EL verano en Chinkiang era caluroso y húmedo, como vivir en una sauna. Papá vino a recogernos a la estación de tren. Llevábamos años sin vernos. Era increíble que aún estuviera vivo. Había encogido de tamaño y estaba calvo y encorvado. Nos cayeron las lágrimas cuando nos abrazamos. Rouge estaba entusiasmada de ver a su abuelo, aunque apenas lo conocía.
—He perdido la cuenta de tu edad, abuelo —dijo Rouge—. ¿Cuántos años tienes exactamente?
—¡Veintinueve! —contestó papá.
—Querrás decir noventa y dos —repuso Rouge.
—¡Has captado la broma! Así es, pero en verdad aún soy más viejo —dijo papá, enderezando la espalda para parecer más alto.
—¡Pues aparentas veintinueve! —opinó Rouge.
—¿En serio? —preguntó papá, todo contento—. Es que me siento como si tuviera veintinueve.
—No te recuerdo tan bajo —observé—. ¿Cuánto mides, un metro veinte?
—Antes medía el doble —respondió él.
—¿Qué ha hecho que te encojas? —quiso saber Rouge.
—Mi cuerpo ha sabido conservarse en tiempos difíciles.
Rouge se echó a reír.
—No me veo encogiendo como tú.
—«Treinta años en el río este, y los treinta años siguientes en el río oeste» —dijo papá, recitando a Confucio.
—¿Qué significa eso? —preguntó Rouge.
—En el feng shui significa que existen las mismas oportunidades en el círculo de la vida.
—¿Cuál es el secreto de tu longevidad, abuelo? —inquirió Rouge.
Papá sonrió y respondió en voz baja:
—Tener fe.
—¿En Buda? —bromeó Rouge.
—¿Cómo te atreves a olvidar quién soy? —repuso papá, fingiendo ofenderse, aunque no de forma muy convincente.
—¿Cómo vamos a vivir, papá? —pregunté, cambiando de tema—. ¿Dónde vamos a alojarnos?
—En la iglesia —respondió papá.
—¿En la iglesia de Chinkiang?
—Sí, en la iglesia de Chinkiang de Absalom.
—Pero la iglesia de Chinkiang no se construyó para que la gente viviera en…
Enseguida me di cuenta de la estupidez de mi afirmación. Las condiciones de vida en China se habían deteriorado tanto que la gente había convertido en viviendas los establos.
—Para mucha gente ya no es una iglesia —explicó papá—. Durante la guerra contra Japón la ocuparon las tropas nacionalistas. Cuando los japoneses tomaron el poder, pasó a ser un cuartel. Tras la liberación de 1949, los comunistas la recuperaron. Desde entonces le han dado distintos usos. Los militares la utilizaron primero como cuartel general; el nuevo gobierno la empleó luego como almacén. Durante el movimiento de las comunas populares de Mao fue una cafetería pública. Cuando fracasaron las comunas, la convirtieron en un refugio para gente sin hogar. Al principio de la Revolución Cultural, los Guardias Rojos de fuera de la provincia se apoderaron de ella. Me rompieron los vitrales y pintaron el retrato de Mao encima de todas las imágenes de Jesús que había en las paredes. Treparon hasta el techo y tiraron abajo la cruz.
—¿Y ahora hay familias viviendo dentro de la iglesia? —pregunté.
Papá asintió.
—¿Cuántas?
Papá levantó dos dedos.
—¿Dos? —supuso Rouge.
—Veinte.
—¿Veinte familias?
—Sí, veinte familias, ciento nueve personas.
—¿Cómo es posible que se las arreglen?
—Pues nos las arreglamos, como palomas enjauladas.
Los recuerdos de Absalom y Carie se agolparon en mi mente cuando me vi ante la iglesia de Chinkiang. Tuve que parar un momento para recobrar la calma. La construcción gris había perdido color, pero el edificio se veía en buenas condiciones. Los escalones de piedra de la entrada se hallaban tan desgastados que parecían estar pulidos.
Aunque papá me había advertido de la masificación del espacio, me quedé horrorizada al entrar en la iglesia. Me había mentalizado para ver un palomar, pero lo que tenía enfrente parecía más bien una colmena. No había más ventanas que aquellas situadas en lo alto, cerca del techo, donde en su día estaban los vitrales. Eran la única entrada de luz para todo el interior. Las paredes se habían dividido en compartimientos de madera del tamaño de un hombre, como enormes estantes que iban de arriba abajo y de punta a punta, los cuales servían de camas. La gente utilizaba una maraña de escaleras de cuerda para acceder a los compartimientos.
Los jóvenes y los niños ocupaban los niveles superiores; los mayores, los inferiores. Cada milímetro de espacio estaba aprovechado al máximo. La zona para lavar se veía presidida por una pila grande hecha con una tubería de agua de unos seis metros de largo abierta por arriba. El agua salía de diez grifos en un chorrito sin fuerza. Bajo la pila había un canalón abierto e inclinado cubierto por una rejilla metálica. Una red de cañerías y una chimenea de aluminio en forma de dragón se veían suspendidas en el aire por medio de alambres. Debajo mismo del techo habían construido un altillo como un espacio común para guardar cosas. La zona ocupada en su día por los bancos de la iglesia había pasado a ser un comedor colectivo, con una mesa de madera enorme rodeada de bancos combados. La tarima elevada donde antes estaba situado el altar se había convertido en una cocina. Había una pila alta de leña amontonada contra la pared del fondo, cestos rebosantes de carbón y estructuras de madera llenas de cubos, ollas y woks. El podio desde donde predicaba Absalom albergaba ahora los fogones. Detrás de la tarima había un espacio destinado a los orinales, los cuales se hallaban divididos entre sí por cortinas.
—¿Qué os parece? —preguntó papá.
—¡Vaya, qué ingenioso! —comentó Rouge.
Tratando de pasar por alto el horrible hedor procedente de la zona de los orinales, respondí a papá que estaba impresionada.
—¡Para no haber ventanas hace mucho calor! —observó Rouge, limpiándose el sudor de la cara. Tenía la blusa empapada.
—Bienvenidas a casa —dijo papá.
A Rouge y a mí nos cedieron uno de los compartimentos para dormir más grandes. Rouge intentó meterse en el estrecho cubículo y se dio en la cabeza.
Antes de que tuviéramos tiempo de deshacer el equipaje, se oyó cómo llamaban a la puerta. Papá fue a abrirla. Un grupo de personas entraron en tropel. Los hombres iban con el torso al descubierto; las mujeres, con una blusa fina. Todos ellos llevaban zapatos de madera. Pronunciaron mi nombre emocionados.
—¡No me digas que no te acuerdas de mí! —dijo una anciana arrugada y jorobada que me cogió por los hombros.
—¿Lila?
—Sí, soy yo. ¿Y tú eres Sauce? —preguntó, alzando la voz—. ¡Cómo has envejecido! ¡Si tienes el pelo cano! ¿De verdad eres tú? ¿Dónde has estado? ¿Dónde está Pearl?
Al oír el nombre de Pearl, me vine abajo.
—¡No puedo creer que haya durado tanto para verte de vuelta aquí! —comentó Lila—. ¡Venid a saludar a tía Sauce! —añadió, volviéndose hacia sus hijos.
Yo no reconocía a los hombres que tenía delante, aunque sabía que serían David y Juan Doble Suerte y el menor de los tres hermanos, Salomón Triple Suerte.
—¿Dónde está el carpintero Chan? —quise saber.
—Ah, hace tiempo que murió —dijo un hombre desdentado.
—¿Está muerto? —pregunté, y al instante reconocí al propio Chan.
—No se puede esperar que a un perro le salgan colmillos de elefante —dijo Lila, dando una palmadita a su marido en la espalda—. Desde la muerte de Absalom, Chan no vale para nada.
—¿Cuándo pasó Absalom a mejor vida? —pregunté—. ¿Y cómo fueron sus últimos días?
—El viejo maestro tuvo un buen final —respondió el carpintero Chan.
—¿No sufrió?
—No. Yo estuve con él hasta el final. El viejo maestro dio su último sermón y se acostó. Poco después, lo encontré durmiendo en su cama, ya con Dios.
Una mujer de pelo blanco se abrió paso entre la multitud y se plantó frente a mí de un salto. Apretó los párpados y luego los estiró como si intentara abrir los ojos, pero no pudo.
—¿Sabes quién soy? —me preguntó, acercándose tanto a mí que olí su aliento a podrido.
Yo negué con la cabeza y le respondí que no la reconocía.
—¡Soy Soo-ching, la mendiga!
—¡Claro, la mendiga! ¿Cómo estás? ¿Qué te ha pasado en los ojos?
—Solo veo una sombra de ti, Sauce. Estoy ciega. Pero recuerdo tu cara de antes de que nos dejaras.
—¿Cómo te ha ido?
—Creo en Jesucristo —contestó Soo-ching—. Y Pearl, ¿cómo está? ¿Ha venido contigo? Me disgusta que hayáis dejado de visitarnos.
—¿Dónde está Confucio, tu hijo? —pregunté.
—¿Te acuerdas de él? ¡Bien!
—¿Cómo no voy a acordarme de él? ¡Con ese nombre tan singular que tiene!
—Ya no se llama Confucio —dijo Soo-ching—. Se cambió el nombre por Vanguardia.
—¿Vanguardia? ¿Por qué?
—Confucio ya no es el hijo de una mendiga —me explicó Lila al oído—. Se ha convertido en alguien importante.
—Así es —corroboró papá—. Vanguardia fue la primera persona de Chinkiang en afiliarse al Partido Comunista. Ahora es el jefe del pueblo.
—¡Mierda! —exclamó Soo-ching y, acto seguido, expectoró una flema que escupió en el suelo—. Me arrepiento de haberle puesto Confucio. No se merece un nombre así. No tardarás mucho en verlo, Sauce.
—Y Dick, tu marido, ¿cómo está? —me preguntó todo el mundo.
Titubeé, pues no sabía qué contestar.
—Ah, mi padre está bien —respondió Rouge por mí—. Está ocupado con su trabajo en Beijing.
Papá tomó asiento para contarme cómo había cambiado la ciudad de Chinkiang con los años.
—Es un lugar de exilio —dijo para empezar—. El gobierno deja tirada a la gente en su tierra natal cuando ya no le es de provecho.
El carpintero Chan amplió la explicación.
—El gobierno parece creer que los indeseables deberían echar mano de sus regiones de origen y sus parientes para sobrevivir.
—Así se ahorran costes penitenciarios —añadió papá—. Todo esto hemos tenido que construirlo nosotros mismos. —Agitó un brazo en el aire, indicando el interior de la iglesia.
—Aún estoy en ello —dijo el carpintero Chan, sonriendo.
—Ahora sí que estamos de verdad bajo el techo de Dios —comentó papá.
—Chan nunca aprendió la lección —intervino Lila—. Si hubiera denunciado a Absalom, podríamos habernos quedado en Nankín. Yo le dije que a Absalom no le importaría porque ya estaba muerto. Pero el terco de mi marido no quiso hacerlo, así que nos mandaron de vuelta a Chinkiang. ¿De qué voy a quejarme? Para una mujer, la vieja norma siempre ha sido: «Si te casas con un perro, seguirás a un perro; si te casas con un gallo, seguirás a un gallo». Pero nuestros hijos se quedaron sin futuro. En Nankín habrían tenido oportunidades, mejores colegios y mejores trabajos. Aquí en Chinkiang mis gemelos trabajan como culis y mi hijo menor es peón de campo… no ven su futuro con optimismo. —Lila se echó a llorar.
—¿Quién está armando tanto jaleo? —preguntó una voz de hombre desde arriba.
Al levantar la mirada, vi tres siluetas que salían a rastras de sus compartimientos.
Un anciano moreno y con barba bajó por una cuerda. Lo seguían dos hombres.
—¡Malditos huesos, no dejan de quejarse! Este cuerpo achacoso se me va a desmontar.
La voz me resultaba familiar, pero no sabía de qué.
El hombre con barba se acercó a mí y me lanzó una sonrisa burlona.
—Seguro que no adivinarías nunca quiénes somos.
—Pero nosotros os conocemos muy bien a ti y a tu amiga —añadieron los otros dos.
Busqué en los resquicios de mi memoria, pero no encontré ninguna imagen que se correspondiera con aquellas tres figuras que tenía ante mí.
El anciano barbudo lanzó un suspiro.
—Veinte años en la prisión nacional habrán cambiado mi aspecto… Sauce, por favor, mírame bien. Soy el emperador Patán. —Y, volviéndose, señaló a los hombres que tenía a su espalda—. Ellos son mis hermanos de sangre.
—¿El emperador Patán? ¿El general Langosta y el general Cangrejo?
—¡Sí, esos somos nosotros! —gritaron los hombres al unísono.
Papá se acercó a ellos y les pasó el brazo por los hombros.
—Ahora están con nosotros.
—¿Cómo puedes decir eso? —pregunté—. ¡El emperador Patán estuvo a punto de matar a Absalom, Pearl, Grace y a sus hijos! ¡Absalom lo habría mandado al infierno!
—Al contrario, hija mía, al contrario —repuso papá, negando con la cabeza—. De hecho, fue deseo de Absalom. Se aseguró de que todos los feligreses de su iglesia perdonaran al emperador Patán y sus hermanos de sangre. Al fin y al cabo, Cristo murió por nuestros pecados y su Padre nos perdona.
—No te creo, papá.
—Pregunta al carpintero Chan.
—¿Es verdad? —inquirí.
—Sí —asintió Chan—. Fue deseo de Absalom.
—¿Perdonar al emperador Patán por lo que había hecho?
—Así es.
—Dios es bueno, Dios es justo, Dios es amable —murmuró el emperador Patán con lágrimas en los ojos.
—¡Absalom está contento conmigo allá en el cielo! —dijo papá con voz cantarina—. He convertido a los tres.
El sonido del oficio dominical me despertó. Tardé unos segundos en darme cuenta de que no estaba soñando. Me hallaba dentro de mi compartimiento. Me puse boca abajo y asomé la cabeza para ver lo que pasaba. Vi a papá dando un sermón frente a los fogones de la cocina, que estaban tapados con una tela blanca. Papá iba vestido con su vieja túnica de pastor, que había perdido ya su color negro y se veía tan raída y desteñida que parecía un andrajo. Tenía un semblante solemne y tranquilo. Mientras hablaba, oí a Absalom en su voz.
Eché un vistazo hacia la puerta con miedo, y vi que estaba cerrada y asegurada con una tranca de madera gruesa.
Los ciento nueve residentes de la vieja iglesia escuchaban a papá en silencio, sentados en los bancos o en el suelo o desde sus compartimientos.
Cuando papá terminó, la gente comenzó a cantar «Amazing Grace». De repente, me asaltaron los recuerdos de cuando me sentaba junto a Carie frente a su piano. Nunca había entendido la letra hasta entonces:
'Twas Grace that taught my heart to fear
And Grace my fears relieved;
How precious did that Grace appear,
The hour Ifirst believed.
Through many dangers, toils, and snares,
I have already come;
'Tis Grace that brought me safe thus far,
And Grace will lead me home.[6]
Volví a meterme en el compartimiento. No había llorado cuando Dick me había dicho que se había enamorado de su secretaria y que había decidido poner fin a nuestro matrimonio. Pero en aquel momento me embargó una emoción más fuerte que las mareas altas del océano.
Rouge se acercó a mí y me abrazó mientras yo sollozaba.
—Estás en casa, mamá —dijo, secándome las lágrimas con dulzura—. Estamos en casa.