceptó de buen grado los ariarys extras con los que no contaba.

—Debe ser la doctora que esperamos —se dijo de forma tranquilizadora.

Cuando la ginecóloga se quedó sola, con su maleta pegada a la pierna delante de la Residencia, lanzó una mirada escrutadora al que sería su nuevo hogar y sintió el alivio de haber llegado sin ninguna incidencia. Aspiró profundo para empezar a conocer el olor del nuevo país. Entonces se abrió la puerta y la mujer de dentro, algo rechoncha, de piel oscura y rasgos que denotaban su raza, se atrevió a preguntarle si era la nueva doctora que esperaban, a lo que la ginecóloga respondió con una sonrisa cansada y un gesto afirmativo. La mujer malgache se le acercó para saludarla, dándole la bienvenida de forma cortés pero fría, como entre agradecida y recelosa y, en silencio, la condujo hasta la habitación que sería su apartamento. Con un aire cansino, que reflejaba la hora, a continuación le mostró donde estaban los servicios comunes, le preguntó si necesitaba algo y, sin más, le deseó buenas noches.

—Gracias y buenas noches —respondió la ginecóloga.

La puerta de la habitación, algo desportillada, emitía sus últimos gemidos antes de cerrarse del todo cuando la mujer pareció arrepentirse de su frialdad o indiferencia y tímidamente la llamó desde el pasillo:

—¡Doctora…! En el Hospital Materno-Infantil la esperan con ansiedad y mucha ilusión.

—Tantas como traigo yo —respondió la ginecóloga de forma afectuosa y ya complacida.

—Ahora es muy tarde y debe descansar, murmuró la anfitriona de guardia antes de repetir las buenas noches.

«Ojalá se adapte pronto…», pensó mientras se retiraba con andar perezoso.

Cuando la puerta se silenció tras un pequeño empujón que la dejó encajada, Juliette barrió la habitación con una mirada rápida buscando algún bicho que no encontró. Al saberse sola se tranquilizó. Tan sólo sacó de su maleta un pijama y se tumbó en la cama rendida por el viaje largo y la excitación vivida, entregándose a un sueño profundo.

Al día siguiente, amaneció con el ronroneo de la vida en la Residencia. Hubo saludos y algunas presentaciones que apenas la entretuvieron. Ya era un poco tarde y se apresuró para salir y dedicar la mañana a regular su situación como cooperante, colegiándose como médico y cumpliendo con otros trámites en el Ministerio de Sanidad y otras dependencias de una Administración que tanto chocaba con la suya. Todo se hacía a mano. Todo le llamaba la atención por resultar de otra época que no conocía. Nunca había vivido en un mundo sin ordenadores… Circular y moverse por la ciudad resultaba caótico en ese ambiente bullanguero. Muchos la miraban y casi otros tantos la transparentaban. Ella los miraba a todos: a los que iban, a los que venían, y a los que no iban ni venían.

Ya entrada la tarde, por fin, conoció el hospital y a los que serían sus nuevos compañeros. Se puso a disposición de todos y de forma algo tímida pero determinante estableció las bases de su trabajo, aunque la asaltaron grandes dudas acerca de la posibilidad de desarrollarlo con aquellos medios tan precarios… Bueno, pensó, ésa era precisamente la razón por la que había decidido pasar un tiempo en un país constreñido por tantas carencias.

A pesar de ello, cuando la tarde ya se agotaba regresó a su habitación y estuvo tentada de reintroducir en la maleta lo poco que había sacado y al día siguiente regresar tranquilamente al aeropuerto a esperar el primer avión de vuelta. No había hecho más que finalizar ese pensamiento de abandono cuando unos nudillos golpearon con suavidad la puerta. Era la otra ginecóloga —la nativa— que trabajaba en el Hospital y quería decirle algo.

—¿Algún problema? —preguntó Juliette.

—No, simplemente quería decirte que no te imaginas cuanto agradecemos que estés aquí y cuánto te necesitamos —respondió recreando la frase en tono amistoso—. Seguidamente añadió:

—Debes saber que de ahora en adelante trabajaremos para ti y haremos todo lo que podamos con nuestros escasos recursos para que te sientas lo más a gusto posible. Tómate los días que quieras para adaptarte. Aquí no tenemos prisa, sólo muchas necesidades… Desde que nacimos estamos acostumbrados a esperar. Creo que antes de empezar con tu actividad sería bueno que te impregnaras de Tana para valorar lo que significa esta otra ciudad apéndice en la que estamos: «Akamasoa». Ahora… tal vez pienses en marcharte y volver a tu país, pero si aguantas unos días lo que querrás será quedarte con nosotros para siempre. Si necesitas algo dímelo y cuando quieras empieza.

Juliette le dio las gracias en tono dulce y afrancesado. Cuando cerró la puerta, acabó de deshacer su equipaje del todo y ordenó con esmero la habitación. Ya sabía que se quedaría.