LA persona encargada de mi reforma era el jefe del Partido Comunista de Chinkiang, Vanguardia, antes conocido como Confucio, el hijo de la mendiga Soo-ching. Vanguardia se había convertido en un hombre de mediana edad con cara de ardilla, bizco y barrigudo. Disfrutaba tanto denunciándome que ordenó a los demás hacer lo propio.
Vanguardia fingía no conocerme. Hablaba mandarín con un marcado acento de Chinkiang, y se jactaba de ser un analfabeto. Desde que dirigía el partido, había prohibido el culto a Dios y convertido en delito mencionar los nombres de Absalom, Carie y Pearl.
Cuando se enteró de que Pearl había ganado el premio Nobel, Vanguardia vio una oportunidad de ascender en su carrera política. Invitó a los periodistas preferidos de Mao a Chinkiang para que visitaran el pueblo natal de la conocida imperialista cultural americana. El acontecimiento atrajo la atención de madame Mao. Vanguardia fue llamado a la Ciudad Prohibida para recibir el honor de ser nombrado «gran peón del presidente Mao». Madame Mao le regaló una obra de caligrafía suya que rezaba: «La esperanza de lanzar una bomba atómica cultural sobre el capitalismo que invade el mundo recae sobre tus espaldas».
Vanguardia me calificaba como «la gemela malvada de Pearl Buck» y «la vergüenza de Chinkiang»». Animaba a los niños a llamarme escoria. Me ordenó limpiar las cloacas de la ciudad y los baños públicos a diario. Todos los viernes por la tarde me presentaba ante Vanguardia para confesarle mis delitos. En función de mi respuesta, Vanguardia me aprobaba o me suspendía. Si no quedaba contento, me añadía más trabajo. Podía darle por mandarme limpiar su despacho, lo que antes era la embajada británica. Si veía que tenía que humillarme aún más, me ordenaba pasearme por la ciudad tocando un carillón con un palo mientras gritaba: «¡Venid a ver al perro faldero de los americanos!», «¡Abajo Sauce Yee!» y «¡Viva la dictadura del proletariado!». Vanguardia no soportaba que yo me quedara mirándolo en silencio a modo de protesta.
—Ya sabes que puedo torturarte —me amenazaba constantemente.
Vanguardia esperaba que yo le relatara los pormenores de mi relación con Pearl Buck.
—Quiero que me lo cuentes todo desde tu infancia —me ordenaba.
Papá me enseñó a olvidarme de conservar mi dignidad.
—¡Habla el idioma del lobo!
Me decía que él, en mi lugar, jugaría con Vanguardia.
Lo intenté, pero no funcionó. Vanguardia estaba decidido a complacer a madame Mao. No se tragaba mis ideas abstractas ni mis palabras vacías de significado.
—¡Cómo te atreves a engañar al Partido Comunista! —me gritaba.
Para presionarme aún más, Vanguardia organizaba concentraciones en la plaza de la ciudad. La concurrencia repetía sus palabras cuando él gritaba: «¡Confiesa o serás torturada hasta la muerte!».
Mientras Vanguardia me tiraba del pelo hacia atrás para mostrar a la multitud «mi cara malvada», yo evocaba en mi memoria la ópera Los amantes mariposa. Recordaba todos y cada uno de los detalles del día que Pearl y yo fuimos a ver la función con nainai. Cuando Vanguardia utilizaba un látigo para azotarme, yo veía pájaros, avispas y libélulas en la iglesia de Absalom. Cuando la sangre me corría por el cuerpo mientras el dolor me quemaba por dentro, oía a Carie cantar su villancico preferido: ¿Qué niño es este?
En mis sueños visitaba a Pearl en su hogar de Estados Unidos. Imaginaba que tendría unos muebles de sándalo rojo, al estilo de la dinastía Ming. Veía los cuadros que había colgados en las paredes, hermosos lienzos chinos y obras de caligrafía a tinta. También soñaba que Pearl esculpía. Era algo que, según me había dicho, le encantaría aprender. Solíamos observar cómo los artesanos de Chinkiang hacían galletas de harina confitada con distintas formas coloreadas. Por tres céntimos, comprábamos nuestras figuras de ópera y animales favoritos. En la zona donde jugábamos detrás de las colinas, Pearl esculpió un día un busto de barro utilizándome como modelo, y yo hice uno de ella. Para acentuar los rasgos distintivos de cada una, yo plasmé su nariz alta y ella mis ojos rasgados. Ambos rostros quedaron sonrientes, pues no podíamos evitar reír mientras los modelábamos.
Soñaba con la cocina de juguete de Pearl, una de verdad que le construyó el jardinero de Carie. Estaba situada detrás de la ladera y en ella aprendimos a cocinar. Wang Ah-ma nos enseñó a preparar ñame, cacahuetes y semillas de soja tostadas. Aún conservaba el recuerdo del ruido que hacíamos Pearl y yo al masticar las semillas, como si tuviéramos los dientes de acero.
Desde que había regresado a Chinkiang, rezaba con papá. Vanguardia no tenía poder sobre mi ser espiritual. Mi oposición a los comunistas se intensificaba cada vez más. Me propuse aburrir a la muchedumbre con mis confesiones, llenándoles la cabeza con citas, consignas e insultos propios de Mao. Mi primera frase solía ser: «Yo era un gato que se perdió antes de encontrar el camino de vuelta a casa gracias a las enseñanzas del presidente Mao». En la segunda frase decía: «Aunque nunca he leído una sola palabra de La buena tierra, mi deseo de leer el libro es absolutamente reaccionario y delictivo».
Después de las reprimendas y críticas de Vanguardia, me tocaba a mí arengar a la masa para que gritara: «¡Quemad, freíd y asad a Sauce si no se rinde!». Para divertirme, creaba variaciones. De «Abajo Sauce Yee» pasé a «¡Abajo Sauce Yee, el perro faldero de los americanos!» y luego a «¡Abajo la gran mentirosa, traidora y burguesa de Sauce Yee, una víbora como pocas, una araña venenosa, rastrera y miserable!». Comencé a jugar con la respiración de la gente, alargando las frases al máximo. Me inventaba lemas para ser gritados a modo de ejercicios de respiración. Solo unos pocos eran capaces de repetir mi preferido: «¡Viva la gloriosa y siempre correcta línea revolucionaria del presidente Mao, nuestro gran líder, nuestro gran profesor, nuestro gran timonel!».
En invierno Vanguardia celebró un mitin en el salón de baile de la antigua embajada británica. La gente tuvo que permanecer varias horas seguidas sentada en el suelo. Mientras yo confesaba, los hombres fumaban cigarrillos y jugaban a las cartas, y las mujeres tejían y cosían su ropa. Los ancianos daban cabezadas y los bebés gritaban. Vanguardia insistía en que mis confesiones no eran sinceras. Al final concluyó que yo me resistía deliberadamente a la reforma y debía recibir un castigo mayor.
Me pusieron a trabajar como esclava de la ciudad.
A aquéllos que me daban su apoyo, Vanguardia les advirtió:
—¡La palabra «clemencia» no existe en nuestro diccionario proletario!
Cuando Vanguardia decidió llevar a Chinkiang a «sumarse al comunismo de la noche a la mañana», eliminó el uso de los orinales. Todo el mundo debía utilizar los servicios públicos, pero como éstos no tenían dueño, nadie los limpiaba. Acababan hechos un nido de gusanos, moscas y mosquitos. Y la tarea de limpiarlos recayó sobre mí.
Trabajaba día y noche. Rouge me echaba una mano cuando podía. Su antiguo empleo como trabajadora textil se lo habían dado a un pariente de su jefe, y ahora se dedicaba a mezclar hormigón para una empresa de construcción. Hacia el Año Nuevo chino de 1970 le obligaron a trabajar en los turnos de día y de noche. Yo hacía las rondas de los servicios públicos sola. Mientras mis manos cansadas frotaban las paredes de las letrinas llenas de heces, me sentía agotada e indefensa. «¿Qué sentido tiene seguir así?», me preguntaba.
Tuve que contener el llanto para no despertar a todo el mundo. Papá dormía. Rouge estaba trabajando. La sombra de la secretaria-enfermera de Dick no me dejaba tranquila. Había acabado enterándome de su nombre, Margarita. En mi mente la veía con la cara redonda, los ojos grandes y una sonrisa en los labios. Dick y ella se abrazaban en la cama que había sido mía.
Llamé a papá. No me contestó.
Me levanté y bajé hasta el suelo. Papá no estaba en su compartimiento.
Fui a buscarlo. Miré en la zona para lavar y en el comedor. Después de pasar junto a la leña apilada y los cubos de carbón, llegué a la cocina. Oí un ruido encima de mi cabeza procedente de la despensa que había detrás de la cocina. Agucé el oído, sin moverme un ápice. Era el sonido de una radio; se oía cómo alguien sintonizaba distintas emisoras a medida que recorría el dial.
Trepé por la escalera de cuerda como un mono anciano. Me temblaban las piernas y me faltaba el aire. Perdí el equilibrio y me di con el hombro en la puerta de la despensa.
La radio dejó de sonar.
Tras un largo momento de silencio, se abrió la puerta.
El emperador Patán asomó la cabeza, con una vela en la mano.
—¿Qué haces tú aquí?
—Estoy buscando a mi padre.
—No está aquí.
—He oído una radio. ¿Qué ocurre ahí dentro?
—Nada.
—¿Puedo pasar?
—No, no puedes.
—No me obligues a despertar a todo el mundo —lo amenacé.
—He dicho que no.
—Déjame pasar, por favor.
—No.
—Escondes algo, ¿verdad?
—No es asunto tuyo…
—¡Que me dejes pasar!
—No me hagas empujarte…
—¡Sauce! —gritó la voz de papá desde el interior de la despensa.
El emperador Patán giró el cuerpo y pude entrar.
El rostro de papá se veía iluminado por la luz de una vela. Entre las manos sostenía una caja del tamaño de un ladrillo. Se trataba de una radio de marca, mejor que la que había tenido Dick. Papá la encendió. La sala en penumbra se llenó de interferencias. La escena me recordó una película de propaganda en la que una pandilla de delincuentes se reunía con fines conspirativos. Papá iba en pijama. Estaba tranquilo y concentrado, como jamás lo había visto. Ladeó la cabeza mientras buscaba una señal y aguzaba el oído. Al mirar alrededor, vi más caras. Además del emperador Patán y sus hermanos de sangre, estaba el carpintero Chan, sus hijos y unos cuantos más. Parecían todos nerviosos pero entusiasmados.
—¿Qué estáis escuchando? —pregunté.
—¡Chis! —exclamó el emperador Patán, empujándome la cabeza hacia abajo.
Papá siguió ajustando el dial.
Finalmente se oyó una voz humana. Papá se puso eufórico.
—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!
La señal no duró mucho. Enseguida dio paso de nuevo a las interferencias. Papá siguió intentándolo mientras los demás aguardaban pacientes. Tras un largo rato volvió la señal. De repente, se oyó una voz que hablaba mandarín con un marcado acento extranjero.
«Ésta es La voz de América emitiendo desde Estados Unidos».