CUANDO en 1948 Mao desafió a Stalin y cruzó el río Yangtsé a la caza de Chiang Kai-chek, Dick me dijo que los comunistas ganarían China. Su predicción se hizo realidad en mayo de 1949. La gente había sufrido doce años de conflictos: ocho de lucha contra Japón y cuatro de guerra civil. Costaba creer que las guerras hubieran terminado. Los asesores rusos y estadounidenses a ambos lados tuvieron que admitir que se habían equivocado. Mao creía que solo debía haber un león en la montaña. Jamás compartiría el poder con Chiang Kai-chek.
El día que cayó su capital, Nankín, Chiang Kai-chek voló a Taiwan. Mao hubiera continuado con la persecución hasta capturarlo de no haber sido por la fuerza militar americana presente en la isla. Mao era precavido. No quería abusar de su suerte, así que reivindicó una nación a la que llamó República Popular China.
Me ordenaron hacer las maletas de inmediato y trasladarme al norte. Rouge estaba emocionada; tenía quince años y solo conocía Yenán. El año anterior se había unido a la Unión de Jóvenes Comunistas y trabajado como periodista fronteriza para El Diario de Yenán. Le habían otorgado varios premios como «camarada excepcional» y una medalla de Mao. Sus canciones preferidas eran himnos soviéticos y tenía predilección por la chaqueta Lenin.
Teníamos que reunirnos con Dick en Pekín. Mao había decidido que sería la nueva capital y que mudaría su nombre por Beijing. La Octava y Cuarta División del Ejército también experimentaron un cambio. De estar a las órdenes de Chiang Kai-chek, pasarían a obedecer a Mao y quedarían incorporadas al Ejército de Liberación Popular.
Dick vino a recogernos en un jeep americano. Aunque estaba muy moreno y delgado debido a las úlceras de estómago que había desarrollado, se le veía feliz. Nos explicó que la última dueña del coche había sido madame Chiang Kai-chek.
Los ciudadanos recibieron al Ejército de Liberación Popular con alegría. El jeep de Dick formó parte del desfile de entrada en Beijing. La multitud aplaudía y hacía redoblar los tambores. Los niños lanzaban flores y gritaban: «¡Viva el presidente Mao!»; «¡Viva el Partido Comunista Chino!».
El 1 de octubre de 1949 fue el día de la celebración de la nación. De pie sobre la Puerta de Tiananmen, Mao proclamó al mundo entero la independencia de China. Prometió libertad y respeto a los derechos humanos. A partir de aquel instante, fue considerado el gobernante más sabio que el cielo había otorgado a China. Pocos sabían que había sido Dick el encargado de negociar la pacífica transición.
Mi marido había estado trabajando en secreto con el general Chu, defensor de Pekín en nombre de Chiang Kai-chek. Dick lo había persuadido para que se rindiera. Le convenció de que Chiang Kai-chek lo había abandonado. Según Dick, continuar con la lucha significaría un baño de sangre del que Chu saldría perdedor por mucho que peleara. En nombre de Mao, prometió al general Chu una posición de alto rango en el Ejército de Liberación Popular. Dick firmó con su nombre el acuerdo secreto para Mao. En cuanto el general Chu alzara la bandera blanca, le llamarían «el héroe del pueblo».
No daba crédito a mis ojos cuando mi marido nos llevó a ver nuestro nuevo hogar. Estaba situado dentro de la Ciudad Prohibida. Íbamos a ocupar uno de los palacetes. Dick me explicó que Mao y su mujer, junto con su vicepresidente, sus ministros y familias, ya se habían trasladado a la Ciudad Prohibida.
Me llevó días convencerme de que mi vida había cambiado de verdad. ¡Por fin! Ya no tendría que vivir en una cueva, ni soportar ataques aéreos. La comida dejaría de ser un problema. Me miré en el espejo y vi una cara que a duras penas reconocí como mía. A mis cincuenta y nueve años de edad, por fin podría echar raíces en un sitio.
En vez de llamar a los palacios por sus antiguos nombres imperiales, las autoridades comunistas en materia de vivienda les asignó números. Nuestra residencia, que en su día había sido el Palacio de la Tranquilidad, pasó a denominarse el Edificio número 19.
Me gustaba pasear por los alrededores de mi nuevo hogar y admirar el esplendor de la arquitectura imperial. El palacete era una obra de arte viviente. Como una verdadera beldad, cambiaba de cara según la luz. Las formidables vigas en forma de arco y las columnas de ladrillo me recordaban los decorados de las óperas. Rouge estaba impresionada con la enorme puerta de madera. Corría de sala en sala, gritando entusiasmada y cantando. Teníamos cuatro estancias principales y siete cuartos de servicio para usos varios, además de un pórtico que daba al jardín con árboles de hoja perenne, lujosos arbustos y flores de fragancia embriagadora.
—¿Cómo podemos permitirnos vivir en un lugar así? —pregunté.
—Es gratis.
—¿A qué te refieres con que es gratis?
—No fui yo quien escogió este sitio —dijo Dick—. Fue decisión del presidente Mao.
Al ver la expresión de mi cara, Dick me explicó:
—Es para su propia conveniencia. Quiere tenerme cerca por el bien del trabajo. —Hizo una pausa, mirándome con atención—. Creí que este acomodo te haría feliz. ¿Cuántas personas en China tienen oportunidad de vivir en un palacio como éste?
Hubiera preferido vivir en un sitio en el que pudiéramos tener intimidad. Entendía que Dick no tenía elección. Rouge se juntaría con otros niños, hijos de oficiales de alto rango, y asistiría a una escuela privada en la que le enseñarían más ruso que chino. El objetivo del colegio era preparar a sus estudiantes para estudiar en la Universidad de Moscú.
Sentí un creciente distanciamiento entre mi hija y yo después de que comenzara a ir al colegio. Ya no quería rezar conmigo. Tiró la pequeña imagen de Jesús que yo guardaba en mi cuarto de baño. Me contó que la habían elegido delegada de su clase. En lugar de despedirse con un abrazo por las mañanas, se llevaba la mano derecha a la sien y decía: «¡Saludos, camaradas!». Un día descubrí un retrato de Mao en mi habitación en lugar de mi cuadro preferido de un loto. Cuando protesté, Rouge dijo: «Es por tu bien, madre. No pareces entender lo que está pasando fuera de nuestra familia».
No estaba acostumbrada a mi nuevo papel de esposa de un revolucionario. Por razones de seguridad, no se me permitía compartir mi dirección con nadie, ni siquiera con papá. Me quejé a Dick y dije que echaba de menos a mi padre. Un mes más tarde lo dejaron delante de la puerta de mi casa como si fuera un paquete. Aunque gozaba de muy buena salud y estaba contento de verme, papá describió su viaje como «un secuestro». Los agentes secretos de Mao lo habían sacado de Chinkiang y lo habían traído a Beijing. No le dijeron adónde se dirigía ni a quién iba a visitar. Durante su estancia en la Ciudad Prohibida, le reprendieron por intentar salir del recinto sin permiso. Se peleó con los guardias y dijo que no quería ser un prisionero. Al final me suplicó que le comprara un billete de vuelta a casa. Lo hice y me entristeció que no volviera la cabeza para mirarme una última vez cuando se montó en el tren. Apenas habíamos tenido tiempo de hablar y ponernos al día sobre nuestras respectivas vidas. Ni siquiera tuve la oportunidad de preguntarle cómo le iban las cosas a todos por Chinkiang.
Intenté encontrar el modo de hacer saber a Pearl que me había mudado a Beijing. Supuse que ya se habría enterado de la victoria de Mao. Me pregunté qué pensaría sobre la derrota de Chiang Kai-chek. En cierto modo, Pearl había anticipado el resultado y sus repercusiones en nuestras anteriores cartas. Se habían publicado muchas cosas sobre madame Chiang Kai-chek, que había tenido éxito en su campaña por Estados Unidos a favor de su marido y conseguido que el público se uniera a su causa. Pero Pearl no creía sus argumentos. Ya en el pasado solía decir que los Chiang se aferraban al poder por propio interés. Creía que existía una línea divisoria entre los Chiang y los campesinos chinos. Hacía mucho tiempo que Pearl había vaticinado que el poder de Mao procedería de su entendimiento del campesinado.
Pearl nunca confió en los comunistas. Disfrutaba de su amistad con Dick y apoyó mi matrimonio porque vio que él me amaba. Por otro lado, a mi amiga no le gustaba que Dick me lavara el cerebro. Cuando mencioné en una carta que mi marido veneraba a Karl Marx, Pearl me escribió, preguntándome: «¿Sabes quién es Karl Marx? ¡Se trata de un extraño hombrecillo, muerto hace mucho tiempo, que vivió una pequeña y limitada existencia y que, con el poder de su mente caprichosa, logró de algún modo influir en millones de vidas humanas!».
Aquello tenía sentido, aunque nada de lo que yo dijera haría cambiar el criterio de mi marido. Tras la victoria de Mao, Dick fue aún más allá en lo que yo llamaría un viaje sin retorno.
El siguiente acto en la agenda de Mao fue una fiesta en conmemoración de la independencia nacional. Encargaron su organización a Dick, quien agradeció a Mao la confianza depositada en él para realizar el trabajo. Por fin iba a poder hacer lo que más le gustaba: reunir a personas con talento. Apenas le veía durante el día. Intentaba convencerme a mí misma de que era afortunada porque mi marido no había fallecido en el campo de batalla y me decía que debía sentirme satisfecha de que el Partido Comunista se ocupara de nuestras vidas. Pusieron a nuestro servicio chefs, conductores, médicos, modistas, guardaespaldas y sirvientas.
Escribí a Pearl en cuanto pude. Beijing era una ciudad enorme en la que me resultaba fácil desaparecer entre la multitud cuando necesitaba ir a la oficina de correos. Le expliqué que Dick se había convertido en un ferviente comunista y que, por el contrario, yo seguía siendo una burguesa liberal e independiente, y lo que era aún peor, continuaba siendo cristiana. «Los cambios que se están produciendo en China me entusiasman y me dan miedo al mismo tiempo —confesé—. Mao ha hecho de sí mismo un dios para el pueblo. Siento que estoy perdiendo a mi marido y a mi hija en favor de este hombre. Lo irónico es que ellos creen que la loca soy yo».
Por el bien de mi hija, dejé de salir a buscar por Beijing alguna iglesia en la que rendir culto a Dios. Pero nunca pude dejar de tener fe en él, aunque así lo hubiera querido. Rezaba en la oscuridad.
Me arrodillaba mientras Dick y Rouge dormían. También estaba decidida a mantener mi correspondencia con Pearl mientras me fuera posible.
Los dolores estomacales de Dick fueron a más y al final tuvieron que operarle. Le extirparon dos tercios del estómago. Siguió trabajando desde la cama del hospital. Quedaba con algunas de las personas más influyentes del momento, desde antiguos ministros de Chiang Kai-chek hasta artistas famosos. El objetivo de Dick era procurar legitimidad nacional e internacional para Mao. «El presidente Mao tiene que hacer más amigos. Estados Unidos podría utilizar Taiwan como base militar para lanzar un ataque contra China en cualquier momento», explicó Dick a Rouge.
Como nuevo ministro del departamento de cultura, ciencias y arte, Dick se encargaba de alentar el regreso de los chinos que vivían en el extranjero a su tierra natal. En los diez años siguientes escribió cientos de cartas en las que explicaba a sus amigos repartidos por todo el mundo que «Mao es un líder sabio y misericordioso que reconoce y aprecia el talento».
Entre los que regresaron había intelectuales, científicos, arquitectos, dramaturgos, novelistas y artistas. En nombre del Partido Comunista, Dick les garantizó sus salarios, les ofreció un estilo de vida privilegiado y total libertad de expresión. Los nombró directores de teatros y universidades nacionales. Cada mañana iba en su jeep a recoger a los que llegaban. Cada noche ofrecía una alegre fiesta de bienvenida. Dick bebió demasiado en una de ellas. A la mañana siguiente, con los ojos hinchados e inyectados en sangre, dijo:
—Si Hsu Chih-mo no estuviera muerto, le habría invitado. Se lo hubiera pasado muy bien.
—Hsu Chih-mo no se hubiera escondido como yo lo hago —respondí—. Hubiera criticado a Mao. Le habría dicho a la cara que es un poeta aficionado.
—¿A quién intentas desafiar? —preguntó Dick irritado—. ¿Por qué tienes que ser tan cínica en todo momento?
—Solo cuestiono cuán cierta es la libertad de expresión en China —repuse—. ¿Estás seguro de poder mantener las promesas que has hecho a tantas personas?
Dick entendió mi preocupación y no respondió a mi pregunta porque en el fondo sabía que la «voluntad de la nación» acabaría siendo la «voluntad de Mao».
—Puede que acabes cargando con la piedra que terminará aplastándote los dedos del pie —comenté, asustada.
Dick me rodeó los hombros con el brazo y dijo que estaba de acuerdo conmigo:
—Pero debo tener fe en lo que hago.
Pasé la cara por su mano y respondí que lo entendía.
—Debo creer que hay más personas que comparten los mismos valores que yo —dijo Dick con voz suave.
—Estás siendo ingenuo.
—Lo sé, lo sé —me cortó—. Tu preocupación es legítima, pero innecesaria.
—Lo veo venir.
—Sauce, tienes una imaginación desbocada. No permitas que te vuelva loca.
—No volveré a decirlo pero, mira, soy tu esposa y te conozco lo suficiente para saber que tú y Mao sois muy distintos.
—Nos complementamos.
—No me refiero a eso.
—Sé lo que quieres decir, cariño.
—Déjame acabar, ¿quieres? —Estaba enfadada—. Mao no dudará en procesarte o… no sé si atreverme a decir la palabra… asesinarte para salirse con la suya. Lo ha hecho antes.
Dick se levantó y se alejó unos pasos de mí.
—Mao no es dueño del partido —dijo con voz firme—. El comunismo se basa en la justicia y la democracia.
Me llevó a su habitación, abrió el cajón superior de su escritorio y sacó un sobre. Vi que la caligrafía china del sobre pertenecía a Pearl. Los sellos mostraban que la carta había llegado hacía dos meses. Estaba abierta y el sobre, vacío.
—Se ha invadido mi privacidad —protesté.
—La abrieron los agentes de seguridad interna de Mao.
—¿Dónde está la carta?
—La tiene la agencia central. Me notificaron que la iban a confiscar.
—¿Por qué no intercediste por mí?
—¡De no haberlo hecho, ahora mismo no estarías aquí! —respondió casi a gritos.
Sabía que Dick habría hecho cuanto había podido.
—Mira. —Dick extrajo más documentos del cajón—. Aquí tienes más pruebas. He luchado por ti no una sino varias veces.
No tenía ni idea de que estuviera metida en semejante apuro.
—Los de seguridad interna te vigilan —continuó Dick—. Estás a un paso de que te consideren simpatizante del enemigo. Ven tu amistad con Pearl como una amenaza para la seguridad nacional. El estatus de Pearl en Estados Unidos y sus críticas públicas a Mao y al Partido Comunista le han valido la calificación de enemiga de China.
—¿Soy sospechosa?
—¿Tú qué crees? Te han pillado pasándole información.
Recordé que en mis cartas había compartido con Pearl mis dudas sobre los esfuerzos de Dick por reclutar a gente para la causa comunista. Le confié que nunca podría olvidar lo ocurrido en Yenán durante los años treinta.
Detuvieron por espías y mataron de un tiro a varios jóvenes procedentes de Shanghai a los que Dick había reclutado. Después de todos aquellos años, sus familias todavía escribían a mi marido, preguntándole si sabía alguna cosa de sus seres queridos. Dick se ponía una máscara cuando hablaba con ellos. No tenía ninguna respuesta que ofrecerles. Se sentía responsable y no conseguía perdonarse a sí mismo, por mucho que se dijera que la causa de los asesinatos había sido la guerra contra Japón.
No pensé en mandar ninguna otra carta a Pearl. Sabía que era demasiado peligroso. El ambiente político empezó a cambiar después del llamado Gran Salto Adelante. Aquel experimento de Mao se inició en 1957, duró tres años y fue un fracaso absoluto. Forzó a todo el país a adoptar un estilo de vida comunitario. El resultado fueron millones de muertos y una nación hambrienta. A finales de 1962 el respeto por Mao se había debilitado. Algunas voces pedían un «líder competente».
Sintiendo su poder amenazado, Mao reprimió las críticas crecientes. Madame Mao inauguró una conferencia sobre los medios de comunicación nacionales para «disipar la confusión». Dick tenía que redactar un «plan de lucha». Lo primero que le ordenaron fue cerrar el acceso a China del exterior. Hubo de disculparse personalmente con periodistas y diplomáticos extranjeros por cancelarles sus visados de entrada. «Es una medida temporal —les aseguró Dick—. China volverá a abrir sus puertas antes de lo que pensáis».
Sin embargo, cuando llegó a casa me dijo que no confiaba demasiado en lo que había prometido a sus amigos. Mao no tenía intención alguna de volver a abrir la entrada a China, lo que me llevó a pensar que sería mi última oportunidad de escribir a Pearl. Ahora o nunca, me dije.
Como si fuera un agente secreto, me disfracé de campesina y envié la carta desde una oficina de correos situada a las afueras de Beijing. Era un caluroso día de abril. El sol se filtraba a través de las nubes. Las hojas nuevas daban a los árboles un color verde claro. Los niños llevaban pañuelos rojos anudados al cuello y cantaban alegres canciones. Me aseguré de cubrir mis huellas tomando diferentes autobuses. No pude evitar secarme las lágrimas de vuelta a casa. Intuía que jamás volvería a saber de Pearl.
Por mucho que lo intenté, me vi incapaz de seguir poniendo buena cara y mantener una actitud optimista, es decir, lo que el partido entendía como una conducta políticamente correcta en todo momento. Cada día me resultaba más difícil. Atacaba a Dick en casa, dando rienda suelta a mi ira.
—¡Mao roba la vida a personas inocentes! —gritaba, lanzando los palillos contra la pared—. ¡Es una crueldad!
—Sería más apropiado decir «sacrificio». —Mi marido me pedía que callara mientras procedía a cerrar las ventanas.
—¡Habla conmigo sin tu máscara, Dick! Dime, ¿tienes alguna duda, pregunta o reserva en tu corazón?
Dick se quedaba callado.
—¿Cómo puedes soportar la idea de haber asesinado por Mao?
Te empeñas en justificarte.
—Basta, Sauce. ¡Estamos en 1963, no en 1936! Hoy en día gobierna el proletariado. Nuestro presidente sigue los pasos de Stalin. Una palabra errada y puedes perder la lengua, si no la cabeza.
—No has contestado a mis preguntas.
—Estoy cansado.
En una de aquellas discusiones permanecimos sentados cara a cara durante un largo rato. La cena estaba sobre la mesa, pero no teníamos apetito.
—Cuando a Mao le entra el pánico, se deja llevar —dijo Dick, respirando hondo—. Necesitaba hacer una purga entre los anticomunistas.
—¿Hizo bien en ordenar los asesinatos de los jóvenes a los que reclutaste?
—En aquel momento, sí. Pero ahora, no. La tragedia fue una pérdida para el partido. Solo benefició a nuestros enemigos.
—Dick Lin, te he observado correr de acá para allá, aprovechando tu reputación para conseguir que la gente regresara a China. ¿Y si Mao cambia de idea? ¿Y si esas personas dicen o hacen cosas que acaban por no satisfacer u ofender a Mao? ¿Estás dispuesto a ser el verdugo?
—Eso no pasará.
—Creía que a estas alturas ya conocías a Mao.
—Y así es.
—Entonces eres una mala persona por obedecerle.
—Cabalgo a lomos de un tigre. Moriré si intento bajarme de él.
—¡Qué afirmación tan egoísta!
Dick dio media vuelta y fue a sentarse en una silla. Se tapó la cara con las manos.
—De todos modos, nunca has aprobado lo que hago.
—Te niegas a admitir la verdad.
—¿Qué verdad?
—¡Que el único comunismo que existe es el que Mao quiere!
—Camarada Sauce. —Dick se puso en pie—. Nunca he insultado a tu Dios, así que haz el favor de dejar de insultar al mío.