DE la noche a la mañana las consignas en la línea de «Abajo los imperialistas americanos» se vieron sustituidas por otras como «Bienvenido, presidente americano Nixon». Los maniquís vestidos con uniformes del ejército estadounidense que servían para realizar prácticas militares con bayoneta fueron retirados de las escuelas de todo el país. Se enseñó a los niños a aprender en inglés las frases «Welcome» y «How do you do?».[7]
El día que Nixon llegó a China, los niños llenaron las calles desde el aeropuerto hasta el hotel donde se alojaría el presidente. A todos y cada uno de los pequeños les dieron flores de papel y les indicaron que sonrieran enseñando los dientes.
El carpintero Chan recibió un despacho urgente en el que se le notificaba que Nixon visitaría Chinkiang, y que lo acompañaría Pearl Buck.
La ciudad bullía de entusiasmo.
Deseé que papá pudiera haber vivido para ver aquel día. Le habría hecho mucha ilusión saludar al presidente estadounidense… pero más aún a la hija de su amado Absalom.
Los integrantes de la iglesia de guerrilla contaron las horas y después los minutos. Por la mañana la policía estatal se presentó en la ciudad para garantizar la seguridad. Todo el mundo recibió la orden de no salir a la calle hasta que les avisaran. Mientras los hombres intercambiaban noticias e información, las mujeres comenzaron a preparar los platos favoritos de Pearl. Todas las familias colaboraron. Pusimos en remojo arroz y soja, cocimos al vapor pan y ñames y sacamos todos los rábanos encurtidos y las carnes secas que normalmente reservábamos para Año Nuevo. El sonido de las hortalizas al cortarse se oyó durante todo el día, y el olor a cacahuetes tostados al ajo impregnaba el aire.
—Pearl olerá lo que cocinamos a kilómetros de distancia cuando llegue —dijo Lila.
Al oír el sonido de los tambores y la música del himno nacional de China, supe que los invitados americanos habían llegado. Me aclaré las manos, me peiné el pelo y me enfundé mi chaqueta azul estilo Mao. Rouge quería acompañarme, pero su jefe no le dio permiso. La maltrataban por ser hija de Dick.
Yo estaba nerviosa y tensa. Mis dudas habían aumentado cuando vi que el rostro de mi amiga no aparecía en los periódicos. Salían fotos de Mao y Nixon dándose la mano. Y de madame Mao, toda sonriente con su boca grande y ancha como un velero blanco. Pero no de Pearl. ¿Cómo había sido tan tonta para creer que le permitirían venir?
—¿Pearl está con Nixon o no? —pregunté una y otra vez al carpintero Chan.
—No lo sé —era la respuesta de él.
Yo había vivido esperando aquel momento. Para mí, era como si me fuera la vida en ello. Ahora tenía miedo. Imaginaba lo que madame Mao habría hecho para impedir que Pearl volviera a China. El destino de Dick me recordaba que no podía subestimar su poder.
Con todo, no podía evitar albergar esperanzas. Me levanté antes del alba para subir por las lomas ondulantes. Cuando llegué a lo alto de una de mis colinas preferidas donde Pearl y yo solíamos jugar, me tumbé sobre la hierba y cerré los ojos. El aroma a jazmín, que el viento arrastraba desde abajo, me trajo recuerdos. Vi los ojos azules y cristalinos de mi amiga, que me miraba sin hablar.
Los ojos se me llenaron de lágrimas al pensar que seríamos como dos extrañas. Puede que ni siquiera me reconociera. Tal vez me habría olvidado, sin más. Pero no, otra voz resonó en mi cabeza. «Siempre os reconoceréis». Retomaríamos nuestra amistad donde la habíamos dejado. Yo satisfaría todas sus curiosidades acerca de China.
«Cuéntame qué te llevó a seguir a Dick y qué ocurrió», me pediría mi amiga. Ella sabía que Dick había sido el brazo derecho de Mao.
O quizá no preguntara nada al respecto. Pearl no era dada a hacer conjeturas. Le habrían llegado noticias de las persecuciones de Mao y habría imaginado el destino de Dick. En comparación con Hsu Chih-mo, Dick era temperamental y de carácter fuerte. Aunque había intentado domar al tigre, era demasiado honrado para Mao. Ni siquiera supo que había ofendido a Mao. La gente de Chinkiang pensaba que Dick merecía su trágico final porque había seguido a Mao. Papá y el carpintero Chan jamás entendieron a Dick. Su rechazo del cristianismo suscitaba el recelo de ambos hombres. Sin embargo, Dick estaba en contra de todas las religiones. Al igual que Mao, Dick se declaraba ateo. Pero había acabado haciendo exactamente lo que detestaba, venerar a Mao.
Pearl era la única que nos entendía a Dick y a mí, de la misma manera que entendía a China. Tal vez por ello Nixon la hubiera elegido para que lo acompañara en su viaje.
Pearl no habría olvidado a Hsu Chih-mo. No me cabía la menor duda. Pero le diría que Hsu Chih-mo había tenido suerte, en el sentido de que era mejor que estuviera muerto. Si hubiera vivido para ver la Revolución Cultural, habría sufrido lo indecible. Seguro que habría acabado peor que Dick.
En nuestra espera, nos habíamos quedado dormidos dentro de la iglesia cuando oímos la voz del carpintero Chan.
—¡Se han ido! —anunció sin resuello mientras atravesaba el umbral.
—¿Quiénes?
—Los americanos.
—¿Estaba Nixon? —preguntó Rouge.
Chan asintió, tratando de recobrar el aliento.
—Hemos visto a los extranjeros —dijo David Doble Suerte—, pero las autoridades se los han llevado tan rápido como han llegado.
—¿Dónde está Pearl? —quise saber.
El carpintero negó con la cabeza.
—Me temo que no ha venido.
Intenté que la desilusión no se apoderara de mí. Cuando recobré la compostura, pregunté de nuevo:
—¿Quieres decir que no ha venido a China, o que no ha venido a Chinkiang?
—Echa un vistazo a esto. —Chan se sacó un papel del bolsillo—. Está firmado por madame Mao.
Señora Pearl Buck: Su solicitud de visado fue debidamente recibida. En vista de que lleva mucho tiempo adoptando en sus obras una actitud de distorsión, desprestigio y vilipendio hacia el pueblo de la Nueva China y sus dirigentes, estoy autorizada a informarle de que no podemos aceptar su petición para visitar nuestro país.
En el pasado las familias decoraban los marcos de las puertas para el Nuevo Año chino con distintos pareados. Los más populares se centraban en la suerte, la salud y la prosperidad. Sin embargo, aquel año todas las familias de Chinkiang eligieron las frases que yo clavé en mi puerta. En la jamba derecha decía: LAS MONTAÑAS SE MANTIENEN SIEMPRE ERGUIDAS.
La jamba izquierda rezaba:
NO HAY QUE PREOCUPARSE POR CONSEGUIR LEÑA. En el dintel ponía: MIENTRAS SEA NECESARIO.
Era la protesta callada de la ciudad. Expresaba nuestros sentimientos por nuestra amiga en el exilio.
A la mañana siguiente llegó un mensaje inesperado, el cual anunciaba que los invitados estadounidenses habían solicitado visitar de nuevo la ciudad de la infancia de Pearl Buck. El carpintero Chan recibió instrucciones de ordenar a la población que arrancara cuanto antes todos los pareados de las puertas.
Sin embargo, la gente se lo tomó con calma. Cuando aparecieron los americanos, las familias aún estaban subidas a las escaleras, intentando retirar los letreros.
Yo me dirigí al centro de la ciudad, olvidando normas, advertencias y la posibilidad de que me encarcelaran.
La multitud me siguió.
No vimos a Pearl, pero sí a un extranjero narigudo rodeado de guardias. Supusimos que era Nixon. El hombre estaba hablando con la gente, preguntándoles quizá qué hacían. Todos lo miraban con cara de asombro. Nixon esgrimió una gran sonrisa y preguntó a la joven china que le hacía de intérprete qué decían los pareados.
La traductora, que parecía asustada, evitó explicar el significado que había detrás de aquellos versos.
Nixon puso cara de desconcierto y dijo que tenía mucho que aprender de la cultura china.
Luego continuó avanzando, con las autoridades chinas, la policía y los agentes del Servicio Secreto americano detrás de él.
Nosotros los seguimos en silencio a cierta distancia. Rouge se unió a mí. La concurrencia era cada vez más numerosa.
Nixon fue escoltado hasta su coche. Antes de entrar en él, se detuvo como si hubiera cambiado de idea. Se volvió hacia la intérprete y le preguntó:
—¿Conoce usted por casualidad a Pearl Buck?
—No, no la conozco —se apresuró a contestar la joven.
—¿Le importaría preguntar a la gente si alguno de ellos la conoce?
—Lo siento. No lo creo —dijo la traductora, sacudiendo la cabeza.
—¿Podría preguntarlo, por mí? —insistió Nixon con delicadeza.
La intérprete agarró la punta de la trenza en la que llevaba recogido el cabello y hundió los dientes en ella. Su miedo se hizo patente.
Nixon repitió la pregunta.
La joven rompió a llorar. Con los ojos clavados en su libreta, se obligó a contestar:
—Eso excede a mi deber.
—Pearl Buck es amiga mía —le explicó Nixon—. Se crió aquí, en Chinkiang. Me ha pedido que salude a sus amigos. Tenía muchísimas ganas de volver…
Aun estando a metros de distancia de él, oí todas y cada una de sus palabras. Sentía como si se me fuera a salir el corazón del pecho en cualquier momento.
Ante la falta de respuesta de la traductora, Nixon se volvió hacia la multitud y preguntó:
—¿Conoce alguien a Pearl Buck?
Como contestación obtuvo un silencio total.
La sombra del gobierno se cernía como un denso nubarrón sobre nuestras cabezas.
—Lo siento —dijo Nixon, asintiendo.
Acto seguido, retrocedió para encaminarse hacia su coche.
—Espere un momento, señor presidente —gritó Rouge—. Mi madre la conoce.
—¿Tu madre? —preguntó Nixon lleno de alegría.
—Sí, mi madre. Conocía a Pearl Buck, y está aquí mismo. —Rouge me empujó hacia Nixon.
Nixon se abrió paso entre los guardias chinos y se paró delante de mí antes de que nadie pudiera reaccionar. Los guardias parecían confusos. Era evidente que no sabían qué hacer, ni cómo detenerlo. Los agentes del Servicio Secreto estadounidense rodearon al presidente, impidiendo que los policías chinos pudieran acercarse a él.
—¿Así que conoce usted a Pearl Buck? —quiso saber Nixon.
—Como todo el mundo aquí —respondí en inglés—. No solo conocíamos a Pearl, sino también a su padre, Absalom, y a su madre, Carie… Pearl y yo nos criamos juntas. —Hice una pausa en un intento desesperado por contener las lágrimas.
—¡Qué maravilla que hable usted inglés! —El rostro de Nixon se iluminó—. ¿Cómo se llama?
—Mi madre se llama Sauce Yee —contestó Rouge por mí.
—Richard Nixon —dijo el presidente estadounidense, tendiéndome la mano—. Encantado de conocerla, Sauce Yee.
En el momento en que noté el tacto de su mano, se me saltaron las lágrimas. De repente, me asaltó la certeza de que no volvería a ver a Pearl nunca más.
—¿Qué significan los pareados? —quiso saber Nixon—. ¿Y por qué los han retirado?
—«Las montañas se mantienen siempre erguidas» significa que nuestros corazones siguen rezando por el regreso de Pearl —respondí—. «No hay que preocuparse por conseguir leña» quiere decir que no hay razón para preocuparse porque tarde o temprano se nos presentarán más oportunidades. Y «Mientras sea necesario», que tenemos fe en Dios.
—¡Buenos pareados! —asintió Nixon—. Ahora lo entiendo todo.
—Señor presidente, ¿por qué no está Pearl con usted? —preguntaron algunas voces entre la multitud—. ¿Por qué no ha venido?
—Pues verán —dijo Nixon, sonriendo—, lo único que puedo decirles es que Pearl deseaba venir. Hizo cuanto pudo, se lo aseguro. ¡Absolutamente todo!
—Por favor, haga que su visita sea una realidad, presidente Nixon —le supliqué—. Por Pearl y por todos nosotros.
—Por favor, inténtelo, señor presidente americano —repitió la gente.
—Lo haré —dijo Nixon, y percibimos un tono de sinceridad en su voz.
Plenamente consciente de lo que me esperaba una vez que Nixon se marchara, pronuncié mis últimas palabras.
—Presidente Nixon, ¿querrá decirle a Pearl que su amiga Sauce la echa de menos, así como toda la ciudad de Chinkiang?
—Tiene mi palabra —me prometió Nixon, mordiéndose el labio inferior.
En cuanto el presidente y sus escoltas se alejaron, los agentes del gobierno me detuvieron.
—Madame Mao me ha autorizado a encargarme de este caso —dijo Vanguardia—. ¡Tienes los días contados!
Me acusaron de cuatro delitos. Primero, por insultar a madame Mao. Segundo, por revelar secretos nacionales a Nixon. Tercero, por degradar a China con pareados. Cuarto, el peor de todos, por ser una «agente infiltrada» de Pearl Buck.
Lejos de sentirme derrotada, me deleitaba con el recuerdo de mi encuentro con Nixon. Lo imaginaba reunido con Pearl a su regreso a Estados Unidos. El presidente le relataría su experiencia y ella se alegraría al escucharlo. «Sauce —diría Pearl—. Por supuesto que la conozco. Era mi mejor amiga».
La cárcel era conocida entre los presos como la Entrepierna del Asno. Estaba situada en una zona desierta, rocosa y cubierta de nieve durante todo el año. Los internos se veían obligados a realizar trabajos forzados antes de que los ejecutaran. Dada mi edad, me asignaron la tarea de tejer esteras para los otros prisioneros, esteras que servían para envolver a los muertos. De esa manera no tenían que fabricar ataúdes, y así ahorraban madera. Como había escasez de esteras, me ordenaban trabajar durante horas y horas. Si no hacía diez al día, me dejaban sin comer. Era imposible cumplir con la tarea asignada, así que pasaba hambre. El agua también estaba racionada. A cada preso le tocaba media taza al día para beber. No había agua para lavarse.
Nunca supe cómo averiguó Nixon que estaba encarcelada. Pearl debió de insistir para que me buscara. Sabía lo cruel que podía ser madame Mao e intuiría que yo podría estar en apuros. Pearl debió de convencer a Nixon para que no confiara en ninguna información facilitada por el gobierno chino con respecto a mi seguridad. Seguro que los asesores del presidente americano indagaron sobre mi paradero, y al final se enteraron por Rouge de que me hallaba en prisión. El primer ministro Chu En-lai habría acudido a Mao con la petición de Nixon relativa a mi puesta en libertad, y Mao le habría dado permiso para soltarme. Si bien madame Mao podría haber desoído la petición del primer ministro, no se le ocurriría desobedecer a Mao. Lo que importaba era que Mao necesitaba que Nixon estuviera de su parte para impedir que Rusia empezara una guerra contra China.
Al cabo de nueve meses de cárcel, me dejaron en libertad y pude volver a casa.