22

EL día que papá abandonó su iglesia en Chinkiang y vino a Nankín fue el día en que Pearl intuyó que la seguridad de los extranjeros en China era cosa del pasado.

Papá nos contó que habían asaltado la iglesia. El gobierno nacionalista estaba convencido de que el comunismo era una idea extranjera, de tal modo que la iglesia tenía que ser uno de los escondites de los comunistas.

«Es una suerte que Dick se marchara. De haberse quedado, podrían haberlo capturado y asesinado», dijo papá.

Nos enteramos de que todas las salidas de Nankín hacia las ciudades del interior y de la costa se hallaban controladas por señores de la guerra que se habían convertido en aliados de los nacionalistas.

Nankín no mostraba señal alguna de lo que estaba a punto de acontecer cuando nos reunimos el domingo por la mañana en la iglesia. La gente creía que allí no sucedería lo mismo que en Chinkiang, pues Nankín era la capital y tenía varias embajadas extranjeras.

Absalom dirigió la lectura de la Biblia. Estudiamos el capítulo veintisiete, «El viaje de Pablo a Roma». No conseguía concentrarme. Estaba preocupada por Dick y por la seguridad del bebé que llevaba en mi interior. Fui señalando las palabras con el dedo para seguir a Absalom «Y no apareciendo ni sol ni estrellas por muchos días, y acosados por una tempestad no pequeña, ya habíamos perdido toda esperanza de salvarnos…».

Mientras Absalom se esforzaba por convencernos de que Dios no permitiría que ganara el mal, un joven pelirrojo que trabajaba en la embajada estadounidense irrumpió en la iglesia. Al chico le faltaba el aire y estaba empapado en sudor.

—¿Sí? —preguntó Absalom, molesto por la interrupción—. ¿En qué puedo ayudarle?

El funcionario le pasó una nota y dijo:

—El cónsul general ha ordenado la evacuación inmediata de todos los americanos de Nankín.

—¿Qué pasa? —quiso saber Absalom, dejando la Biblia a un lado.

—El gobierno chino nos ha informado de que ha perdido el control sobre el caos, cada vez más extendido. —El oficial hablaba deprisa—. Las revueltas se han propagado por las provincias de Shandong, Anhui y Jiangsu. Los agitadores y los soldados han matado a algunos extranjeros.

—No hemos visto nada parecido en Nankín —respondió Absalom—. ¿Estás seguro de que nuestro cónsul general no está haciendo una montaña de un grano de arena?

—Señor, debo seguir con mi cometido —dijo el empleado, excusándose.

La iglesia se quedó en silencio.

Todos los ojos estaban puestos en Absalom, que cogió la Biblia de nuevo con un semblante de despreocupación. Volvió una página y comenzó a leer con voz tranquila, como si nada hubiera pasado.

—«Pero ahora os insto a tener buen ánimo, pues ninguna de vuestras vidas se perderá, solamente la nave. Porque esta noche se me ha aparecido un ángel del Dios a quien pertenezco y a quien sirvo…».

Absalom pidió que nos uniéramos a él, y seguimos leyendo:

—«Y me ha dicho: “No temas, Pablo; tienes que comparecer ante el césar, y Dios te ha concedido también la vida de todos los que navegan contigo…”».

Papá estaba poniéndose nervioso. Al final no pudo contenerse.

—Absalom —llamó.

El misionero no le hizo caso.

—Maestro Absalom —dijo papá con voz temblorosa.

—¿Sí, señor Yee? —Absalom estaba visiblemente inquieto—. Será mejor que tenga una buena razón para interrumpirme de ese modo.

Con cierto pánico en la voz, papá gritó:

—¡Nankín será la próxima Chinkiang!

—¡Cálmese, señor Yee!

—El tiempo apremia —añadió papá—. ¡Hay que evacuarle, a usted y a su familia, ahora mismo!

—¿Qué quiere decir, señor Yee? —Absalom lo miró fijamente—. ¿Adónde sugiere que vayamos?

—¡A casa, maestro Absalom!

—Ésta es nuestra casa.

—¡No! ¡Me refiero a Estados Unidos! —Papá empezó a tartamudear—. ¡Su vida está en peligro, señor!

—No pienso irme a ninguna parte —respondió Absalom con firmeza—. China es mi casa.

Pearl vio cómo evacuaban a todos sus amigos occidentales. Los operarios trabajaban día y noche llevando cajas y bolsas al río, donde esperaban los buques de vapor. La última familia americana en partir fue la del médico de la embajada. Pearl perdió la compostura cuando el barco se alejó.

—¿Y si Carol se pone enferma? —gritó a Absalom—. ¿Qué pasará si te caes del burro y te rompes una pierna?

—Los chinos han sobrevivido miles de años sin la medicina occidental —respondió Absalom.

—¿Y si hay que operar? —preguntó Pearl.

—Dios cuidará de nosotros.

—Padre, por favor, se trata de una cuestión práctica.

—Estoy hablando de una cuestión práctica. —Absalom comenzó a impacientarse—. Debes tener fe en Dios.

—Tengo una hija enferma, padre, necesito un médico.

Absalom habló sin mirar a Pearl.

—La obra de Dios requiere sacrificios.

—¿La obra de Dios? —Pearl se enfadó—. ¡Es tu obra! ¡Se trata de la gloria de Absalom, de la obsesión de Absalom! ¿Por qué tenemos que sacrificarnos todos por ti?

Grace se unió a su hermana y pidió a su padre que recapacitara.

—Pero ¿qué os pasa a todos? —gritó Absalom—. ¡Por mí podéis iros cuando queráis! Daos prisa antes de que se marchen los barcos.

—No podemos irnos sin ti —dijeron Pearl y Grace—. ¡Eres un anciano!

—El Señor no permitirá que me ocurra nada. —Absalom estaba convencido de ello—. Me necesita para que haga su trabajo.

El aire olía a quemado. Las calles de Nankín se habían vuelto fantasmagóricas. Los comercios estaban cerrados. Todos los extranjeros habían dejado la ciudad excepto la familia de Pearl que, junto con Absalom, se escondía en su casa. Aunque los criados de Pearl se habían mostrado dispuestos a quedarse con ella, mi amiga insistió en que tenían que marcharse. Prometió volverlos a contratar una vez hubiera pasado el peligro. Los criados se fueron. Sabían que si se quedaban podían asesinarlos por haber prestado servicio a extranjeros.

Papá y yo nos encargamos de llenar tarros de agua y almacenar comida. Cada día comprobábamos que Pearl y su familia se encontraran bien. Mi amiga me explicó que Absalom se había convertido en un problema. Se negaba a quedarse dentro de casa. Creía que lo que estaba sucediendo era perfecto para llevar a cabo su trabajo. «La gente desesperada recurre a Dios», decía.

Pearl y Grace acudieron a papá en busca de ayuda. Le suplicaron que encontrara el modo de detener a Absalom.

Papá cuestionó las traducciones de la Biblia al chino realizadas por el anciano. Ambos discutieron a voz en grito.

«No es ningún error —insistió papá—. Algunas de las historias no tienen sentido en chino».

Al final Absalom decidió dedicarse a revisarlas.

Las calles se llenaron de desconocidos en solo unos días. Forzaron la entrada de las tiendas selladas con tablas. Algunas personas corrían, otras les daban caza. Se oían gritos y alaridos día y noche, así como el sonido de disparos lejanos.

Visité la universidad preguntándome qué habría sucedido allí. El campus estaba tan silencioso como un cementerio. Me dirigí a la facultad de ciencias y observé ventanas agujereadas por los disparos. Luego vi manchas de sangre en la acera.

—¡Socorro! —oí gritar a alguien.

Para mi sorpresa, descubrí a un extranjero escondido tras unos arbustos, tendido en un charco de sangre. Le habían disparado en el pecho.

—¡Auxilio! —exclamó el hombre a duras penas—. Soy el rector de la universidad y… soy un misionero americano.

Se desmayó antes de que pudiera preguntarle su nombre.

—¡Señor, señor! —Me arrodillé y lo zarandeé.

El hombre murió en mis brazos. Los disparos se escuchaban tan cerca que intenté oír el silbido de las balas. Dejé en el suelo su cadáver y lo cubrí con mi blusa. Me dirigí caminando hacia la ciudad. Sentía el viento frío en la cara. Por lo demás, era un día perfecto de primavera en el que florecían las camelias.

Vi que una mujer corría hacia mí, agitando desesperadamente los brazos en el aire.

—¡Lila! —exclamé al reconocerla.

—¡Han llegado los agitadores! —gritó Lila—. ¡Están buscando extranjeros! Ya han matado a uno. He oído decir que se trataba del rector de la universidad.

—Lila, ¡ese hombre ha muerto en mis brazos!

Al ver mis manos y mi ropa manchadas de sangre, Lila se puso blanca.

Tomamos varios atajos por la montaña en dirección a casa de Pearl. Me arrepentí de no haber insistido en que mi amiga y su familia se marchasen días atrás. El pánico comenzó a apoderarse de mí a medida que iba imaginándome a la turba. Lila me explicó que había sido testigo de los asesinatos de varios cristianos chinos, vecinos y amigos nuestros.

Pearl se sentía afortunada de que todos en la familia hubieran sobrevivido hasta el momento. Soldados y grupos de hombres airados habían saqueado la casa tres veces. Se habían llevado todo lo que era de valor. El último grupo se había marchado decepcionado porque ya no quedaba nada.

La frente de Absalom sangraba. Había intentado detener a la turba y le habían derribado de un golpe. Ni siquiera eso había servido para que el misionero cesara en su intento de hacer entrar en razón a los intrusos. Estaba determinado a mostrarles la gracia de Dios. Fue papá quien ofreció a los saqueadores el dinero que le quedaba para que se fueran.

Pearl se quedó desolada al saber que habían asesinado al rector de la universidad, un amigo íntimo.

—Vendrán más soldados a Nankín —predijo papá.

Pearl y Grace abrazaban a sus hijos. Grace lloraba. Las dos hermanas se preguntaban si sería prudente separar a la familia.

Papá contó a Pearl que los soldados y los agitadores estaban por todas partes y que no era seguro salir.

—Dispararán en cuanto vean a un extranjero.

Absalom volvió a decir que había que tener fe en Dios.

Pearl miró hacia otro lado.

—Preparémonos para encontrarnos con nuestro destino. —El anciano sugirió que rezaran juntos.

Nadie reaccionó.

Absalom se metió en su habitación y cerró la puerta.

Pearl y Grace se miraron con los ojos llenos de lágrimas.

Yo tenía miedo. Nadie sabía qué hacer.

Mi amiga cogió papel y lápiz y comenzó a escribir rápidamente.

—Me voy al embarcadero —anunció—. Puede que algún barco extranjero se compadezca de nosotros. Voy a apuntar todos nuestros nombres.

—Déjame hacerlo a mí —me ofrecí voluntaria—. Serías un blanco en movimiento con tu pelo rubio.

Pearl me dio la carta doblada.

—Dásela a cualquiera que creas que pueda ayudarnos.

—Ya voy yo —se ofreció papá—. Los soldados violarán a Sauce. Además, está embarazada.

—No, papá —dije—, eres un anciano…

Antes de que pudiera añadir nada más, papá le quitó la carta a Pearl y se marchó. Nunca le había visto correr tan rápido. Su pequeño cuerpo saltaba como un ciervo mientras desaparecía de nuestra vista.

No nos atrevimos a encender unas velas. Los niños dormían. Pearl y Grace esperaban de pie detrás de la puerta, escuchando cada sonido. Yo estaba agotada de acarrear agua hasta la casa e intenté dormir en el suelo sobre una esterilla de paja. Pensé en Dick y en papá y recé por que estuvieran a salvo.

Horas después, unos fuertes golpes a la puerta me despertaron de un sueño profundo.

Todos nos pusimos en pie de un salto creyendo que eran los agitadores.

—¿Quién es? —preguntó Pearl.

—¡Abra la puerta, por favor! ¡Soy yo, Soo-ching!

—¿La conozco? —inquirió Pearl.

—¡Sí, di a luz a mi hijo en su jardín!

—¿Cómo?

—¡Me llamo Soo-ching y mi hijo, Confucio!

—Ah, Confucio… ¡sí, ya me acuerdo! —Pearl abrió la puerta.

Un fuerte olor a estiércol entró en la sala con ella.

—¿Qué te ha pasado, Soo-ching? —preguntó Pearl.

—Me eché un cubo de excrementos encima, por seguridad —dijo.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó Pearl.

—¿Ayudarme? ¡No, estoy aquí para ayudarla a usted! ¡Mañana estará muerta!

—¿Qué quieres decir, Soo-ching?

—Me obligaron a cocinar para los soldados. Están preparando un banquete de celebración para mañana. Pregunté por qué y dijeron que iban a matar a todos los extranjeros de Nankín.

Pearl se puso pálida.

—He venido a ofrecerle un lugar en el que esconderse, señora Pearl —dijo Soo-ching.

—¡Es muy amable por tu parte, Soo-ching! —Pearl se echó a llorar.

—Que Buda la bendiga, Pearl. Usted me ofreció una gota de agua cuando me estaba muriendo de sed.

Ahora me toca a mí brindarle un riachuelo. —Soo-ching se volvió para presentar a su hijo—. Confucio, ven y muestra tus respetos.

Confucio, un chico bizco y flaco como un palillo hizo una reverencia a Pearl.

Con lágrimas en los ojos, la familia de Pearl —Absalom incluido— se reunió y siguió a la mujer hasta llegar a su choza de paja.

En cuanto Soo-ching abrió la puerta, los mosquitos salieron pululando fuera de la casa como bolas de color marrón. Nuestras caras, brazos y piernas fueron su blanco. El zumbido que producían era como diez erhus sonando al mismo tiempo.

—Nadie se acerca por el mal olor —comentó Soo-ching.

En cuanto Pearl, Grace, Absalom y los niños entraron en la cabaña, Soo-ching colocó pacas de heno contra la puerta para que quedase bien cerrada y fuese difícil de abrir.

Luego llevó cubos de orines de burro hasta la entrada de la choza y los vertió sobre el suelo apisonado que quedaba enfrente.

Papá apareció agotado. No había podido encontrar ayuda. Le pregunté qué había hecho con la carta de Pearl. Me explicó que se la había dado al carpintero Chan:

—Encontrará un barco si es que hay alguno.

—Pearl ha estado esperándote —repuse, molesta.

Papá dijo que había llegado la hora de pensar en nuestra propia supervivencia.

—¿Sabes algo de tu marido? —preguntó—. Creí que vendría por ti.

—Me ha enviado un mensaje —respondí—. Pero ¿quién va a ayudar a Pearl y su familia?

—Hemos hecho cuanto hemos podido —se justificó papá.

—¿Por qué no te vas tú y buscas un lugar donde esconderte? —Estaba decepcionada.

—Lo haré.

Nunca hubiese podido imaginar lo que sucedió a continuación: papá y yo fuimos secuestrados a plena luz del día. Incapaz de resistirse al cobro de una recompensa, un conocido de papá nos vendió a los soldados de los agitadores.

—Este hombre sabe exactamente dónde se esconden los extranjeros —aseguró el informante, señalando a papá.

Nos dimos cuenta de que estábamos frente a soldados profesionales cuyo jefe era un militar al que conocíamos, el emperador Patán.

Habían transcurrido más de veinte años desde la primera vez que lo vi. Aquel hombre había pasado de ser un señor de la guerra local a convertirse en el comandante de las fuerzas nacionalistas de nuestra región. El emperador Patán afirmaba haber matado a más extranjeros que cualquier otra persona del país. Era el responsable de la muerte del rector de la universidad.

Los soldados se dispusieron a torturarnos. Querían saber dónde se escondían los extranjeros. Apreté los dientes y recé. Me asfixiaron con agua de guindilla hasta que perdí el conocimiento.

Me desperté en una pulcra habitación. Papá aguardaba sentado a mi lado.

Percibí su nerviosismo y pregunté:

—Papá, ¿dónde estamos? —Vi que tenía vendadas las puntas de los dedos.

—Bebe agua, Sauce. —Me pasó el vaso.

—No, papá. Primero explícame qué ha sucedido.

—Voy a sacarte de aquí.

—Papá, ¿qué ocurre?

—He hecho un trato, y van a dejarnos en libertad.

—¿Un trato? —Lo miré fijamente—. ¿Qué clase de trato? ¿Qué has hecho?

Él evitó mirarme a los ojos.

—¡Di algo, papá! —Intenté no dar rienda suelta a la imaginación.

—Lo importante es que los dos estamos a salvo —insistió—. Mírate, llevas sangre por todas partes. Podrías haber perdido al bebé.

Intenté figurarme lo que habría hecho.

—Papá, no me digas que… —Me detuve, cayendo en la cuenta de lo que debía haber sucedido.

Papá bajó la cabeza.

—¡No es posible! ¡No! Papá…

Empezó a llorar como un niño culpable.

Sentí cómo se me helaba la sangre en las venas.

—He cometido un crimen horrible. —Papá habló en voz baja—. Merezco ir al infierno.

Le cogí por los brazos y lo zarandeé.

—¡No puede ser! ¡No has sido capaz de hacer algo así!

—Me metieron astillas de bambú afiladas bajo las uñas. —Levantó las manos y se remangó, dejándome ver los dedos llenos de sangre—. Dijeron que te matarían si me negaba a colaborar.

—¿Les dijiste dónde se escondían Pearl y Absalom?

Papá asintió con la cabeza, cayendo de rodillas al suelo.