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PAPÁ era un maestro consumado a la hora de engañar a las autoridades.

—Mao se valió de las guerrillas para conquistar China —explicaba papá a sus fieles—. Nosotros tenemos las mismas posibilidades de salvar almas en nombre de Dios si seguimos su ejemplo.

Advertí a papá que estaba buscándose problemas.

—Tengo una ventaja sobre Mao —me contestó, seguro de sí mismo—. Poseo la radio.

—Acabarás en la cárcel —repuse preocupada.

—Eso ya pasó antes de que tú volvieras. —Papá levantó tres dedos—. Tres veces me metieron y me sacaron de ese lugar asqueroso. ¿Qué más pueden hacerle las autoridades a un anciano centenario?

Papá me recordaba cada vez más a Absalom Oficiaba nacimientos, bodas y funerales. Confundía a los espías del gobierno con el lenguaje que empleaba. Comenzaba cada ceremonia como marcaba la tradición para luego convertirla en un acto cristiano sin que nadie se enterara, aunque hubiera un agente entre la multitud. Papá iniciaba su sermón con el Libro de Citas de Mao en la mano. Empezaba diciendo: «Somos personas de toda condición», y concluía recitando versículos de la Biblia: «Al que había recogido mucho no le sobró, ni le faltó al que había recogido poco».

Papá desarrolló un lenguaje que solo entendían sus feligreses cristianos. Se refería a Dios como «el Caminante de las Nubes», al castigo en el infierno como ser «elegido a dedo por Karl Marx», a la Biblia como «el Libro de Citas» y a la salvación como «la misión revolucionaria».

Durante la vigésima segunda celebración del día de la Independencia Nacional de China, papá fue detenido por cuarta vez por difundir ideas perniciosas. Papá se apresuró a confesar para no ser torturado. Se denunció a sí mismo e hizo todo tipo de promesas a las autoridades, si bien no tenía intención alguna de cumplirlas.

Llegó a casa recitando un proverbio chino: «Un héroe es aquél que no nada contra la corriente».

Papá se perdonó a sí mismo en nombre de Dios. Calificó sus mentiras de estrategias para evitar sacrificios innecesarios. Se puso como ejemplo para enseñar a sus fieles cómo tratar con las autoridades. En una ocasión fingió sufrir una crisis nerviosa. Aseguraba tenerflashbacks de cuando Absalom lo «envenenaba». En las concentraciones públicas se señalaba y gritaba: «¡Abajo Absalom, el número uno de los perros falderos!», lo que provocaba una oleada de risas contenidas entre la multitud.

Cuando le ordenaban que se criticara a sí mismo, papá decía:

—Mis manos estarían hurgando en vuestros bolsillos si Absalom no me hubiera mostrado el camino a Jesucristo.

Vanguardia intentaba detenerlo.

—¡Cómo te atreves a elogiar a ese imperialista cultural americano! —gritaba.

—¡Abajo Absalom! —contestaba entonces papá, blandiendo los puños en el aire—. ¡Saludo al camarada Vanguardia! —Y, volviéndose hacia el retrato de Mao que había en la pared, le hacía una profunda reverencia—. ¡Confesaré más ante usted, presidente Mao!

—¡Más confesiones! —le animaba la multitud—. ¡Más confesiones!

—El presidente Mao —proseguía papá— nos enseña que «debemos educar a las masas poniendo al descubierto lo que ha hecho nuestro enemigo». Pues os contaré lo que ha hecho Jesucristo.

De papá aprendí a no «nadar contra la corriente». Seguía doliéndome que los niños me llamaran malvada, pero ya no me sentía culpable. Empecé a curarme de verdad cuando decidí ayudar a papá con su iglesia de guerrilla.

Para su asombro, papá comenzó a recibir confesiones espeluznantes. Aunque al principio no me contó nada, acabó compartiéndolas conmigo. Supe así que el carpintero Chan había confesado haber sido un miembro secreto del Partido Comunista y que Vanguardia había sido su jefe. El carpintero se había afiliado al partido en 1949 creyendo que Mao y los comunistas representaban a los pobres. Le habían asignado la misión de informar sobre papá. Sin embargo, Chan comenzó a preocuparse cuando se dio cuenta de hasta qué punto llegaban los defectos y las ansias de poder de Vanguardia. Con el paso de los años se convenció de que Vanguardia era un falso profeta y Mao un falso Dios.

Mis recuerdos de infancia eran como magníficos palacios imperiales en los que me gustaba perderme. A menudo imaginaba que Pearl y yo nos reencontrábamos. Aquella escena constituía mi ensoñación preferida. Me sentía más cerca de Dios cuando pensaba en Pearl. Veía dichos momentos como regalos caídos del cielo.

A diferencia de mí, mi hija Rouge era realista, sobre todo tras la muerte de su padre. Los recuerdos no eran lo mismo para ella que para mí. Rouge optó por olvidar en lugar de recordar.

Viví con mi hija hasta que finalmente se casó, cumplidos ya los cuarenta. Mi yerno era técnico en una fábrica de maquinaria y había perdido a su esposa por culpa de una enfermedad. El hombre luchaba para sacar adelante a sus dos hijas pequeñas. Me alegré de que Rouge se casara con él y adoptara a las niñas. Al cabo de un año Rouge dio a luz a su propia hija. Mi actividad favorita consistía en llevar a mis nietas a visitar los lugares donde Pearl y yo solíamos jugar al escondite. Disfrutaba del sol y del paisaje de colinas ondulantes, sobre todo cuando soplaba una brisa suave que me daba en la cara. En aquellos momentos olvidaba lo mayor que era. Volvía a sentirme como una niña hasta que una de mis nietas se ponía a cantar la canción favorita de Carie y me daba cuenta de que no era Pearl. Entonces me preguntaba si Pearl seguiría viva.

El día anterior a la víspera del Año Nuevo chino de 1971, papá se presentó con una sorpresa.

—¡Pearl Buck va a hablar en La voz de América! —anunció, incapaz casi de contener su entusiasmo.

¡Así que estaba viva! Me hinqué de rodillas en el suelo y di gracias a Dios. Llevaba treinta y siete años sin verla. Yo tenía ya el pelo blanco e imaginaba que ella también.

De nada sirvió que papá aconsejara a la gente que no viniera.

—Es una emisora de radio enemiga —les advirtió—. Os tomarán por traidores si os cogen escuchándola. Os detendrán y os enviarán a la cárcel.

El día en cuestión se planeó con sumo cuidado. La reunión secreta aparentaría ser un banquete de celebración del Año Nuevo chino.

Me sorprendió ver entrar en la iglesia a Vanguardia y su ayudante, apodado Siluro, momentos antes de la emisión.

—Bienvenido, secretario Vanguardia. Reúnanse con nosotros, por favor —les invitó papá con una sonrisa.

Yo me llevé a papá a un lado y le susurré al oído:

—¿Es que te has vuelto loco?

Papá no me hizo caso. Sacó su radio y comenzó a sintonizarla.

—Traed el mejor vino para nuestro jefe —dijo papá.

La gente comenzó a salir a gatas de sus compartimientos y a bajar por las cuerdas. El carpintero Chan y Lila se pusieron junto a papá. Detrás de ellos estaban el emperador Patán y sus hermanos de sangre.

La entrada y la zona de comedor no tardaron en abarrotarse.

Papá sirvió el vino, asegurándose de que Vanguardia y Siluro tuvieran más que nadie. Llenó sus vasos hasta arriba, mientras que en los demás solo puso un dedo. Luego propuso un brindis.

—¡Bebamos para demostrar nuestra lealtad al presidente Mao!

Vanguardia tuvo que tomarse todo el vino. Papá esperó a que el vaso de Vanguardia estuviera vacío para rellenárselo y brindar a la salud de Mao. Los vasos se vaciaron y se llenaron de nuevo. Papá dedicó el tercer brindis a la victoria de la Revolución Cultural. Vanguardia apuró el cuarto vaso a la salud de su éxito ininterrumpido como guía de Chinkiang en la senda del comunismo.

Cuando Vanguardia cayó de la silla al suelo, tenía la cara roja como la cresta de un gallo. Siluro seguía despierto, pero papá cambió de emisora sin preocuparse por su presencia. La iglesia se llenó de repente con el sonido de La voz de América.

Escuchamos todos con atención.

El locutor presentó en mandarín a Pearl S. Buck.

Se me cortó la respiración cuando oí una voz femenina decir en mandarín con un marcado acento de Chinkiang: «¡Feliz Año Nuevo chino! Soy Pearl Sydenstricker Buck»».

La primera reacción fue que nadie daba crédito a sus oídos. Todos creíamos que era nuestra imaginación.

Cuando la voz siguió hablando, asumimos la realidad.

—¡Es ella! ¡Es nuestra Pearl! —exclamamos mientras nos abrazábamos, saltando de alegría.

—¡Feliz Año Nuevo a ti también, Pearl! —dijo papá todo sonriente, pese a que le corrían las lágrimas por las mejillas.

Era como si Pearl nunca se hubiera marchado de China. Su acento no había cambiado. Se expresaba en un tono dulce y claro. Comenzó a contarnos su vida. No comprendíamos muy bien los acontecimientos que relataba, como la Gran Depresión y la guerra de Vietnam. Pero no importaba. Estábamos allí reunidos para escuchar su voz. El hecho de que estuviera viva me llenaba de felicidad.

Pearl habló de sus libros, incluyendo su traducción de Todos los hombres son hermanos. Mencionó que La buena tierra se había llevado al cine. «Han hecho una película maravillosa —dijo—, aunque me temo que no os gustaría, porque todos los personajes chinos están interpretados por actores occidentales. Todos ellos tienen la nariz alta y hablan en inglés». Contó que vivía en Pensilvania y que había adoptado a ocho niños, la mayoría de origen asiático.

Se nos saltaron las lágrimas cuando Pearl dijo que quería visitar China.

«A medida que me hago mayor, los detalles de mi juventud se vuelven cada vez más claros». Notamos que la voz de Pearl rebosaba de emoción. «Cuando cierro los ojos, veo las colinas y los campos de Chinkiang al alba y al atardecer, a pleno sol y a la luz de la luna, con el verdor del verano y las nieves del invierno». Dijo que lo que más añoraba era la celebración del Año Nuevo chino. «Ahora mismo estaría disfrutando de un banquete con mis amigos si estuviera entre ellos. Como todos sabemos, ser chino significa vivir para comer».

El locutor le pidió que describiera una escena típica de Chinkiang para los oyentes de todo el mundo.

Tras un instante de silencio, Pearl contestó: «Una escena típica sería la neblina sobre el gran estanque situado bajo los sauces llorones. Habría frágiles nubes en el cielo, y un brillo plateado en el agua. Y sobre este fondo vería una espléndida garza blanca apoyada sobre una de sus largas patas».

Dejé que las lágrimas anegaran mis ojos mientras imaginaba la sonrisa en el rostro de mi amiga.

Pearl siguió hablando. «Mis amigos americanos suelen elogiar a los artistas chinos por su rica imaginación, pero os aseguro que el artista se limita a plasmar lo que ve. Yo me crié y pasé cuarenta años de mi vida disfrutando de dicho escenario. Es la China que conozco y la China que continúo viviendo en mi mente».

Siluro se veía cada vez más aterrado ante lo que escuchaba. No estaba borracho y era consciente de las consecuencias. Abofeteó la cara de Vanguardia y le tiró agua por encima.

—¡Jefe! ¡Despierte! ¡Tenemos que irnos!

Hecho una masa de barro húmedo, Vanguardia no se movió.

—¡Estamos atrapados! —gritó Siluro histérico. Y, volviéndose hacia papá, le amenazó—: ¡Pienso dar parte de esto!

—¡Adelante! —respondió papá—. No olvides mencionar que Vanguardia nos ha apoyado y que por eso está con nosotros. Le hacía tanta ilusión escuchar La voz de América y a Pearl Buck que se ha emborrachado para celebrarlo. Todos los que estamos aquí lo hemos visto.