LA radio había pertenecido al emperador Patán. Se la había regalado Chiang Kai-chek cuando el emperador Patán estaba en el apogeo de su poder como señor de la guerra. Ambos hombres habían aunado sus fuerzas contra Mao. Lo que daba valor a la radio era el hecho de que se hubiera fabricado en Estados Unidos con fines militares. El emperador Patán la había donado a la iglesia después de que papá lo hubiera convertido.
Desde que había aprendido a manejarla, papá ya no se sentía aislado. Estaba obsesionado con aquel aparato. Compartía las últimas noticias del mundo con feligreses elegidos cuidadosamente. La vida se volvió más soportable, aunque no mejor. La Revolución Cultural siguió su curso y el culto a Mao se intensificó. La escasez de alimentos llegó a ser la peor que se había vivido desde el Gran Salto Adelante. Vanguardia dejó de tenerme tan controlada para pasar a perseguir a aquéllos que vendían lo que cultivaban en el huerto que tenían en su propia casa.
Un día recibí la visita de un extraño. Se llamaba Chu. Aunque no lo reconocí, recordaba su nombre. Era el general de Beijing al que Dick había convencido para que se rindiera en 1949. Dick se enorgulleció entonces de salvar la ciudad imperial y evitar una batalla sangrienta en las calles de la capital. Para ello negoció con el general Chu. Mao prometió al militar un puesto de alto rango en el Ejército de Liberación Popular.
El hombre que estaba frente a mí se veía demacrado. Tenía la tez amarilla como la cera y los ojos hundidos. Hablaba con un hilo de voz y sus palabras me confundían. Me dijo que había sido compañero de celda de Dick en la cárcel. Entonces me contó que lo habían liberado de la prisión nacional por razones de salud. Cuando le comenté que Dick trabajaba para Mao, me contestó que ya no era así.
—¿A qué se refiere con «compañero de celda»? —le pregunté.
Yo llevaba dos años sin hablar con Dick. No sabía nada de su vida.
El general Chu sacó un taco de papeles escritos a tinta con letras del tamaño de hormigas.
Querida Sauce:
Esta carta me da la oportunidad de explicártelo todo, lo que considero una bendición.
Te escribo desde la prisión de trabajos forzados del sudoeste, cerca del Tíbet. Te preguntarás qué he hecho para ofender a Mao. La historia tiene que ver, una vez más, con Pearl Buck. Pero en realidad la culpa es de mi propia ambición.
Mao me llamó la noche del 30 de mayo de 1969. Madame Mao estaba presente y se mostró inusitadamente amable conmigo. Mao no parecía ser consciente de que eran las tantas de la noche. Iba vestido con un albornoz blanco. Llevaba el pelo mojado y estaba descalzo.
Una vez que tomé asiento, se limitó a decir: «Pearl Buck quiere venir a China. El primer ministro Chu En-lai cree que deberíamos hacer una excepción y abrirle las puertas. ¿Tú qué piensas?».
Con el rabillo del ojo vi la expresión rígida de madame Mao. Sus labios esbozaron una leve sonrisa.
Dada toda mi historia personal con Pearl Buck, me maravillé del atrevimiento de Mao. ¿Acaso había olvidado que tú, mi mujer, habías ido a la cárcel por negarte a denunciar a tu amiga? Por otro lado, me constaba que los deseos de Mao de alcanzar reconocimiento internacional no habían hecho sino ir a más con los años. Por mucho poder que tuviera en China, su reputación no se había mantenido a la par en el extranjero. Mao habría hecho lo que fuera para conseguir el prestigio que le era esquivo. Enseguida vi que Mao estaba dispuesto a reescribir la historia si con ello lograba su propósito. Lo que ya no tenía tan claro era qué pensaba su mujer al respecto.
Permanecí allí sentado, sudando mientras Mao seguía hablando. Me pidió que me trabajara a Pearl Buck para convencerla de que cambiara de opinión con respecto a China. «Dile que ahora gobernamos a una cuarta parte de la población mundial», dijo Mao.
Me reveló que su agencia de inteligencia le había informado hacía poco de que Pearl Buck había sido asesora del presidente John Kennedy. Mao veía en ella a una persona con potencial para servir de puente con Estados Unidos.
Al volver la vista atrás, veo que mi destino estaba decidido. Madame Mao tenía celos de cualquier mujer que suscitara el interés de su marido. Había ordenado en secreto detenciones, torturas y asesinatos a fin de recuperar el cariño de Mao.
Por desgracia, mi propia ambición se empeñaba en cegarme. Poner en contacto a Mao con Pearl Buck sería lo mejor que podría hacer para ascender en mi carrera. Me tentaba tanto pasar a la historia que jugué con fuego. Pensaba que tenía el viento a mi favor y que sería un tonto si no me dejaba llevar por él. Busqué los argumentos para respaldar la postura de Chu En-lai.
Traduje los artículos más recientes de Pearl acerca de China, teniendo la precaución de suprimir sus comentarios negativos. Sin embargo, antes de que pudiera entregar el material a Mao, el viento cambió de dirección. Su esposa se me adelantó.
Como pruebas en contra de Pearl, madame Mao presentó fragmentos de su última novela, Las tres hijas de madame Liang, en la que Pearl describía los asesinatos sin sentido que tuvieron lugar durante la Revolución Cultural como si los hubiera presenciado. El libro reflejaba con asombrosa veracidad la realidad.
A partir de aquel momento, Mao perdió interés en Pearl Buck. Pero madame Mao no había terminado conmigo. Veía a Pearl Buck como una amenaza personal y estaba decidida a castigar a cualquiera que estuviera relacionado con ella. Mandó detenerme, acusándome de engañar a Mao.
Yo esperaba que Mao me ofreciera su protección, pero no fue así.
Me encontré con el general Chu en prisión. ¡Qué vueltas da la vida! Por un lado, me sentía culpable porque Mao nunca llegó a cumplir sus promesas… en los términos que yo había negociado. Una vez que se rindió, Chu pasó a no tener valor alguno para Mao y fue abandonado. Aunque se le concedió el título de comandante general del Ejército de Liberación Popular, en la práctica aquel título no era más que papel mojado. Chu se quedó sin ejército y sin libertad. Yo sentía que le había fallado. La idea de acabar mis días en prisión casi me hace sentir mejor, pues me distancia de Mao.
El tiempo en el Tíbet es duro y el aire está enrarecido. Vivimos como roedores en madrigueras subterráneas que nosotros mismos hemos construido; esto sí que es cavar tu propia tumba. Sin embargo, a los muertos no los entierran aquí. No hay suficientes prisioneros para cavar las fosas necesarias para enterrarlos a todos. En lugar de ello, se los llevan a rastras y los dejan tirados a un kilómetro de aquí. Cuando el viento sopla con fuerza, nos llega el hedor a podrido. Los lobos y las águilas acaban comiéndose los restos.
Vivo de hojas, lombrices y ratones. Antes de que termine el verano, habrán desaparecido las hojas y las lombrices. Hemos arrancado la corteza de los árboles para comernos la fibra dura. Ahora esos árboles están muertos. Nos faltan energías para cazar ratones. He comenzado a comer «semillas suicidas». Se trata de una especie de granos con los que uno muere poco a poco. Al menos calman el hambre. Llevo semanas estreñido. Me duelen tanto las tripas que de vez en cuando me desmayo. La escena es inimaginable; compañeros de celda que se ayudan a sacarse la mierda unos a otros, metiéndose entre sí el dedo en el ano. Es horrible.
Chu era mi compañero. Llevaba nueve días sin cagar. Utilicé un palillo para intentar romperle las heces y sacárselas con una cuchara, pero estaban más duras que una piedra. El hombre rabiaba de dolor. Tenía el estómago hinchado como un globo enorme. Otro compañero de celda era un médico de Shanghai. Ayer murió de estreñimiento. Solo tenía treinta y siete años.
Aquí la gente no confía en despertar cuando se acuesta. Por extraño que parezca, la mayoría muere tranquilamente mientras duerme. Como el final de una vela encendida, la llama parpadea antes de verse engullida por la oscuridad eterna. Pienso en ti todas las noches. Me arrepiento de haberte abandonado por Margarita. Informó de mis quejas a madame Mao. ¡Estúpidas charlas de alcoba! Hacia el final, antes de que me mandaran a la cárcel, me confesó que era la espía de madame Mao. Yo sabía que Margarita escribía un diario, pero ignoraba que lo utilizarían como arma en mi contra. Me sentía mejor que nunca cuando le dije: «Los seres humanos cometen errores. Mao es un ser humano. También comete errores». Margarita recibió un ascenso por dar parte de mi comentario. Antes de que me detuvieran, Mao me invitó a acompañarlo a Rusia. Me hizo creer que yo era su hombre de confianza más cercano.
Nada indicaba que fuera a ser castigado. Y, de repente, madame Mao me dijo que Mao estaba disgustado conmigo. Acto seguido, fui expulsado del partido. Mi lugar pasaba a estar en la cárcel, pues ya no era un camarada, sino un reaccionario. Mao no contestó nunca a mis llamadas ni a mis cartas.
Sé que te he hecho sufrir con mi deslealtad. Me he mantenido lejos como tú querías. Si te escribo esta carta es porque creo que no duraré mucho más. Tengo el vientre más grande que una embarazada. Me consumen los remordimientos y la vergüenza. Merezco el infierno. No creo que pase del Año Nuevo. Aquí no hay correo y casi nadie sale con vida. En caso de que Chu consiga que lo suelten y esta carta llegue a tus manos, quiero que sepas que aún te amo y siempre te he amado, incluso cuando era un tonto.
DICK
Mi único pensamiento era ver a Dick antes de que fuera demasiado tarde. No me molesté en pedir permiso a Vanguardia para que me dejara marcharme, pues sabía que no me lo daría. Rouge me compró el billete y al día siguiente partí de Chinkiang en tren. Tuve que viajar de pie, ya que el dinero no me alcanzó para un billete con asiento. Durante las setenta y dos horas de trayecto, permanecía de pie de día y por la noche conseguía descansar acurrucada junto a los periódicos empapados de orines.
Después del tren, seguí a pie. Tardé dos semanas en llegar al campo de prisioneros. Una vez allí, me hicieron esperar varios días antes de comunicarme la verdad, que Dick ya había muerto. Lo habían castigado por robar comida. Según me contaron, Dick no había informado de la muerte de otro prisionero para así poder reclamar su ración de comida. Dick durmió con el cadáver hasta que el hedor a carne putrefacta lo delató. A raíz de aquello, los guardias le privaron de comida y acabó muriendo.
Lloré al imaginar a Dick durmiendo con un cadáver. Pedí que me dejaran identificar los restos mortales de Dick, pero se negaron. Me dirigí a la jefatura de prisiones y me puse en huelga de hambre. Al cabo de una semana me llevaron al cementerio a cielo abierto que Dick había descrito en su carta.
Como él había escrito, allí no había nadie enterrado. Se veían cuerpos y huesos por todas partes. Olía fatal. Avancé a trompicones entre los cadáveres en busca de mi marido. Resultaba casi imposible reconocer a ninguno de los muertos, pero me negué a darme por vencida. Horas después lo encontré. Dick estaba desnudo. Lo reconocí por una cicatriz que recordaba. Tenía la carne desgarrada por los buitres y destrozada a mordiscos por los perros salvajes.
Me desmayé. Cuando recobré el conocimiento, me esforcé en recordar el rostro de Dick tal y como lo había conocido. No quería tener aquella imagen de él en mi memoria. Encontré un campesino local que poseía un burro, y le pagué para que me trajera leña y un cubo de gasolina. Pedí prestada una pala vieja ya oxidada y cavé una zanja. Luego arrastré hasta ella los restos de mi marido y amontoné la leña encima. Lo rocié todo con gasolina y le prendí fuego. Después recogí los huesos de Dick, pero eran tan grandes que no me cabían en el bolso, y tuve que dejar allí la mayoría de ellos. Nunca imaginé que Dick acabaría así.
Cuando regresé a Chinkiang, papá celebró una ceremonia en memoria de Dick. Solo invitamos a aquellos dignos de nuestra confianza que lo habían conocido. Quise que viniera el general Chu, pero no lo encontramos por ninguna parte. Se había escondido. Papá dijo que la vida en la cárcel lo habría vuelto cauteloso y desconfiado.
—Recordémoslo como un amigo leal de Dick.
—Lo que importa es que Chu ha arriesgado la vida para entregarte la carta de papá —comentó Rouge.
—Dios debe de haber guiado al general Chu —coincidió mi padre.
Recordé las palabras de Chu. Se sentía dichoso de haber servido de mensajero, ya que creía que no tardaría en reunirse con Dick. El hecho de haber dado conmigo era para él el mejor regalo que podía ofrecer a su amigo.
Quemé los escritos de Dick, que guardaba desde hacía años. A Dick le habría gustado que lo hiciera. Él había venerado a Mao y el comunismo con toda su alma. Era en lo que había creído.
Guardé la última carta de Dick para Pearl, aunque no sabía si volveríamos a vernos algún día. Cada vez me costaba más imaginar un reencuentro con mi amiga. Por aquel entonces, los niños chinos solo veían a los americanos como enemigos, y las cosas parecían ir a peor. Me pregunté si a Pearl le haría gracia o le horrorizaría el hecho de que Mao se hubiera planteado convertirla en una proletaria.