27

ME detuvieron en casa mientras fregaba los platos. Jamás imaginé que un trabajador de la oficina de correos pudiera llegar a delatarme. Me denunciaron y me acusaron de ser espía de Estados Unidos. Me encarcelaron sin juicio alguno. Había visto cómo les pasaba lo mismo a otras personas, pero me quedé impactada cuando me sucedió a mí.

Dick movió algunos hilos, pero nadie se atrevió a prestar su ayuda. Mi delito consistía en ser amiga de Pearl Buck. Dick me explicó que no había sido su éxito literario lo que la había convertido en enemiga de China, sino su rechazo a hacerse amiga de Mao.

Desde que se hicieron con el poder en China, el matrimonio Mao había deseado contar con el apoyo de Pearl al régimen. No obstante, ella había guardado siempre las distancias. Agentes chinos se habían puesto en contacto con la escritora en repetidas ocasiones con la esperanza de que pudiera hacer lo mismo por China que los periodistas americanos Edgar Snow y Anna Louise Strong. Aunque Pearl era amiga de ambos, tenía ideas políticas propias. Cuando a finales de los años cincuenta millones de chinos murieron de hambre durante el Gran Salto Adelante, mi amiga criticó públicamente a Mao. Señaló un hecho crucial que los demás habían pasado por alto: «Mao permitió que su pueblo muriera de inanición y de enfermedades varias, al mismo tiempo que ayudaba a los norcoreanos a combatir contra los estadounidenses».

«¿Pearl Buck es nuestra amiga o nuestra enemiga?», me contó Dick que le había preguntado Mao en una ocasión.

Dick respondió con sinceridad que Pearl amaba al pueblo chino pero que no creía en el comunismo.

Mao ordenó a mi marido que intentara persuadir a Pearl Buck. Quería que Dick repitiera el éxito alcanzado cuando convenció al general Chu para que cambiara de bando en 1949. Mao convirtió a Pearl en el siguiente desafío de Dick. Su dictamen fue claro: «Me gustaría tener de camarada a una ganadora del premio Nobel».

Dick escribió a Pearl a mis espaldas. Ella no le respondió, ni tampoco lo mencionó nunca en ninguna de las cartas que me remitió.

Frustrado, Dick preguntó al presidente por qué quería tener a Pearl de su lado.

«No hay comparación entre Pearl Buck y Edgar Snow —respondió Mao—. Pearl Buck es leída en el mundo entero. ¡Sus libros se han traducido a más de cien idiomas! Si Edgar Snow es un tanque, Pearl Buck es una bomba nuclear».

Dick fracasó en su misión; Pearl sabía demasiadas cosas sobre China como para que lograran embaucarla. Mi amiga juzgaba a Mao por sus obras, no por sus decorativas consignas. «Sirve al pueblo con el corazón y el alma» no significaba nada para ella. Pearl se negaba a dejarse comprar, igual que su padre Absalom. Las novelas que escribió durante los años sesenta retrataban la trágica existencia de los chinos bajo el régimen de Mao, a pesar de que se hallaba en la otra punta del mundo y se basaba en meras conjeturas. Al parecer, sus sentidos se agudizaban con la edad.

Dick nunca reveló a Mao su opinión acerca de Pearl, a quien veía como la única persona occidental capaz de escribir sobre la realidad de China con precisión y humanidad. Dick jamás mencionó su admiración por mi amiga, pero yo sabía lo que sentía.

Mi marido nunca tuvo el valor de desafiar a madame Mao cuando ésta declaró que las últimas novelas de Pearl constituían ataques contra el comunismo. Madame Mao creía que Pearl formaba parte de una conspiración estadounidense contra China. Ordenaron a Dick que incitara a los críticos chinos a lanzar un contraataque. Pearl Buck fue calificada de «imperialista cultural».

Madame Mao tildó a Pearl Buck de un ejemplo negativo. Estaba preparándose para ayudar a su marido a lanzar la Gran Revolución Cultural del Proletariado. El objetivo consistía en afianzar el poder de Mao en China y más allá.

El mayor talento de Mao fue convertir su pasión personal —destruir a sus enemigos— en la obsesión de todo el país. Dick me decía que yo estaba mejor en prisión. Cuando Rouge vino a verme en mayo de 1965, me explicó que el mundo exterior estaba revolucionado. Jóvenes agitadores que se hacían llamar la Guardia Roja de Mao gritaban: «Rechazamos todo lo que nuestro enemigo adopta y adoptamos todo lo que rechaza, sea lo que sea». Coreaban consignas de Mao mientras atacaban a personas sospechosas de ser antimaoístas.

Rouge estaba preocupada por mi salud, cada vez más débil, y porque no me permitían ver a un médico. Rezó conmigo por primera vez en años. Me dijo que quería saber más cosas sobre Dios, pero me dio miedo que le hubiesen lavado el cerebro a conciencia y que un día se volviera en mi contra. Sentía que el mejor modo de influir en ella era con mi propio ejemplo.

Una mañana muy temprano me sacaron a rastras de la celda. Me dijeron que la Guardia Roja había tomado el mando de las cárceles. Me matarían a golpes a menos que denunciara a Pearl Buck.

Solo me daban de comer gachas de arroz claras y rancias, y nunca eran suficientes. El hambre me roía las entrañas. No había electricidad ni agua. Mi celda era una oscura caja de hormigón sin ventanas. Perdí toda noción del tiempo. Sabía que muchas personas se habían vuelto locas de ese modo.

Comencé a cantarme canciones cristianas para conservar la cordura. Cuando los guardias de la cárcel me ordenaron parar, cambié de método. Practiqué caligrafía con los dedos, recordando versos bíblicos. Como no tenía agua, mojaba el dedo índice en el cubo de la orina y escribía las palabras en la superficie del suelo de hormigón, como si fuera papel de arroz. Me movía de izquierda a derecha. Cuando llegaba a la esquina inferior, la superior volvía a estar seca y podía volver a escribir sobre ella.

El tiempo transcurría sin medida. No había ningún espejo, de modo que no sabía qué aspecto tenía. Un día reparé en unos pelos que se habían caído al suelo y me di cuenta de que mi cabello se había vuelto cano.

Finalmente un día uno de los celadores me llevó a otro cuarto en el que había una mesa, una silla y un lavabo. Me dieron un peine y un cepillo de dientes y me dijeron que me adecentara un poco.

«Tienes una misión», me informó el guardia. Iba a reunirme con un oficial de alto rango del partido.

Después de asearme, dos soldados uniformados me escoltaron hasta un coche. Uno de ellos me tapó los ojos con un trozo de tela.

Fue un largo trayecto por carreteras llenas de baches.

Cuando me quitaron la venda de los ojos, descubrí que estábamos frente a un complejo militar. Cruzamos una puerta angosta. Olí a comida al fuego. Los soldados me llevaron a una sala grande con una alfombra llena de manchas, un par de sofás rojos y cortinas de color verde oscuro. Había una cesta llena de plátanos sobre la mesa.

«Sírvete tú misma», me dijo una camarera en un mandarín perfecto.

No habría tocado nada de no ser porque estaba muriéndome de hambre. Como un mono, cogí un plátano. Lo pelé rápidamente y me lo metí en la boca. Estaba tan enfrascada en masticar que no presté atención a nada más. Cuando alargué la mano para coger otro, me fijé en que había una persona sentada en el sofá. Al principio creí que era un hombre, porque vestía un uniforme militar masculino. Llevaba puesta la gorra verde con una estrella roja en la parte de delante.

—No tengas prisa —dijo.

Me quedé parada. No podía creer lo que veían mis ojos.

—Vieja amiga, ¿acaso te has olvidado de mí? —Sonrió.

Miré fijamente, reconociendo los dedos largos y huesudos.

—Madame Mao, ¿es usted?

—Sí, ha pasado mucho tiempo —comentó con una sonrisa—. Como ves, yo no me he olvidado de ti.

Me ofreció la mano, que rechacé explicándole a modo de disculpa que los dedos me olían a orín.

Madame Mao la retiró.

—El presidente te envía saludos.

Ha estado muy ocupado, como puedes imaginarte. Me gustaría llegar contigo a una solución que sea de su agrado.

—¿En qué puedo servirle? —pregunté.

—Camarada Sauce Yee, te ofrezco una gran oportunidad. Puedes dar un vuelco a tu vida demostrando tu lealtad al presidente.

Costaba descifrar el significado de sus palabras. Había cambiado desde la primera vez que la había visto en Yenán. La madame Mao que tenía sentada frente a mí conservaba un aspecto imponente, con su cabello teñido de negro. Sus ojos decían: «Soy poderosa». Se mantenía en buena forma física, pero ya no era una belleza. Y aunque todavía llevaba las cejas finas como las antenas de una gamba, las gafas de pasta negra le restaban feminidad.

—Veo que tienes hambre —comentó, mostrando sus dientes blancos y brillantes—. ¿Te gustaría almorzar?

Batió las palmas antes de que pudiera decir nada.

En la otra punta de la sala se abrió una puerta.

—Te espera un banquete privado preparado en tu honor —dijo con alegría, como si estuviéramos en una fiesta.

Los criados entraron y formaron una fila contra la pared.

Madame Mao tendió los brazos y me cogió las manos.

—Tengamos una charla íntima y seria, las dos solas.

—Estamos librando una guerra cultural con los países occidentales liderados por Estados Unidos —dijo madame Mao en un tono dramático. Sus finos labios temblaban. Estiró los brazos, volvió a tomar mis manos y las apretó entre las suyas—. Venceremos a los imperialistas culturales americanos. Los perseguiremos hasta el fin del mundo. ¡No tendrán tiempo de tomarse un respiro! —Tembló, como si tuviera frío.

—Disculpe… —No sabía qué decir.

Levantó una mano, indicando que le dejara terminar, y siguió hablando.

—Cuando lo consigamos, nos apoderaremos de la maquinaria de propaganda de los capitalistas. Haremos que nos escuchen y que los periódicos del mundo difundan nuestras ideas. Imagínate… el New York Times, el London Times. ¡Será la victoria de los proletarios del mundo! ¡El presidente estará orgullosísimo de tus logros!

—Me temo que no le sigo, madame…

—Tú come, come. —Colocó un plato de pato asado delante de mí.

—Con su permiso, me gustaría saber en qué consiste mi misión —le pedí.

—Tranquila, querida camarada. —Madame Mao sonrió con regocijo—. Te aseguro que no te asignaría nada que no fueras capaz de cumplir.

—¿En qué consiste exactamente?

—La misión es fácil, tienes que escribir dos artículos. Uno se titulará «La buena tierra es una planta venenosa» y el otro, «Explotación: cuarenta años de fechorías de Pearl Buck en China». El subtítulo será «Delitos revelados por una amiga de la infancia».

Aunque no tenía ni idea de lo que ocurría, presentí que Pearl debía de haber hecho algo que había ofendido personalmente a madame Mao, además de su renuncia a apoyar las políticas de Mao en China. Años más tarde me enteraría de que madame Mao había soñado con que la famosa novelista escribiera su biografía. Después de que Hollywood convirtiera La buena tierra en película, madame Mao imaginó que ella podría convertirse en el siguiente tema de interés de la ganadora del premio Nobel. Con la seguridad en sí misma que la caracterizaba, sus agentes se habían puesto en contacto con Pearl Buck. El libro se titularía La reina roja y el personaje de madame Mao tendría el mismo estilo y gusto que Scarlet O’Hara, de Lo que el viento se llevó.

La respuesta desfavorable de Pearl no se hizo esperar. Madame Mao la recibió mientras veía Lo que el viento se llevó por decimocuarta vez. Había imaginado a Vivien Leigh interpretando su papel en la gran pantalla.

Del rechazo de la autora brotaron semillas de venganza y madame Mao prometió que la destruiría.

—Además de atacar al presidente Mao en sus escritos, se ha descubierto que Pearl Buck ha estado ayudando a escapar a Estados Unidos a disidentes chinos —explicó madame Mao.

Le pedí que me dejara «digerir» sus palabras antes de nada.

—No te pregunto si estás dispuesta a hacerlo o no —dijo, levantando la barbilla hacia el techo—. Lo que te pido es la fecha en la que entregarás el arma.

Me permitieron reunirme con mi marido y mi hija. Nos facilitaron una habitación en el complejo. Me habían explicado claramente en qué iba a consistir mi castigo si no cooperaba. Decir no a madame Mao significaba seguir en la cárcel y, quizá, la muerte. Nunca antes me había preocupado mi edad, hasta ahora. Mi cuerpo estaba cansado y enfermo. Me acercaba a los setenta y me aterrorizaba la idea de morir en una celda fría.

—No deberías considerarlo un acto de traición —dijo Dick, intentando convencerme—. No harás daño a Pearl si la denuncias. Lo entenderá. No está en China. Lo más probable es que no volváis a veros. Ella ni siquiera sabrá que fuiste tú quien escribió la crítica.

—Pero Dios sí —repuse, llorando.

—Considera las circunstancias —me pidió Dick—. Debemos proteger a nuestro público de la influencia de Pearl Buck. Sus libros han dañado la reputación del Partido Comunista en el mundo entero. Pearl ya no es la misma persona que conocías.

—Por desgracia, he leído La buena tierra —respondí—. Lo leí hace treinta años, cuando no era más que un manuscrito. Pearl no insultaba a los campesinos chinos, como afirma madame Mao. Al contrario, mostraba cómo éramos en realidad.

—Estás dejando que tus sentimientos personales interfieran en tu buen criterio político —advirtió Dick.

—¡Al infierno mi buen criterio político!

Rouge se acercó a sentarse a mi lado.

—Nadie dice no a madame Mao —sentenció Dick enfadado.

—No puedo hacerlo —dije.

—Invéntate alguna historia —sugirió Dick—. ¡Miente!

—¡No puedo explicar al mundo entero lo malos que eran Pearl y su familia!

—Tienes que hacerlo si quieres sobrevivir, Sauce. Ya le explicarás después a Pearl que no lo decías en serio.

Miré a mi marido y me sentí abrumada por una tristeza indescriptible. Mentir había pasado a formar parte del estilo de vida de Dick. Deseé poder doblegarme con el viento como él.

—No quiero darle a mi hija una lección sobre la traición con mi propio ejemplo —concluí.

—A Rouge le está costando encontrar un hombre que quiera casarse con ella por tu culpa, ¡y ya ha cumplido treinta años!

Sus palabras me hirieron como si me hubieran clavado un puñal. Me culpé de arruinar la vida de mi hija. Eran muchas las veces que le habían partido el corazón. Los jóvenes se enamoraban de ella a primera vista, pero en cuanto averiguaban que su madre era considerada enemiga del pueblo, la evitaban como a un virus. Interesarse por Rouge significaba abocarse a una vida de persecución y penurias.

Incrementaron diez años más mi condena, aumento que después me redujeron a cinco por ser la mujer de Dick. Me enviaron a una cárcel de trabajos forzados en una provincia remota cerca del Tíbet.

Pasaba los días en el campo, plantando trigo y algodón, y las noches buscando comida entre la basura y combatiendo el frío, el calor y los bichos. Dispersaron a nuestra familia a cientos de kilómetros. Dick estaba en el norte, Rouge en el sur y yo en el sudoeste. Dick y Rouge se turnaban para visitarme cada tres meses y por Año Nuevo. Mi hija nunca se quejó de las dificultades por las que estaba atravesando, pero llevaba el dolor escrito en la cara. Se había convertido en una mujer callada, más madura que los jóvenes de su edad. Tras licenciarse en medicina por la Universidad de Beijing, le prohibieron ejercer la profesión para la que se había formado. Trabajaba en una fábrica textil como obrera. Dick no quiso contarme en qué había consistido su castigo, pero acabé enterándome igualmente. Lo degradaron y lo mandaron a un recóndito puesto en las provincias. Mao le hizo volver al cabo de un año. Mi marido trabajó duro para ganarse de nuevo su confianza.

Mi hija y yo intentábamos mantener nuestra visión de la situación. Veíamos que no éramos la única familia que lo pasaba mal. Millones de personas compartían el mismo destino. Hacia finales de 1969 la Revolución Cultural resultó ser uno de los episodios más devastadores de la larga historia de China.

Después de servir cinco años en la cárcel de trabajos forzados me ordenaron regresar al lugar del que procedía, Chinkiang. Lo consideraron un castigo permanente. Me ordenaron reformarme hasta mi muerte a través del trabajo físico. Tenía casi ochenta años.

A Rouge le dieron a elegir entre quedarse donde estaba o acompañarme. Escogió venir conmigo y dejó su empleo. Dijo que de todos modos apenas ganaba lo suficiente para comprar comida.

Nos dirigimos a casa en un tren muy lento. Yo tenía la piel dañada por el sol y un dolor constante en la espalda. No podía caminar erguida. Sufría lesiones en las articulaciones, la columna vertebral y las piernas, pero mi espíritu seguía intacto. Me sentía orgullosa de mí misma por haber sido capaz de pagar un precio a cambio de la decencia: podía afirmar con sinceridad que nunca había traicionado a Dios y que Dios nunca me había abandonado.

A Dick no le dieron más opción que quedarse junto a Mao en Beijing. Había sido el director de propaganda china durante quince años. Escribía los discursos y artículos de Mao y su esposa. Cuando suplicó por mi liberación para que pudiera reunirme con él, madame Mao respondió citando un poema de su marido: «Disfruta de la belleza de la nieve sin que te dé pena que se congelen las moscas».

Creía que Dick habría sufrido en mi ausencia y que habría estado esperándome, pero me equivocaba.

Un año después de que me enviaran a la cárcel de trabajos forzados, el partido puso a su disposición una joven a la que triplicaba la edad como secretaria y enfermera. Al principio Dick no era consciente de la trampa que le habían tendido. Para cuando quiso darse cuenta, ya se había enamorado.