¡AQUÍ no hay ningún extranjero! —gritaron Soo-ching y Confucio mientras intentaban impedir la entrada de los soldados en la cabaña.
Un corro de vecinos observaban aterrados.
Un soldado golpeó a Soo-ching con la culata de su fusil. La mujer se tambaleó hacia atrás aturdida y empezó a sangrar por la nariz.
Confucio se abalanzó sobre el soldado y le pegó un mordisco.
Otros soldados agarraron al niño y le patearon el estómago.
Papá y yo permanecimos escondidos tras la multitud, avergonzados y asustados.
—¡Quememos la choza! —sugirió uno de los soldados.
—¡Asemos vivos a los extranjeros! —convinieron todos los demás.
—¡No! —gritó Soo-ching.
Los vecinos avanzaron.
—¡No hay ningún extranjero en la cabaña! —gritaban mientras comenzaban a empujar a los soldados.
De repente, se oyó el estallido de un disparo. Un hombre enfundado en un uniforme militar de cuello alto con barras en los hombros avanzó a grandes pasos entre la gente. Era el emperador Patán. Una fila de brillantes botones dorados recorría la parte central del delantero de su chaqueta.
Llevaba medallas prendidas en el pecho. Su sombrero parecía una flor de loto.
—¿Alguien tiene ganas de que le metan un tiro? —Los carrillos mofletudos del emperador Patán temblaron.
Soo-ching gateó hasta llegar a él y agarrarle las piernas.
—Respetado general —le dijo, llorando—. ¡Salve mi casa, se lo ruego!
—Solo si me dices dónde están los extranjeros —contestó el emperador Patán, blandiendo su pistola.
—No sé nada de ningún extranjero —respondió Soo-ching entre sollozos.
—¡Piojosa! ¿Cómo te atreves a mentirme? —El emperador Patán le dio una bofetada. Acto seguido, se volvió hacia sus soldados—: ¿A qué estáis esperando?
—¡Por favor! —Soo-ching le tiró de los brazos.
—¡Suéltame, cerda apestosa! —soltó el militar, dándole un puntapié.
Los soldados se acercaron y retiraron las pacas de heno de delante de la cabaña.
El emperador Patán fue hasta la puerta y la abrió de una patada.
Soo-ching se arrojó a sus pies:
—¡Tendrá que pasar por encima de mi cadáver!
Patán se apartó de ella y le asestó un tiro.
—¡Madre! —gritó Confucio.
Los soldados la inmovilizaron mientras Soo-ching se retorcía intentando liberarse.
—¡Vas a tener una muerte lenta, so chalada! —espetó el emperador Patán y, blandiendo la pistola en el aire, ordenó—: ¡Despellejad a la coneja y pegad fuego a la choza!
Los soldados comenzaron a atar a Soo-ching con una cuerda.
Lanzaron paja ardiendo sobre el tejado de la cabaña.
—¡Deteneos, en nombre de Dios! —exclamó una voz.
El emperador Patán volvió la cabeza.
Absalom abarcaba todo el ancho de la puerta de la cabaña. Pearl, Grace y los niños permanecían de pie tras él.
—Atad a los extranjeros —ordenó Patán—. Ponedlos en fila.
—¡Absalom! —Papá se echó a sus pies.
—¡Señor Yee, amigo mío! —contestó el anciano.
Papá se abofeteó las mejillas con ambas manos.
—¡Le he traicionado! ¡No he soportado la tortura! Que Dios me dé mi merecido.
Papá se volvió hacia el emperador Patán e imploró:
—Estos extranjeros no han hecho daño a China. Llevan toda la vida viviendo entre nosotros. Mire, ésta es Pearl, ¿se acuerda de cuando era solo una niña? Se crió en Chinkiang bajo su mandato…
—¡Mantente alejado o morirás con ellos! —gritó el emperador Patán.
—¡Su señoría! —clamó papá.
Los soldados lo alejaron de allí a rastras.
Pearl, Grace y los niños formaron una fila contra la choza en llamas.
Yo ya no sabía dónde estaba. Solo podía pensar en el cuchillo de Dick escondido en una cesta de la cocina de mi casa. Las piernas comenzaron a llevarme hasta allí. Corrí.
Había más personas cuando volví. Muchas pertenecían a las poblaciones de los alrededores, que habían buscado refugio en la nuestra. Excedían en número a las de Nankín. Entre ellas había muchas que creían que los extranjeros eran una maldición para China. Creían que lo mejor era librarse de ellos cuanto antes.
Me abrí paso a través de la multitud, empujando a la gente a un lado, hasta llegar al emperador Patán. Mi idea era asestarle una puñalada.
—¡Tú! —Me vio.
Me detuve al tiempo que escondía el cuchillo de Dick bajo la camisa.
El emperador Patán se hallaba cerca de donde habían puesto en fila a Pearl, Grace, Absalom y los niños. Les habían atado las manos a la espalda mientras yo no estaba.
Confié en poder alcanzar al emperador Patán antes de que él me disparara a mí.
—Yo seré el primero en morir —dijo Absalom con voz tranquila. Miró a sus hijas y nietos—. Estaremos con Dios.
La gente miraba la escena en silencio, aterrorizada.
Absalom se volvió hacia la multitud y comenzó a cantar:
El mayor regalo que el
mundo haya conocido
cuando el Dios de la gloria,
lleno de misericordia,
a su hijo envió.
Pearl, Grace y los niños se unieron a él:
El amor está aquí,
la esperanza ha comenzado.
Una llamada superior
nos ha salvado
de nuestros pecados.
—Maestro Absalom —clamaron los chinos cristianos mientras se arrodillaban y se unían al canto:
Si por el pecado del hombre caímos,
por el hijo de Dios que venció
el poder del infierno,
a la muerte ya no tememos.
Absalom cantaba como si estuviera en su iglesia.
—¡Preparaos para disparar! —gritó nervioso el emperador Patán.
Me acerqué a él por detrás y saqué el cuchillo.
El general se volvió al oír el ruido. Pude ver sus grandes ojos saltones con total claridad. No recuerdo nada más después de aquello. Solo sé que alcé el cuchillo y entonces todo se volvió oscuro.
—¡Eres como una hormiga intentando mover un pino! —fue lo que me contaron que dijo el emperador Patán después de que uno de los soldados me asestara un golpe en la nuca.
Cuando abrí los ojos oí decir: «¡Matad a esos cristianos del arroz!». Descubrí que estaba en el suelo y que me habían atado las manos a la espalda. Sentía un dolor punzante en la nuca.
—¡Ten piedad! —oí suplicar a Pearl—. ¡Sauce está embarazada!
—¿Embarazada? —El emperador Patán se echó a reír—. ¡Perfecto! ¡Así me ahorraré una bala!
Los soldados me levantaron y me colocaron al lado de Absalom.
—¡Alaba al Señor! —dijo él—. Te bendecirá con valor.
Papá cayó al suelo y se inclinó ante el emperador Patán en un acto de reverencia.
—¡Deja a mi hija en libertad!
Los soldados golpearon a papá con sus fusiles hasta que dejó de hablar.
—Sauce, nos vamos a casa —dijo Absalom.
Le miré a los ojos. No vi miedo, solo esperanza y amor.
—Los ángeles han llegado —murmuró—. Dios está esperándonos.
Cerré los ojos y me apoyé en Absalom. No quería morir.
Los soldados tomaron posiciones y nos apuntaron con sus fusiles.
El emperador Patán gritó:
—Preparados, f…
Antes de que el general pudiera acabar la frase, la tierra se movió bajo mis pies. Se produjo un fogonazo seguido de una fuerte explosión.
Perdí el equilibrio y caí al suelo.
De repente, cayó una lluvia de terrones de tierra.
Las nubes de polvo que rodaban por el suelo no me dejaban respirar.
—¿Qué sucede? —oí gritar al emperador Patán.
—¡Será el Dios cristiano, que muestra su furia! —dijo la voz de papá.
Los soldados corrieron como monos en plena estampida.
Cuando se despejó el polvo, observé que las montañas cercanas a la ciudad estaban ardiendo y que el humo negro subía rápidamente hacia el cielo.
—¡Ha llegado la flota americana! —gritaron el carpintero Chan y Lila, que se acercaron a la multitud corriendo por la ribera del río.
Se oyó otra tanda de explosiones. La tierra volvió a temblar. Se produjo más polvo, humo y llamas.
Me zumbaban los oídos. Era como si me los hubiera rellenado con algodón.
El emperador Patán siguió a sus soldados y corrió tan rápido como pudo.
La multitud se dispersó y no tardamos en quedarnos solos frente a la cabaña, consumida ya por las llamas.
El carpintero Chan desató a Pearl.
—Siento haber tardado tanto en entregar tu carta.
—¿Qué carta? —preguntó Absalom.
—¿Cómo lo has conseguido, Chan? —La cara de Pearl se veía llena de vida por la emoción.
—Creí que nunca lo conseguiría, pero tuve suerte —contestó el carpintero—. Encontré a la flota estadounidense cerca de la desembocadura del Yangtsé y me las arreglé para entregarle tu carta a la persona al mando, que envió un buque de guerra.
—Dios ha escuchado nuestras plegarias —dijo Absalom en su estridente voz de predicador.
Pearl se quedó mirando el río. Luego se volvió hacia Lila, que estaba ocupándose de los pies llenos de ampollas de Chan.
El buque echaba vapor a lo largo de la costa. Las llamas salían por la boca de los cañones y las explosiones se sucedían en las colinas. El suelo continuaba temblando. Observé cómo los labios de Pearl decían: «Gracias, América».