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A mi llegada a Washington el cónsul chino, un joven apuesto vestido con un traje occidental, se disgustó conmigo. Tenía preparado un equipo de televisión para documentar mi viaje, pero yo insistí en ir sola.

El cónsul tardó unos días en aceptar mis condiciones. Me compró un billete de tren a Filadelfia, y me dijo que también me había reservado una habitación en una fonda de la zona. Yo estaba emocionada y nerviosa. Apenas aguantaba quieta en el asiento cuando subí al tren. El paisaje que veía por la ventana me fascinaba. La primavera en Estados Unidos parecía contener un elemento yang más masculino que el yin femenino del sur de China. Las montañas y árboles de América contrastaban con las ondulantes colinas cubiertas de bambú y los sauces mecidos por la brisa de Chinkiang. Si hubiera tenido que plasmar el paisaje con un pincel chino, habría pintado Estados Unidos con brochazos y manchas de tinta, y China con líneas finísimas y gran minuciosidad.

No dejaba de pensar en lo que Pearl me había contado de su primer viaje a América. Le sorprendió ver que no todo el mundo tenía el pelo negro, y le fascinó la gente que había de distintos colores de piel. Hasta aquel momento nunca se había planteado que no era china.

Me pregunté cómo habría sido para ella regresar a Estados Unidos y estar con los suyos. Salvo por su rostro y el color de su pelo, era una extranjera total. Bajo su piel, era china. ¿En qué medida habría cambiado de la Pearl que yo había conocido y cómo habría sido de mayor?

La señora que tenía sentada enfrente era menuda, de piel blanca y cabello rubio. ¿Se habría parecido Pearl a ella a su edad?

¿Qué tendría que haber cambiado mi amiga de su lado chino para encajar en la sociedad americana? Podía modificar su tono de voz, pero ¿y los gustos y opiniones que había desarrollado en China de niña, de joven y de adulta? En una ocasión Pearl dijo que se sentía enriquecida, como si tuviera más de un mundo. Me gustaba aquella idea y la envidiaba.

En cuanto me registré en la fonda, recibí una llamada del cónsul chino. Quería asegurarse de que todo iba bien. Me sugirió que descansara y visitara la Casa de Pearl Buck a la mañana siguiente. Le di las gracias y le dije que no podía esperar. Me aconsejó entonces que dejara el equipaje en la fonda. El cónsul reconoció por teléfono que era un admirador de Pearl Buck, de quien pensaba que había honrado al pueblo chino. Se sentía fatal por el hecho de que madame Mao se hubiera valido de su influencia para denegar la solicitud de visado de Pearl. «Madame Mao era un perro rabioso», concluyó.

El cónsul me contó que a través de libros y periódicos estadounidenses se había enterado de que Pearl llevaba una túnica china bordada de vivos colores antes de morir.

«Se decía que Pearl se había pasado semanas sentada en un sillón, mirando por la ventana en dirección al este —me explicó el cónsul—. Me pregunto si lo que contemplaba aún seguirá allí. Siento curiosidad por saber qué fue lo último que vio».

A mí me intrigaba también cuál habría sido su último pensamiento. ¿Habrían sido recuerdos de infancia? ¿Estaría yo en ellos? Me había pasado décadas huyendo al pasado para sobrevivir. Solía rememorar al vendedor de palomitas, y a Pearl accionando el fuelle mientras yo hacía girar el cañón. Me resultaba fácil cerrar los ojos y ver una vívida imagen del hombre colocando una bolsa de algodón mugrienta en la boca del cañón mientras Pearl y yo nos tapábamos los oídos. Siempre percibía una explosión real y estrepitosa. Incluso llegaba a evocar el delicioso olor a palomitas y veía sonreír a Pearl mientras nos las metíamos en la boca a puñados.

Fue a última hora de la tarde cuando puse los pies por primera vez en la Casa de Pearl Buck. Pasado el umbral, me detuve a examinar el espacio. La estancia era exactamente como la había imaginado. Me dieron la bienvenida unas amables mujeres de piel blanca, que parecían acostumbradas a recibir visitantes de habla no inglesa. Me sugirieron que me sumara a la última visita guiada del día, la cual ofrecía un recorrido por lo que habían dado en llamar la «visión china».

Contuve la respiración, temiendo que desapareciera.

Ya no oía lo que decía la guía. Sus palabras me sonaban lejanas. Estaba en estado de shock. La vista al otro lado del vidrio parecía Chinkiang. Tenía la sensación de haber entrado en uno de mis sueños.

Había un estanque en forma de gema rodeado de ondulantes colinas. Unas nubes blancas surcaban el cielo azul. Junto al estanque se alzaban unos arces orientales cual setas marrones gigantes. Unos patos mandarines iban de aquí allá, seguidos de sus crías, que jugaban en el agua.

Al igual que Carie, que había creado un jardín americano en medio de Chinkiang, Pearl había construido un jardín chino en su casa de Estados Unidos. Recordé cómo se esforzaba Carie por cultivar cornejos y rosas americanas. Hacía lo necesario para que las plantas se adaptaran al clima del sur de China, luchando contra hongos y enfermedades. Los rosales de Carie echaban capullos, pero no flores. Utilizaba agua jabonosa y vinagre para acabar con las plagas y preparaba su propio abono con astillas de madera. Cuando por fin consiguió que sus rosales florecieran, organizó una exhibición del jardín.

¿Qué habría sido capaz de hacer Pearl para verse rodeada de los recuerdos de China? Había muestras de su esfuerzo por doquier. Rocas y plantas estaban dispuestas según pinturas clásicas chinas. Imaginé a Pearl explicando a los jardineros los cánones estéticos chinos. Sonreí al pensar que tal vez hubiera acabado confundiéndolos.

La visita guiada pasó al invernadero, que se veía repleto de camelias. Aunque era un espacio grande, los árboles se hallaban apiñados. Parecía más bien un vivero. La guía explicó que Pearl Buck estaba decidida a ver florecer camelias en el invierno de Pensilvania. Insistía en que era posible ya que ella había visto camelias en flor en los inviernos de China.

En efecto, las camelias crecían con fuerza durante el invierno en el sur de China. Sus ramas en flor se veían tanto en el monte como en la ciudad. A las familias chinas les encantaba adornar con camelias sus salas de estar, y los artistas chinos las tenían entre los motivos más populares de sus obras.

«El jardinero sugirió sustituir las camelias moribundas por plantas de invierno americanas, pero Pearl rechazó la idea —continuó explicando la guía—. Insistió en conservar sus camelias chinas, que le servían de inspiración para escribir».

Me enteré de que Pearl había intentado tener árboles de té chinos, lotos y nenúfares, pero se le habían muerto todos. ¿Quién entendería que aquélla era su manera de regresar a su casa de China?

Las camelias de Pearl habían sobrevivido hasta convertirse en árboles adultos. En el invernadero había dieciocho, todos apretados. Estaban a solo tres palmos unos de otros, cuando deberían haber estado a tres metros. Se habían quedado sin espacio para crecer. La imagen me hizo gracia, pues intuía hasta qué punto había llegado la desesperación de mi amiga. Al igual que los chinos, le fascinaban tanto las camelias que había llenado el invernadero con todas las variedades y colores existentes. A juzgar por el tamaño de los troncos, los árboles tenían más de veinte años. Imaginaba a Pearl regándolos por la mañana. La veía de aquí para allá, arrancando hierbajos, removiendo la tierra y echando fertilizantes. Le encantaba utilizar las manos. Llevaba las uñas como los campesinos chinos, llenas de tierra.

La visita guiada mostraba que Pearl Buck reformaba su casa constantemente. Para crear una cocina al estilo chino, tiró paredes y recolocó vigas y tachuelas. Mandó hacer una enorme mesa de madera, con largos bancos a cada lado.

«Aquí había antes cuatro dormitorios —dijo la guía, señalando el lugar donde habían estado las paredes—. Pearl lo redistribuyó todo porque quería una cocina espaciosa». En su infancia, la cocina era su zona de juegos, donde pasaba el rato escuchando las historias que le contaban Wang Ah-ma y otros criados. Y también era el lugar donde jugaba al escondite conmigo.

Me impresionó el diseño de la puerta. Estaba esculpida con caracteres chinos que decían Piedra Preciosa, traducción al chino del nombre de Pearl. No vi por ninguna parte artesanía americana, ni tampoco imágenes de Jesucristo. En cambio, había obras de arte y otros objetos chinos por toda la casa, como hermosas alfombras en color añil y frascos de vidrio pintados con símbolos de la suerte en forma de nubes. De las paredes colgaban cuadros pintados a pincel y tinta y caligrafías. Bajo un loto de un solo tallo rezaba un verso de un poema clásico chino: «Al salir de la tierra, permanece pura y noble». La guía señaló el pórtico que unía la vivienda principal con una casita anexa y dijo: «Pearl contó a sus obreros que la emperatriz regente de China tenía un pórtico en el Palacio de Verano».

Me pregunté cómo se habría sentido Pearl al recibir el juego de cajitas chinas, un regalo que le hizo el presidente Nixon a su regreso de China. Seguro que le habría invadido una mezcla de alegría y desconsuelo. ¿Le habría dado esperanza aquel regalo? ¿Habría creído que podría volver algún día a la tierra de sus sueños? ¿O le habría hecho pensar que jamás tendría otra oportunidad?

Me llamó la atención la estantería donde se hallaban los libros de Pearl. Entre ellos estaba la novela de Dickens que Pearl llevaba bajo el brazo cuando nos conocimos. De buena gana la habría sacado de su sitio y besado la tapa si no hubiera sido por un letrero en el que ponía: NO TOCAR.

En el dormitorio vi el costurero de Carie encima de la mesa. Me impactó tanto su imagen que retrocedí en el tiempo con todo mi ser.

«¡Cómo puedes renunciar a plantar una tierra abonada!», oí cómo gritaba Absalom a Carie. Él quería que ella le ayudara a conseguir nuevos conversos cuando la gente iba a darle las gracias por curar a sus hijos con medicinas occidentales. A Absalom no lo escuchaba nadie porque lo veían como un loco. Él culpaba a Carie y Pearl de no esforzarse lo suficiente. «¡Los cristianos no son Cristo!», les decía constantemente. Para Carie, la costura era su forma de escapar de Absalom. Se dedicaba a coser tranquilamente mientras su marido explotaba.

Aunque Pearl defendía a su padre en público, ante mí reconocía que Absalom merecía sus derrotas. Pearl no soportaba la tristeza de su madre, sobre todo cuando veía que sus lágrimas empapaban la tela que estaba cosiendo. «El defecto de Absalom es tan grande que no puede superarlo —decía—. Mi madre y yo tememos ayudarlo».