VEINTICUATRO horas fue todo lo que tuvo Pearl para despedirse. Iban a arrancarla y trasplantarla a Estados Unidos, un país al que llamaba casa pero que apenas conocía. Más tarde, le obsesionaría aquel último día que pasó en China. Nunca dejaría de obsesionarle. De nada sirvió que se dijera a sí misma: «Mis raíces chinas deben morir».
La vida se la llevó, sin más. El capitán estadounidense no podía esperar. Su barco era literalmente el último en abandonar China. Pearl solo contaba con unas pocas horas para meter en una maleta cuarenta años de vida.
Me convencí de que nuestra separación sería temporal. Ya nos había pasado antes, desde que nos conocimos siendo niñas. Se había marchado primero a Shanghai y luego a Estados Unidos, pero siempre había regresado. No me cabía la menor duda de que volveríamos a vernos.
Pearl decía que no se sentía en casa cuando estaba en algún otro sitio, ni siquiera en América, su lugar de nacimiento. Cuando hablaba de casa, se refería a China.
«¿Cómo podría irme a vivir a ningún otro lugar cuando la tumba de mi madre se encuentra aquí?», comentó en una ocasión.
Pearl estaba acostumbrada a aceptar la realidad. Sabía que el emperador Patán, u otros como él, regresarían de nuevo con ansias de matar.
—Mudarse a Estados Unidos tiene su lado positivo —razonó—. Carol recibirá mejores cuidados médicos.
—¿Y Lossing? —pregunté.
—No sé nada de él —contestó—. No se ha tomado la molestia de explicar cómo está, ni de intentar saber cómo se encuentra su hija.
El capitán estadounidense insistió en que Pearl y Grace dejaran todas sus pertenencias atrás. Mi amiga quería llevarse el piano de Carie, pero al final tuvo que renunciar a él. A cambio, se llevó la máquina de coser de su madre.
Absalom reunió a sus feligreses en la iglesia y anunció que el carpintero Chan ocuparía su lugar. Él sería el encargado de la iglesia de Nankín, y papá seguiría al frente de la de Chin kiang.
Sin embargo, Chan no tenía fe en sí mismo y con lágrimas en los ojos afirmó:
—Viejo maestro. No soy capaz de realizar un trabajo tan excelente como el que ha hecho usted.
—Dios me ha hecho saber que eres tú la persona digna de ocupar mi lugar.
Absalom le dijo que papá le ayudaría si se topaba con alguna dificultad.
Papá estaba emocionado; no podía creer que los sentimientos de Absalom no hubieran cambiado después de que él le hubiera traicionado.
Absalom dio su último sermón mientras el coro de niños cantaba. Era la primera vez que el hijo pequeño de Lila, Salomón Triple Suerte, hacía de voz solista. El pequeño había heredado la belleza de su madre. A Carie le habría encantado su dulce voz. Todos deseamos a la familia de Pearl que llegaran sanos y salvos a Estados Unidos.
Aseguré a mi amiga que cuidaría de su jardín.
—Llevaré flores frescas a la tumba de Carie en primavera.
—Volveré pronto —prometió Pearl.
Si hubiera sabido que aquélla sería la última vez que nos veríamos, la habría abrazado con más fuerza y durante más rato. Me hubiera esforzado por recordar su aspecto; la ropa que llevaba y la expresión de su cara. Quizá hubiera intentado convencerla de que no se fuera.
Pero no lo sabía. De hecho, queríamos acabar lo más rápido posible con el dolor de la despedida. Cuanto antes se terminase, antes podríamos volver a encontrar el modo de estar juntas. Pearl no era de las que se recreaban en la tristeza. Carie le había enseñado a resistir y tragarse las lágrimas más amargas. A mirar hacia delante y tener esperanzas.
Nos dirigimos todos al río. Lila llegó con su prole, y Soo-ching con su hijo, Confucio.
Cargamos el equipaje de la familia en el bote más pequeño que les esperaba para trasladarlos al buque de guerra, situado en medio del río.
El enorme barco tenía a los niños emocionados. Lo llamaban el «gran templo flotante».
El carpintero Chan siguió a Absalom. Había estado sollozando y suplicando:
—¿Qué voy a hacer sin usted, viejo maestro?
—Absalom, sin usted como brújula nos perderemos en el mar —insistió papá.
—Tened fe en Dios —fue la respuesta de Absalom.
—Pero un pastor requiere cualidades que yo no poseo —recalcó Chan—. ¡La gente no me seguirá como le siguen a usted! Los monos desaparecerán cuando caiga el árbol. Tengo miedo de que la iglesia se venga abajo.
—El carpintero Chan tiene razón —coincidió papá—. Por duro que trabajemos, la gente ve el espíritu de Dios en usted, Absalom, no en nosotros.
Wang Ah-ma, la antigua criada de Carie y niñera de Pearl, acudió a despedirse. La anciana de setenta años sorprendió a todos. Tras la muerte de Carie se había ido a vivir al pueblo en el que había crecido. Después de oír decir que habían asesinado a los extranjeros de Chinkiang y Nankín, había decidido venir a comprobar cómo se encontraban Absalom, Pearl y Grace. Wang Ah-ma ignoraba que hubiera llegado a Nankín justo a tiempo para ver partir a la familia definitivamente.
—¡Wang Ah-ma! —gritaron Pearl y Grace, arrodillándose e inclinándose ante ella.
—¡Mis dulces niñas! —La anciana acarició a Pearl y Grace por todas partes con sus manos temblorosas. Explicó que le fallaba la vista y que apenas veía.
—No deberías haber viajado desde tan lejos. —Pearl se enjugó las lágrimas.
—¿Cuándo volveréis a China? —quiso saber Wang Ah-ma—. ¿Antes o después de Año Nuevo?
—¿Qué más da? —preguntó todo el mundo.
—La adivina predijo que moriría poco después de Año Nuevo —respondió Wang Ah-ma.
—A Grace y a mí nos gustará demostrarte que has malgastado el dinero en esa adivina —dijo Pearl.
La anciana sonrió, cogiéndole la cara con las manos.
—Niña mía, prométeme que volverás lo antes posible.
—Lo prometo. —Pearl la besó con cariño.
—¡Suban a bordo! ¡Ahora o nunca! —gritó el capitán del barco estadounidense a través de un potente altavoz.
Wang Ah-ma soltó a Pearl y Grace y rompió a llorar.
La familia subió al pequeño bote que los llevaría hasta el buque de guerra. Absalom se colocó en la proa, de espaldas a la orilla. Se quedó mirando el agua fijamente, como si estuviese petrificado.
La sirena del barco sonó con gran estruendo.
—¡Viejo maestro, Absalom! —gimieron los chinos cristianos.
Papá y el carpintero Chan sollozaban como dos niños abandonados.
—¡Que el viento sople a vuestro favor! —coreó la multitud.
Absalom desapareció del lugar en el que se había quedado de pie. Fue como si de repente se hubiera esfumado.
—¡Padre! —lo llamaron Pearl y Grace.
—¡Oh, Dios mío! ¡El viejo maestro ha cambiado de idea! —exclamó papá atónito.
Absalom se movió con rapidez, corriendo a lo largo de la borda. Como una cabra montesa, saltó al agua y comenzó a nadar hacia la orilla.
—¡Viejo maestro! —le animó la gente—. ¡Viejo mae stro!
El carpintero Chan se metió en el agua y nadó en dirección a Absalom.
—¡Ayúdenos, capitán! —gritó Grace—. ¡Por favor, detengan a mi padre!
La gente recibió a Absalom con lágrimas de felicidad.
El capitán estadounidense llegó al cabo de unos minutos en otro pequeño bote procedente del buque de guerra. Habló con Pearl.
Supuse exactamente lo que Pearl estaría diciendo al capitán. «Dejen en paz al ángel combatiente», habría pedido.
Absalom sonrió cuando vio a Pearl, Grace y los niños a bordo del buque. Se despidió con la mano de sus hijas y nietos. Sus brazos largos se alzaron cual mástiles en el aire.
Pearl le devolvió el gesto. Sentí que ella sabía que había tomado la decisión acertada al dejar marchar a su padre.
Lo que Pearl no sabía era que no volvería a verlo nunca más. Absalom seguiría haciendo lo que más amaba hasta el final de su vida. Un buen día Absalom daría su sermón. Acto seguido, diría al carpintero Chan que necesitaba descansar un rato. Minutos más tarde, Chan lo encontraría en su habitación, tumbado en su cama como si estuviera durmiendo. Pero estaría muerto. Hasta aquel momento Absalom había hecho realidad sus sueños. Con la ayuda de papá y del carpintero Chan, había construido la mayor comunidad cristiana del sur de China.