LA muerte de Hsu Chih-mo nos recordó lo frágil que podía ser la vida. Al volver la vista atrás, entendí que fue el amor que Dick sentía por él lo que nos unió. Dick era combativo e imponente y Hsu Chih-mo lo hizo cambiar. «Si hoy en día soy un "gigante" —reconocía Dick—, es porque él me enseñó la diferencia entre la altura física y la intelectual».
Me casé con Dick Lin después de la muerte de Hsu Chih-mo. Dick trabajaba en Shanghai y venía a verme a Nankín una vez al mes.
Pearl siguió dando clases en la Universidad de Nankín aunque ya no pasaba mucho tiempo en el campus. Rompía a llorar cada vez que veía el árbol bajo el que Hsu Chih-mo se sentaba a esperarla. El poeta estaba más presente en su vida que estando vivo.
«Hsu Chih-mo fue el único hombre chino fiel a sí mismo que he conocido jamás —me explicó Pearl—. A su modo, era audaz y casi impulsivo. No pude sino amarle. Fue muy egoísta por mi parte. Pero le necesitaba. Nos necesitábamos».
Pearl parecía ignorar que Hsu Chih-mo también había sido un desafío para ella. Por el contrario, yo nunca lo había sido. A mi amiga le atraían los retos. Nunca miró a nadie por encima del hombro mientras vivió en China, pero tampoco alzó la vista para mirar a nadie hasta que conoció a Hsu Chih-mo.
Sin Pearl ni Hsu Chih-mo en mi vida nunca habría sido la persona que soy hoy en la actualidad. Los tres hablábamos sobre Shakespeare, Rousseau, Dickens y sobre los poetas y escritores clásicos chinos. Aunque yo también publiqué e impresioné a otros como escritora, escribir nunca constituyó «mi aire y mi arroz», como era el caso de Pearl y Hsu Chih-mo.
Al igual que Carie, mi amiga trabajaba de forma obsesiva para la iglesia y realizaba obras de beneficencia. Tocaba el piano de su madre, que se caía a pedazos. Las teclas o bien no funcionaban o bien estaban desafinadas. Pearl sacaba el mejor partido de ellas. Nos reunimos por Navidad. Pearl volvió a traducir al chino las letras de las canciones de Absalom. Nos pasamos las noches cantando las preferidas de Carie, desde «El Dios de la gloria» hasta «Príncipe de la paz nacido del cielo», desde «Ha llegado el amor» hasta «Escucha cantar a los ángeles mensajeros».
Papá dejó de preocuparse por el número de asistentes a la iglesia; los feligreses de Chinkiang superaban con creces a los de los templos budistas locales. Cada vez más gente elegía a Jesucristo, el Dios extranjero.
La casa de Pearl se convirtió en lo que una vez fue la de Carie, un refugio para los más necesitados. Los vecinos acudían sin previo aviso. La gente tomaba prestada cualquier cosa que necesitara, ya fuera raíz de jengibre, ajo, ollas, sartenes, medicinas o ropa. De paso, compartían unas palabras con Pearl. Se quejaban del tiempo, de tratos comerciales fallidos, de suegras desagradables o de niños problemáticos. Pearl los escuchaba y consolaba. Creía que una persona solo era capaz de ser feliz cuando llegaba a entender el sufrimiento.
Era regla de la casa no mencionar la enfermedad de Carol a las personas de fuera, pero Pearl se dio cuenta de que la gente se acercaba a ella por Carol. La entendían mejor. Enseñaron a los niños a jugar con Carol como si fuera una más.
Tenía el presentimiento de que Pearl conocía la verdadera identidad de Dick, aunque nunca me hizo ninguna pregunta al respecto. En 1933, mi marido era el jefe del Partido Comunista de Shanghai. El partido sobrevivió a la brutal purga de los nacionalistas. Mao se retiró a la provincia de Shanxi, a un lugar remoto situado en las montañas del noroeste. Dick se quedó solo al frente del partido. Apenas tenía tiempo de viajar a Nankín.
Japón aprovechó las luchas entre nacionalistas y comunistas para penetrar en China. A principios de 1934 inició una invasión a gran escala y tomó Manchuria. La nación protestó y obligó al jefe de los nacionalistas, Chiang Kai-chek, a unirse a los comunistas en vez de perseguirlos sin descanso.
Las tropas nacionalistas dieron media vuelta hacia Manchuria para luchar contra los japoneses, hecho que Mao aprovechó para ampliar sus fuerzas. Dick recibió órdenes secretas de Mao para que se centrara en los generales clave que servían a Chiang Kai-chek. El objetivo era inducirles a encabezar un levantamiento dentro de la milicia nacionalista.
«Tomaremos las tropas que se subleven contra Mao», me explicó.
Aunque yo era consciente del peligro, apoyé a mi marido. Estaba claro que no había forma de detenerlo. Era su seguridad lo que me preocupaba.
Un día mi temor se hizo realidad: el plan de Dick topó con dificultades debido a una filtración de información confidencial. Cuando me enteré de la noticia, Dick ya había escapado. De la noche a la mañana pasó a encontrarse en la lista de «los más buscados» del gobierno. Lo seguían a todas partes. No tardó en quedarse sin sitios donde esconderse en Shanghai. Cualquiera que se atreviese a recibirlo en casa era perseguido y detenido.
Acudí a Pearl para pedirle si podía ayudar a mi marido y conseguirle un trabajo temporal en la Universidad de Nankín.
—Dick necesita tener un trabajo para poder registrarse legalmente como residente en la ciudad —expliqué a mi amiga—. Aceptará cualquier cosa, incluso ser conserje o vigilante nocturno. Tampoco supondrá ninguna carga financiera para la universidad porque les daríamos dinero para pagar su salario.
Pearl prometió intentarlo, pero me advirtió que la situación era cada vez más incierta en Nankín.
—Le contrataría como criado si yo no despertara tantas sospechas —añadió—. Me vigilan, todos los extranjeros somos considerados aliados de los japoneses.
Detuvieron a Dick en cuanto puso un pie en Nankín. Lo encerraron en la prisión militar nacionalista. Aunque seguían sin conocer su verdadera identidad, lo trataron como un comunista. Le pidieron que cooperara y aportara los nombres de sus camaradas. Cuando Dick se negó, lo golpearon y le rompieron la mandíbula.
—¿Han dejado que lo vea un médico? —preguntó Absalom cuando expliqué la noticia a Pearl.
—No —respondí.
—¡Es ridículo! —replicó Absalom—. No creo que estemos abandonados a nuestra suerte. —Se volvió hacia Pearl—. ¡Tiene que haber algo que podamos hacer!
—Padre, tenemos que tener mucho cuidado. No somos los únicos que corremos peligro —dijo Pearl, aludiendo a los otros habitantes de la casa—. También somos responsables de sus vidas.
La vivienda de Pearl estaba llena de gente. Aparte de Absalom y Carol, su hermana Grace se había trasladado a vivir con ellos. Los miembros de su familia habían decidido quedarse en China como misioneros. También estaba allí la hija recién adoptada de Pearl, Janice. Parecía un poco mayor que Carol. Ambas estaban ya muy unidas.
Pearl insistió en que me quedara con ella en lugar de regresar a mi casa.
Cuando la Universidad de Nankín declinó la propuesta de Pearl, Absalom, de setenta y siete años de edad, afirmó ante el gobierno de Nankín que Dick era su ayudante y que trabajaba para la iglesia.
«Ha sido la primera vez en su vida que Absalom ha escogido pecar», dijo Pearl después de que pusieran a Dick en libertad.
Absalom se había impuesto la obligación de proteger a los fieles de su iglesia. Le costó aceptar que Dick no fuera cristiano, pero papá le convenció de que ayudando a mi marido ayudaba a nuestra familia.
«Dick tiene que ver el trabajo de Dios en acción —dijo papá a Absalom—. A causa de tus buenas obras, pronto verás su conversión».
A Absalom le constaba que el propio Chiang Kai-chek se había convertido al cristianismo, aunque solo lo había hecho para satisfacer la petición de matrimonio de su mujer. Cuando Absalom se enteró, supo que mi esposo tenía alguna oportunidad.
—¿Y si después Dick no acepta convertirse? —pregunté—. No queremos defraudar a Absalom.
—Dick recordará que lo ha salvado un hombre de Dios —respondió papá.
Incluso cubierta de barba, la cara de Dick se veía terriblemente deformada. Tenía hinchado el lado derecho de la mandíbula, mucho más grande que el izquierdo. Pearl se encargó de que lo visitara el médico de la embajada estadounidense, quien volvió a colocarle la mandíbula en su sitio y se la inmovilizó, dejándosela cerrada.
Dick no pudo hablar durante varios días, lo cual fue una suerte ya que, al no ser capaz de contestar a las charlas que Absalom le daba sobre Dios, tampoco pudieron pelearse.
Riéndose al pensar en ello, Pearl dijo:
—Dick intentaría convertir a Absalom al comunismo.
Dick acabó tan harto que se marchó sin despedirse del padre de mi amiga.
Dos semanas después de su puesta en libertad, llegó una orden del cuartel general comunista. Dick partió al día siguiente para unirse a Mao en su base de Yenán. Explicó a Pearl que estaba profundamente agradecido con Absalom, pero que nunca podría creer en Dios.
—Tu padre debe saber que los comunistas estamos luchando por una verdadera causa —dijo a Pearl—. Algún día, China se verá libre de política y religión. Las personas serán sus propios dioses.
Pearl explicó a Dick que ella y su padre discrepaban en muchas cosas:
—Es el ángel combatiente de Dios. No le entiendo, pero le quiero.
Dick respondió que eso no tenía sentido para él:
—No podría querer a mi padre si fuera mi enemigo político.
—Yo no tengo enemigos —repuso Pearl, sonriendo.
Volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que el encuentro de Dick con Pearl y Absalom le ayudó a convertirse en un tipo de comunista diferente. En cierto modo, era un ejemplo perfecto de cómo actuaba Dios. Solo el futuro revelaría los cambios producidos en mi marido. Sin saberlo, su horizonte se amplió al verse tocado por la luz de Dios.
Antes de que mi marido se marchara, pasamos la noche juntos. Aunque todavía tenía la mandíbula delicada, le preparé su comida preferida y nos quedamos despiertos hasta tarde haciendo planes. Dick estaba entusiasmado con el viaje que estaba a punto de emprender, pero ambos lloramos ante la idea de su partida. Prometió venir a buscarme tan pronto como se hubiera instalado. Yo sabía que si insistía, Dick se quedaría en Nankín. Lo haría por mí, aunque su corazón estaba ya con Mao y sus camaradas. Me dejó con una cita de Marie Curie: «Los débiles esperan a que llegue la oportunidad mientras que los fuertes la crean». Por «oportunidad» se refería a su sueño de llegar a tener una China del pueblo.
En la primera carta que envié a mi marido dos meses después tenía una noticia que darle. La última noche que habíamos pasado juntos compartimos cama y me quedé embarazada. Yo estaba entusiasmada porque años atrás un médico me había dicho que después de mi aborto espontáneo no podría tener hijos. En aquel momento yo tenía cuarenta y tres años y Dick cuarenta y seis. Fue la carta más feliz que he enviado en mi vida.
Pearl me recomendó que empezara a hacer acopio de medicinas y las guardara en bolsas. Se había enterado, a través de un periodista americano amigo suyo que había entrevistado a Mao, que «los medicamentos son la mejor moneda en Yenán». Además, no quería estar sin medicinas con mi recién nacido.