25

ME sentí sola y triste tras la marcha de Pearl. La vida en Nankín se volvió ardua. El gobierno nacionalista aumentó los impuestos con el fin de librarse de los japoneses y los comunistas. Un saco de arroz costaba tres bolsas llenas de billetes. Dick me escribió repetidas veces desde la Base Roja de Yenán, instándome a que me reuniera con él. Al final, me decidí. Le hice saber que estaba preparada para ser la «esposa de un fugitivo». Mi marido estaba eufórico. Me preparó para la tierra hostil y yerma de Yenán, y para las penalidades que allí tendría que soportar.

«Intenta ver el lado positivo —me animó Dick—. Después de todo, el primer emperador de China nació aquí hace dos mil años».

Hice saber a papá que estaría preocupada por él. Me pidió que no lo hiciera. Volvió a Chinkiang antes de mi partida. Incluso Absalom convenía en que papá era otro hombre. Para reparar su error, papá se entregó en cuerpo y alma a su labor en la iglesia. Su devoción permitió que Absalom prolongara sus misiones en el interior del país. Durante una de sus ausencias, papá pidió al carpintero Chan que fabricara una vidriera para su iglesia con la imagen de Jesucristo. Todo el mundo se mostró encantado cuando la obra estuvo terminada. El sol entraba todas las mañanas a través de los cristales de colores. Daba la sensación de que Cristo flotaba sobre las nubes.

La vidriera impulsó la asistencia a la iglesia. A la gente le encantaba el «emotivo Dios extranjero». El servicio de los domingos por la mañana se convirtió en la función de papá. Los feligreses le explicaban que les gustaba la imagen de aquel Jesucristo en particular, pues lo sentían más cercano. Papá estaba encantado. Había alterado ligeramente los rasgos de Cristo. La versión de la vidriera tenía los ojos rasgados, la nariz más chata, los labios gruesos, los lóbulos de las orejas grandes y la piel más oscura.

«¡Esto sirve para demostraros que las ideas fluyen más rápido en una mente bien amueblada!», dijo papá lleno de orgullo.

Mi hija nació en una cueva en Yenán, durante un día de nieve. Intenté buscarle un buen nombre, pero no acababa de convencerme ninguno. Dick se mostró exultante cuando cogió al bebé en brazos por primera vez. «¡Qué preciosidad! —exclamó—. ¡En vez de mis ojos de sapo y mi nariz aguileña ha sacado los rasgos de su madre: los ojos almendrados e inteligentes de una princesita china, una nariz recta y delicada y los labios rosados! ¡Qué buena suerte!».

Dick había estado trabajando con el círculo íntimo de Mao, quien se refería a él como «su arma secreta». Debido a la influencia de mi esposo, la imagen de Mao había ido mudando poco a poco de jefe de la guerrilla a héroe nacional. Mediante su propaganda, Dick convencía a las masas de que había sido Mao, y no Chiang Kai-chek, el que había luchado contra los japoneses.

En 1937 los agentes de Dick se infiltraron con éxito en la organización de Chiang Kai-chek. Lograron convencer a varios generales del ejército nacionalista de que se unieran a Mao. Uno de ellos llegó incluso a arrestar a Chiang Kai-chek. A lo largo de la historia este suceso se conocería como el «Incidente de Xian».

El nombre de Mao comenzó a aparecer con regularidad en los periódicos. Chiang Kai-chek se vio presionado a invitar a Mao a mantener conversaciones de paz. Mi marido convirtió el acontecimiento en una oportunidad propagandística. Las historias que se inventó sobre Mao hicieron de él un mito.

Dick se pasaba las noches trabajando. Componía los discursos de Mao y concertaba entrevistas. Con frecuencia se quedaba hasta el amanecer imprimiendo folletos en un refugio antiaéreo. Sacó buen partido de mi inglés. Traduje los artículos de Mao y los envié a varias agencias de noticias extranjeras. Esto llamó la atención de los periodistas occidentales, que vinieron a Yenán en busca de entrevistas privadas con Mao.

La ciudad de Yenán dejó de ser un lugar desconocido en el mapa para convertirse en el cuartel general de la guerra nacional contra Japón. Mao había pasado a equipararse con Chiang Kai-chek.

Mao estaba tan satisfecho que escribió un poema dedicado a Dick. En la tradición china, aquél era uno de los mayores honores que podía recibir una persona. El poema de Mao se titulaba «A diferencia del poeta Lu You». Como es sabido, Lu You, nacido en 1172, escribió los famosos versos «Con las aspiraciones tan altas como una montaña, pero con un viejo armazón mortal»:

Lago Tongting.

Lago de hierba verde.

Próximo a una noche de

mediados de otoño.

No corre el viento sereno.

Treinta mil acres

de luz de jade.

Salpicados por mi bote

en forma de hoja.

El cielo con puros rayos

de luna desborda.

La superficie del agua

pavimentada con luz de luna.

Bebiendo vino del río del oeste.

Con la Osa Mayor

como nuestra copa.

Comparto la felicidad

contigo amigo mío.

No hablemos más del

resentido poeta Lu You.

Claridad por encima.

Claridad por debajo.

Mientras que en Yenán la mayoría de la gente pasaba grandes penalidades, Dick y yo vivíamos como la realeza. Nos cedieron una de las mejores cuevas como vivienda. Tenía dos habitaciones, estaba orientada al sur y el sol la calentaba. Comíamos carne una vez por semana mientras que los demás comían hojas de ñame mezcladas con mijo. Al principio, disfrutaba del lujo y del nuevo estatus de Dick. La gente acudía a él a todas horas para recibir instrucciones. Pero no tardaron en molestarme las intromisiones. Resultaba difícil dormir con tanto trasiego. También me costaba leer y escribir a la luz de las velas. Dick tenía tan mal la vista que se veía obligado a llevar unas gafas muy gruesas que le agrandaban las pupilas hasta conferirles el tamaño de frijoles chinos. Cuando se las quitaba por la noche, sus ojos parecían huevos de paloma a punto de salírsele de las cuencas de los ojos.

A él no le importaban sus ojos. Quería que yo me tomara más en serio las sensibilidades políticas de sus camaradas. Me pidió que ocultara mis costumbres burguesas. Mis deseos de tener un poco de intimidad, por ejemplo.

«Es ridículo decir que tener intimidad, un mínimo de higiene y pasión por la naturaleza sean costumbres burguesas», protesté.

La disputa de verdad comenzó con el nombre de nuestra hija. Yo prefería Pequeña Pearl, pero Dick tenía otra idea en mente. Quería que se llamara Arte Nuevo; por «nuevo» se refería al «arte del proletariado». Su trabajo para Mao consistía en crear arte para el proletariado.

Dick decidió llevar nuestra discusión ante Mao, que vivía tres cuevas más abajo.

En aquel momento el dirigente estaba estudiando la Revolución francesa, pero nos recibió afectuosamente. Cuando le pedimos su opinión sobre el nombre de nuestra hija, Mao respondió que ninguna de las dos opciones era la acertada. Entonces cogió una pluma y escribió su elección con tinta roja.

De ahí surgió «Rouge Lin», que pasó a ser el nombre oficial de nuestra hija.

A mí no me gustaba. Paz y tranquilidad era lo que yo tenía en mente. Rouge quería decir «revolución» en chino. El nombre estaba asociado a sangre y violencia.

—¡Es con lo que estamos luchando, con nuestra sangre! —dijo Dick, citando a Mao—. Todos los padres de Yenán ponen a sus hijos nombres revolucionarios: Base Roja, Yenán, Futuro Brillante y Soldado de Mao. Nuestra próxima generación debe seguir enarbolando la bandera roja y el comunismo hasta…

—¿Cómo?

—¡Hasta que el mundo sea rouge… y triunfe la revolución!

Podía aceptar las penalidades de vivir en Yenán, pero no que me lavaran el cerebro. Estaba resentida porque ni siquiera se me permitía mencionar la palabra «Dios». Dick hizo todo lo posible para ocultar que yo era cristiana.

—Si no tienes cuidado podría costarme el trabajo, o peor aún, la vida —me advirtió, y me hizo prometer que nunca mencionaría que conocía a extranjeros como Pearl y su familia—. En Yenán es más importante quién has sido que quién eres —explicó—. Debes ser pura para que confíen en ti.

En la guardería llamaban a mi hija «camarada Rouge Lin». Como cualquier otra criatura, tenía que vestir el típico uniforme gris de algodón de modesta confección. Cuando se le quedó pequeño, se lo pasamos a otro niño de menor edad. Le enseñaron técnicas de combate en cuanto empezó a caminar. La primera frase que dijo fue: «Soy un soldado valiente». Con dos años ya cantaba «Mi camarada del ejército rojo está de vuelta». No tenía el menor interés en aprender «Noche de paz». A mí me veía rara y se sentía más próxima a su padre. Con cuatro años ganó un concurso recitando la famosa frase de Karl Marx: «El capitalismo es un monstruo que lo engulle todo».

Aunque yo le había explicado mi infancia y sabía que Pearl Buck era mi mejor amiga, Rouge no conocía a ningún extranjero y nunca había visto a nadie vestido de forma distinta a como iba ella. La gente llevaba incluso el mismo corte de pelo en la Base Roja. Todo se centraba en la revolución; no existía nada más. El mundo de Rouge era rojo y blanco. Las personas se dividían en camaradas o enemigas. Con ocho años ya tenía clarísimo quién era y lo que quería hacer con su vida. Veneraba a Mao y aspiraba a liberar a los pobres.

Me molestó que Dick dijera a nuestra hija de diez años que los comunistas y los cristianos eran enemigos irreconciliables.

—No todos los cristianos creen que China es malvada hasta que acoja a Dios —argüí—. Por ejemplo, Pearl Buck. Es cristiana pero también se muestra crítica con las peores prácticas del cristianismo.

Para demostrar lo que decía leí un ensayo de Pearl publicado en la revista Southeast Asia Missionary Magazine hacía unos años en el que señalaba que había visto misioneros carentes de compasión por los autóctonos: «Tan desdeñosos de cualquier civilización excepto la suya, tan rigurosos en sus juicios mutuos, tan ordinarios y faltos de sensibilidad entre un pueblo culto y sensible, que mi corazón ha sangrado de vergüenza».

—¿La hija de Absalom ha escrito eso? —preguntó Dick sorprendido.

Asentí con la cabeza.

—Jamás lo hubiera imaginado —admitió.

—Si Mao tuviera una mentalidad más abierta…

Dick me interrumpió y susurró:

—Mi amada esposa, no estás en Shanghai, ni en Nankín. Recuerda, tengo rivales. Los corazones celosos matan. ¿Recuerdas a Shakespeare?

Dick creía que Mao se relajaría y permitiría más libertad cuando estuviera seguro de su poder.

—De momento, tenemos que comportarnos como si fuéramos uno solo para lograr sobrevivir. —Dick se volvió hacia Rouge—. No más críticas al Partido Comunista porque eso será considerado desleal y una traición.

Rouge abrió los ojos de par en par. Asintió seriamente con la cabeza.

—Papá tiene razón y mamá está equivocada —dijo.

—¿Qué pasa con tu nombre, Dick? —le desafié—. ¡No suena muy proletario que digamos!

—Mis camaradas saben que «Dick» es mi nombre de trabajo —respondió mi marido, sonriendo.

—¿Cómo que tu nombre de trabajo? ¿Acaso tienes algún otro nombre?

—Sí.

Me eché a reír.

—¿Y por qué no lo conozco? Al fin y al cabo, soy tu mujer.

—Así es la vida de un comunista. —Dick estiró los brazos y movió la cabeza de un lado a otro para estirar el cuello.

—¿Cuál es tu verdadero nombre, papá? —preguntó Rouge con curiosidad.

—Bueno, hablamos de nombre de trabajo o nombre corriente.

—¿Cuál es, entonces, tu nombre corriente? —pregunté.

—Pues es Xinghua.

—¿Xinghua? ¿Nueva China? —Reí—. Creo que te quedaría mejor «Vieja China». ¡Procedes de un entorno de eruditos, terratenientes y capitalistas! ¡Estudiaste a Shakespeare y Confucio en la universidad! ¡Llevas la vieja China en la sangre! ¡Tienes amigos occidentales y hablas inglés!

—Sin comentarios. —Dick estaba avergonzado.

A través de las pocas cartas que me llegaron, supe que Pearl se había acomodado a llevar cierto tipo de vida en Estados Unidos. Aunque el país estaba inmerso en el tercer año de una depresión financiera, consiguió publicar y sus libros se vendían bien. En 1932 ganó el premio Pulitzer por La buena tierra. En 1938 le concedieron el premio Nobel de literatura. En sus cartas mencionó de pasada ambos premios. No usó un tono distinto al que utilizó para explicarme lo mucho que admiraba el sistema de cañerías americano, ni me dijo nunca lo importantes que eran. No fue hasta muchos años cuando descubrí que Pearl se había convertido en una celebridad internacional. El tema por el que más preguntaba mi amiga era Rouge. Quería saber cómo era su vida y si mi hija tenía amigas. Me comentó que nunca había llegado a darse cuenta de lo afortunadas que habíamos sido por tenernos mutuamente como compañeras de juegos.

Me moría de ganas de hablarle de mi hija, pero no quería recordarle aquello que no tenía con Carol. En lugar de ello, le preguntaba sobre sus métodos de escritura. Pearl me respondía que su truco consistía en pensar como un agricultor chino: «Antes de plantar, el labrador ya sabe lo que va a cultivar, dónde y cuánto sembrar y el presupuesto con el que cuenta para semillas, abono y fuerza animal y humana. En otras palabras, intento sacar el máximo partido de mi material».

En cuanto a su hija, Pearl me comunicó que los médicos estadounidenses habían confirmado el diagnóstico inicial de Carol y que nunca tendría la oportunidad de llevar una vida normal. No era que Pearl no lo supiera ya, pero aun así parecía desolada. «La conclusión se ha llevado por delante cualquier sensación de felicidad que hubiera llegado a alcanzar con mis logros», escribió.

Le sirvió de cierto consuelo saber que los ingresos devengados por sus libros le permitirían proporcionar a Carol cuidados permanentes. «Como a Carol le encanta la música, me he asegurado de que la pequeña casa construida con mi dinero esté equipada con un tocadiscos y una colección de discos», escribió.

Me habló de la granja que se había comprado en Pensilvania. «¡Vista con ojos chinos, es enorme! —la describió—. He hecho algunas reformas para poder adoptar más niños».

Pearl y yo seguíamos hablando de Hsu Chih-mo. Me explicó que por fin había podido llorarle y pasar página. «Un nuevo hombre ha aparecido en el horizonte de mi solitaria vida amorosa —me contó—. Pero no puedo hacer nada hasta que no obtenga el divorcio de Lossing».

El nuevo hombre era su editor, Richard Walsh. Pearl se mostraba orgullosa de que ambos hubieran sido buenos amigos antes que amantes.

Me alegraba tanto por ella que le escribí para felicitarla. En mi carta me quejé de Dick y de la Base Roja.

Para mi sorpresa, los agentes de inteligencia comunistas interceptaron la carta. Dick se vio en apuros por ello.

—¡Te lo advertí! —me dijo entre dientes—. ¡Nosotros, los comunistas, no nos fiamos de los americanos! ¡Sustentan a nuestro enemigo! ¿Por qué te resulta tan difícil recordarlo? ¡La seguridad de Yenán depende de la supervivencia de Mao!

En el pasado, Dick había intentado disuadirme de que escribiera a Pearl. A raíz de aquel incidente, se me ordenó que dejara de hacerlo.

Me negué a firmar la solicitud de admisión al Partido Comunista que Dick me plantó delante. Por muchas veces que me explicara las ventajas y la necesidad de hacerlo, no quise coger la pluma.

Al final, tras resistirme durante meses, accedí a firmar. Lo hice por lealtad a mi marido. Mao no se fiaría totalmente de Dick si yo no me convertía en miembro del Partido Comunista.

Mi principal problema radicaba en seguir las reglas del partido. Siempre parecía meter la pata en el peor momento. Elogiaba a las personas equivocadas y criticaba a las que no debía. Comenté, por ejemplo, que me daban lástima los héroes de alto rango porque habían tenido que matar a muchas personas para llegar a ostentar sus cargos. También manifesté que todas las guerras me parecían un error.

Debido a dichos tropiezos, me ordenaron criticarme a mí misma en público.

Dick fue degradado como consecuencia de ello. Ya no podía contener su mal genio. En lugar de pelearse conmigo, explotaba en el trabajo. Solicitó un traslado para verse más cerca del frente. Estaba ansioso por unirse a la contienda. Quería ser el primero en enfrentarse al enemigo y el último en retirarse. Lo irónico es que dicha actitud acabó favoreciendo su carrera. Le concedieron medallas y ascensos. Su valor hizo que se ganara el respeto de la dirección comunista. Le devolvieron su antiguo puesto. Mao le dio la bienvenida de nuevo y lo ensalzó como «el príncipe rojo».

«¿Significa eso que Mao es el emperador rojo?», bromeé en cuanto Dick entró en la cueva.

Mi marido no encontró divertido el comentario y me advirtió que no volviera a decir una cosa así.

Mi vida, tal como había predicho una adivina en una ocasión, consistía en un giro constante de feng shui, lo que quería decir que mi suerte estaba en constante cambio. Mi futuro como comunista no tardaría en demostrar la sabiduría de la adivina. Jamás hubiera imaginado que me sería útil aducir mi pasado como mendiga. En la sección sobre los antecedentes familiares de la solicitud de afiliación al partido escribí «mendigos». Eso le daba a papá derecho a formar parte del proletariado, lo que nos incluía a Rouge y a mí. Si mi abuelo no hubiera perdido toda su fortuna, mi padre habría heredado sus tierras y se habría convertido en enemigo de los comunistas. Me habrían denunciado y, tal vez, disparado por espía.

La tensión entre Dick y yo se debía principalmente a las almas inocentes que Mao asesinaba en la Base Roja. Sucedía delante de mis ojos. Detenían a la gente a plena luz del día, se los llevaban y desaparecían para siempre. Se trataba de jóvenes que habían pasado por la universidad, pensadores independientes, personas a las que Dick había reclutado personalmente. Se habían unido a Mao para combatir contra los japoneses. De la noche a la mañana, los habían etiquetado de enemigos, detenido, denunciado y asesinado.

Dick decía que mis valores cristianos me habían echado a perder. Le contesté que era él quien estaba acabado, no yo. Dick se negaba a ver los defectos de Mao y reconocer que éste se había convertido en un matón. Lo había aprendido de Stalin, que asesinaba a todo aquél que discrepaba de él. Detuvieron e interrogaron a la mitad de los amigos de Dick y ejecutaron por traidores a un tercio de ellos.

«¿Cómo puedes dormir por las noches?», pregunté a mi marido.

Dick me animó a que me hiciera amiga de madame Mao. «Es mejor elección que Pearl Buck», insistió.

Lo intenté, pero no conseguía gustarle. Madame Mao era sentenciosa y dogmática, todo lo contrario a Pearl. Detrás de su buena apariencia, era ostentosa, pretenciosa y egoísta. Había sido actriz y se notaba que conocía bien el oficio. Se llamaba a sí misma la «humilde estudiante del presidente Mao» y estaba orgullosa de ser su trofeo. No se mostraba tímida con respecto a su «capital». No estaba morena como el resto de nosotros después de vivir bajo el sol del desierto y el fuerte viento. Tenía las cejas tan finas como las antenas de una gamba. Mao y ella hacían una pareja perfecta. Los dos ansiaban el poder y la fama. A madame Mao le encantaba decir que era un pavo real entre gallinas. Por gallinas se refería a las mujeres de Yenán, lo que me incluía a mí.

Mi mayor decepción fue el hecho de que Mao no resultó ser el héroe que yo esperaba. Mao vendía confianza a la gente bajo su disfraz de erudito. Hacía que los campesinos soldados oyeran sus propias voces al dirigirse a ellos.

Cuando yo lo escuchaba, observaba sus ojos, que parecían sonreír aun cuando profería las frases más violentas. Mao tenía la frente ancha, la cara plana como un pastel de arroz y una boca muy femenina. Nunca miraba a los ojos cuando hablaba con la gente. Jamás le oí responder a una pregunta de forma clara y concisa, aunque animaba a los demás a que así lo hiciéramos. Mao era un maestro en lo que se refería al arte de andarse con rodeos. Llegaba a decir que disfrutaba cogiendo a su enemigo por sorpresa, ya fuera durante una conversación o en el campo de batalla.

Dentro de su círculo íntimo, Dick era su mejor interlocutor. A menudo se quedaban hablando hasta altas horas de la noche. «Simplemente disfrutamos mutuamente de la forma de pensar del otro», me explicó mi marido. Con todo, Dick no logró aprender una lección importante, que Mao odiaba perder.

Dick aún tenía que descubrir que Mao quería ostentar el poder absoluto aunque aparentase desear lo contrario. Mao repetía continuamente la misma frase a los periodistas extranjeros: «Mi sueño es llegar a ser maestro de escuela». Comenzaba la conversación con un poema chino y la concluía recitando a Marx o Lenin. La gente se quedaba fácilmente prendada de él. Sus amplios conocimientos y su aguda inteligencia te dejaban desarmado. Dick le ayudó en una ocasión a enviar un telegrama al frente de guerra. Se quedó estupefacto cuando Mao insistió en terminar el comunicado oficial con un antiguo poema. «Solo las moscas tienen miedo al invierno, así que dejad que se congelen y mueran».

Dick me explicó después que cuando Mao tenía problemas para dar instrucciones durante las contiendas, o no estaba seguro de qué movimiento dar a continuación, telegrafiaba poemas a sus generales. Éstos, confundidos, no tenían alternativa y acababan tomando ellos la decisión de cargar o retirarse.

«Tal es la brillantez de Mao», dijo Dick con admiración.

Mi marido llevó ante madame Mao al cantante local que escribió la canción «El Este es rojo». Dick nunca llegó a imaginar que algún día acabaría por convertirse en el himno nacional chino.

Fui a escuchar «El Este es rojo» en directo a una fiesta de fin de semana celebrada para los oficiales de alto rango. Madame Mao presentó al cantante, llamado Li You-yuan. Se trataba de un campesino vestido con harapos que llevaba un trapo sucio atado alrededor de la frente. Tenía cuarenta y tantos años y le faltaban tres incisivos. Dick comprobó sus antecedentes y descubrió que Li no era cien por cien proletario porque su familia poseía medio acre de tierra. Cuando informó de ello a madame Mao, ésta respondió: «Si yo digo que Li es un campesino, será un campesino».

La canción «El Este es rojo» fue el regalo de cumpleaños de madame Mao a su marido.

Cuando Li empezó a cantar, el público se quedó con la boca abierta. Su voz parecía el grito de una cabra.

Mao se quedó sentado, tenía el acierto de confiar en la habilidad de hacer magia de su esposa.

Li dejó el escenario y madame Mao presentó su versión de «El Este es rojo». Esta vez la canción iba a ser interpretada por el grupo de repertorio de Yenán, conducido por la misma señora Mao:

El Este es rojo; sale el sol.

China ha creado a Mao Zedong,

llevando felicidad al pueblo.

Él es nuestro gran salvador.

Li You-yuan no había escrito más que el primer verso de la canción. El campesino no conocía la Base Roja ni a su líder, Mao. Había canturreado la melodía para pasar el rato mientras araba el campo. Dick se cruzó por casualidad en su camino y lo oyó cantar. Vislumbró la utilidad de la canción y atrajo la atención de madame Mao sobre Li.

Para demostrar su modestia, Mao descartó la sugerencia de su esposa de que las tropas aprendieran obligatoriamente «El Este es rojo». Ella insistió argumentando que era deseo del pueblo considerar a Mao el sol naciente de China.

Madame Mao pidió a Dick que me hiciera llegar un mensaje. Me reprochaba ser una arrogante. Intenté esconder mi indignación por el bien de Dick.

Ella ignoraba que yo conocía partes de su pasado. Antes de trasladarse a Yenán, había sido una actriz de tercera en Shanghai. Había tenido un romance con un periodista que casualmente era amigo de Dick. En la Base Roja, el pasado de madame Mao era una mancha en un bordado inmaculado. Desesperada por eliminarla, se comportaba como una comunista fervorosa. Me invitó a verla desempeñar una habilidad recién adquirida: fabricar hilo de algodón.

Madame Mao me ordenó que siguiera su ejemplo en vez de pasar tiempo con mi hija. Me sentía muy triste sentada a su lado. Ella recitaba frases de su marido mientras hacía girar la rueda: «Nunca podremos entender a los campesinos si no hundimos nuestras manos en estiércol, hacemos hilo a partir del algodón sin tratar y sudamos en el campo. No estaremos cualificadas para formar parte del proletariado hasta que olamos a abono y a ajo en vez de a perfume».

Hice algo a espaldas de Dick. Soborné al cartero especial de la base, un comerciante que hacía el recorrido entre Yenán y Shanghai. El hombre llevaba mis cartas a escondidas a Shanghai y, desde allí, las mandaba a Pearl a Estados Unidos, utilizando una dirección secreta. En mis cartas le relataba que había empezado a explicarle historias cristianas a Rouge. Le conté que mi día se iluminó cuando Rouge comenzó a enamorarse de «Amazing Grace».

Como gotas de agua en medio de la sequía, recibí una carta de Pearl, la cual me consoló y alivió mi ansiedad, ya que carecía de amigos. Pearl me explicó que había estado viajando por el mundo y que había pasado mucho tiempo en la India, el sudeste asiático y Japón. Rompí a llorar de felicidad cuando leí que «se moría de ganas de volver a China».