LAS cámaras la seguían mientras ella se movía como una actriz famosa. A sus sesenta y tanto años, madame Mao brillaba como una gran estrella. Vestía un uniforme militar verde planchado a la perfección con dos minibanderas rojas en las solapas. Llevaba el cabello recogido bajo una gorra verde a juego con el traje. Flanqueada por su marido y Nixon, sonreía de oreja a oreja. Volvía la cabeza a diestro y siniestro mientras asentía entre risas. Quien viera aquel documental tendría la impresión de que era ella y no Mao quien había invitado al presidente estadounidense a China. La película llegaba a su punto culminante cuando madame Mao llevaba a los americanos al gran teatro nacional, donde presentaba su ballet de propaganda El destacamento rojo de mujeres. El público gritaba su nombre.
Durante los cuatro años siguientes los habitantes de Chinkiang se vieron obligados a ver dicho filme como parte del castigo denominado «reforma intelectual». Nuestra ciudad quedó aislada del mundo exterior. Poco imaginaba yo que la historia estaba a punto de cambiar.
En enero de 1976 murió el primer ministro Chu En-lai. Corría el rumor de que el hombre había pasado sus últimos días suplicando a Mao que pusiera fin a la Revolución Cultural. Trató de convencerle de que salvar la economía suponía salvar el respeto de la ciudadanía hacia el Partido Comunista. Chu En-lai sugirió que lo sustituyera en el cargo el ex viceprimer ministro Deng Xiaoping, que llevaba años en el exilio. Lejos de hacerle caso, Mao se empeñó en seguir con la revolución. Nadie sabía que el propio Mao se aproximaba al final de su vida. Madame Mao, en cambio, vio que por fin había llegado su hora, y se situó para relevar a su marido en el poder.
Al igual que todos los demás, me veía obligada a asistir a las concentraciones de autocrítica. Tenía ochenta y seis años. Seguía a la multitud y gritaba consignas. Pero en mi mente continuaba abrigando mis propios sueños. No deseaba longevidad. Para mí la vida no era sino una manera de recrearme en el pasado. Ignoraba que Pearl había fallecido plácidamente en 1973, menos de un año después de que le fuera denegada su solicitud de visado para visitar China.
Una mañana de octubre el emperador Patán recorrió la ciudad aporreando su gong y gritando: «¡Abajo madame Mao y los suyos!».
Todos pensamos que había perdido la cabeza.
Lo insólito fue que Vanguardia no salió a detenerlo.
«¡Madame Mao ha sido derrocada! —continuó el emperador Patán—. ¡Deng Xiaoping ha tomado el poder!». Intentó convencer a la gente de que no estaba loco, pero nadie lo creyó.
Una semana más tarde llegó un anuncio oficial de Beijing. Lo que nos había dicho el emperador Patán era cierto. Madame Mao y los suyos habían sido detenidos y estaban en la cárcel. Todas sus víctimas, incluida la población de Chinkiang, fueron liberadas.
Vanguardia fue apartado de su cargo como si fuera escoria de madame Mao. El nuevo régimen designó a mi hija, Rouge, como su sustituta, ofreciéndole su ingreso inmediato en el Partido Comunista. La decisión venía de arriba. Era la forma que tenía el partido de compensar a nuestra familia por la pérdida de Dick. La única condición que puso Rouge fue poder conservar su fe cristiana. Papá habría estado orgulloso de su nieta.
El entusiasmo provocó una tragedia inesperada. El carpintero Chan sufrió un derrame cerebral tras emborracharse durante la celebración. Estaba riendo cuando ocurrió. Se le heló la sonrisa en los labios. Sus nietos creían que estaba jugando a hacerse el muerto y siguieron pellizcándole la nariz. Cuando el médico llegó, ya era demasiado tarde.
Lo primero que hizo Rouge como nueva dirigente de la ciudad fue organizar el funeral de Chan. La ceremonia tuvo lugar en la misma iglesia que él había construido para Absalom hacía medio siglo. En su testamento, el carpintero nombraba al emperador Patán como el nuevo pastor de la Iglesia Cristiana de Chinkiang.
Sentada al fondo de las hileras de bancos, observé a los niños boquiabiertos. Aunque sus padres formaban parte de la iglesia de guerrilla de papá desde hacía años, aquélla fue la primera vez que pudieron rendir culto a Dios abiertamente como una familia cristiana. Asimismo, fue la primera vez en décadas que la iglesia abrió sus puertas, lo que atrajo una gran afluencia de curiosos.
Con los años habíamos perdido el piano de Carie, pero sus canciones habían pervivido y pasado de generación en generación. Los niños estaban fascinados con el moderno reproductor de cintas, el cual permitía escuchar las melodías navideñas que Lila había comprado a un turista de Hong Kong. «Amazing Grace» continuaba siendo la favorita de todos los tiempos.
Cerré los ojos mientras seguía la letra y sentí la presencia de Carie, Absalom y Pearl en espíritu. Sonreí al recordar cómo habían brotado las vigas de madera y cómo contemplábamos Pearl y yo las mariposas que entraban y salían por las ventanas mientras Absalom daba su sermón.
A falta de un talento innato para predicar, el emperador Patán se esforzaba por imitar a papá. «No encuentro las palabras para describir la dicha que siento por servir al Señor —decía—. Es un gran honor para mí leer de la Biblia traducida por el padre fundador de esta iglesia, el señor Absalom Sydenstricker».
El nuevo régimen se había propuesto abrir las puertas al mundo exterior. De la noche a la mañana, Chinkiang se convirtió en el centro de atención de los medios por su vinculación con Pearl Buck.
En 1981 el gobierno concedió fondos para restaurar la Residencia de Pearl Buck en Chinkiang, a pesar de que la familia de Pearl no había vivido en ella mucho tiempo. La casa de una sola planta donde Pearl se había criado, situada en la parte baja de la ciudad, ya no existía. Durante los años setenta los edificios de hormigón de estilo soviético habían invadido el paisaje donde antes se hallaba la vivienda. Pese a la oposición de muchos, Rouge luchó por conseguir que se honrara a Absalom y Carie como fundadores originales del colegio de enseñanza media y el hospital de Chinkiang.
Mi vida dio un vuelco espectacular. Pasé a gozar de la protección del gobierno en calidad de «historia viva». Se me respetaba y conservaba como un «tesoro nacional» y se me concedieron multitud de privilegios como si fuera una cría de oso panda. Me trasladé a vivir a una residencia de ancianos reservada para los oficiales de alto rango del partido. Los médicos estaban a mi disposición las veinticuatro horas del día. Para complacerme aún más, el gobierno encargó los libros de Pearl Buck directamente a Estados Unidos. Me dieron un par de gafas nuevas y una lupa para facilitarme la lectura. Lloré con La buena tierra, La exiliada y El ángel combatiente. Sentí el afecto de Pearl por China en cada página. Imaginé su frustración y soledad cuando gritaba: «¡Mis raíces chinas deben morir!». Tenía más dinero del que podía gastar, pero no pudo comprar ni un gramo de la clemencia de madame Mao.
—Madre —me dijo Rouge—, por mi puesto en el partido me consta que se te concederá un último deseo antes de que tu vida llegue a su fin. Dime cuál es, y haré que se cumpla.
Yo ya sabía la respuesta.
—Me gustaría visitar la tumba de Pearl Buck en Estados Unidos.
Rouge sonrió.
—Suponía que dirías eso.
Rouge había heredado el sentido práctico de su abuelo. Aunque no le movía el poder, era consciente de lo que se podía hacer con él. Rouge esbozó una propuesta con respecto a mi deseo de visitar Estados Unidos, presentándola como si mi viaje beneficiara al Partido Comunista.
Me preocupaba que me denegaran el pasaporte cuando lo solicité. Como todo el mundo en China, entendía que cuando el gobierno hablaba de una política de puertas abiertas, no quería decir que a la gente normal y corriente se le permitiera viajar libremente al extranjero, en especial a Estados Unidos. La sombra de la persecución por tener contacto con extranjeros aún pesaba mucho en mi mente.
Sin embargo, Rouge tenía confianza. Escribió cartas a personas importantes y visitó personalmente la oficina del gobernador, la dirección de policía y la agencia de pasaportes, sin dudar en interpretar el papel de dirigente del Partido Comunista que era.
«El viaje de Sauce Yee a Estados Unidos tenderá un puente entre China y América —insistía Rouge—. Chinkiang se esfuerza por ser una ciudad modelo a la hora de llevar a cabo la nueva política exterior de Deng Xiaoping. Sauce Yee es una ciudadana leal cuya única intención es servir a su país. Como dirigente del partido, sugiero que nos valgamos de ella antes de que expire».
Antes de partir para Estados Unidos, visité la tumba de Carie y llené una bolsa de tierra que luego guardé en la maleta junto a mis medicinas. Aunque no sufría más que los achaques propios de la edad, los médicos estaban preocupados por mí. No confiaban en que estuviera en condiciones de realizar un largo viaje.
Yo sabía que aguantaría el trayecto sin problemas. Lo que me había mantenido viva todo aquel tiempo era el deseo de ver a Pearl por última vez. A Rouge le preocupaba que el consulado americano no me concediera un visado dada mi edad. Sus temores eran fundados. El cónsul solicitó que presentara un seguro de enfermedad. Nosotras no sabíamos lo que significaba «seguro», pues jamás habíamos escuchado esa palabra. El cónsul nos sugirió que contratáramos una póliza temporal para viajar a Estados Unidos. Cuando Rouge recibió el presupuesto, se quedó de piedra.
—¡El coste de una póliza de seguros de tres meses es más de lo que gana un chino en diez años!
Al igual que papá, Rouge no se sentía culpable por correr riesgos. Redobló esfuerzos y movió hilos. Localizó al antiguo compañero de celda de Dick, el general Chu, que no solo era el nuevo director del congreso nacional sino que además conocía personalmente al cónsul general americano. Me concedieron el visado de inmediato. Mientras Rouge se encargaba de ultimar los preparativos de mi viaje, yo me dedicaba a dar paseos por el monte, con la ayuda de mis nietas, donde Pearl y yo habíamos jugado en su día. Me fallaban las piernas, pero estaba contenta.
No tuve que imaginarme la casa de Pearl en Estados Unidos, porque Rouge me enseñó las fotos enviadas por la Asociación de Amigos Chinoestadounidenses. Era preciosa. Formaba parte de un complejo residencial, con verdes colinas ondulantes y un cielo azul como telón de fondo. Me moría de ganas de verla por dentro. Imaginaba las habitaciones amuebladas con gusto y decoradas con obras de arte occidental. Seguro que Pearl tendría una biblioteca, pues siempre había sido una amante de los libros. También suponía que habría un jardín, ya que mi amiga había heredado la pasión de Carie por la naturaleza. El jardín estaría lleno de plantas de nombres desconocidos para mí, pero sería hermoso.
Me pregunté dónde reposarían sus restos. Al haberse criado en Chinkiang, Pearl estaba familiarizada con el feng shui, pero otra cosa era que hubiera aplicado dicho concepto a su morada final. Al fin y al cabo, había vivido en América tanto como en China. ¿Cómo sería su tumba? ¿Qué habría a su alrededor? ¿Tendría una lápida? ¿Y un epitafio?
Me propuse dedicarle una pequeña ceremonia a mi llegada. Encendería incienso hecho a mano por sus amigos de Chinkiang. Luego esparciría sobre su sepultura la tierra recogida en la tumba de su madre. Quería ver reunidos los espíritus de Carie y Pearl. Ya solo con lograr eso sería feliz.