NO estaba segura de si habían llamado a mi puerta o a la de mis vecinos. La buhardilla en la que vivía estaba cerca del muelle de Shanghai, conocido como el Bund, por el nombre que le habían puesto en su día los británicos. Por las noches oía el trajín de los mozos y el sonido susurrante de los barcos al pasar. Intenté volver a dormir pero los golpes se intensificaron. Comprendí de pronto que llamaban a mi puerta. Eché un vistazo al reloj. Eran las cuatro de la madrugada.
—¡Sauce! —Me llegó la voz de Dick.
Fui a abrir la puerta.
La expresión de su cara me asustó. Tenía los ojos rojos e hinchados de haber estado llorando.
—¿Qué sucede? —pregunté.
Dick me pasó una pila de periódicos.
Eché un vistazo a los titulares y me tambaleé hacia atrás de la impresión.
«¡MUERE POETA EN ACCIDENTE DE AVIÓN!».
«¡LA MUERTE DE HSU CHIH-MO A LOS 34 AÑOS CONMOCIONA A LA NACIÓN!».
«UN AVIÓN POSTAL SE ESTRELLA CERCA DE NANKÍN. NO HAY SUPERVIVIENTES».
Reconocí las palabras, pero mi mente se negó a aceptar su significado. Miré los periódicos una y otra vez. La fecha era correcta: 20 de noviembre de 1931. La cara de Hsu Chih-mo aparecía en todas las portadas. Contemplé aquel hermoso rostro sonriente, con sus amables ojos almendrados y su sedoso pelo negro. La belleza clásica de un chino del norte. Pasé los dedos por su imagen. La tinta se corrió con mis lágrimas.
Dick me tenía cogida por los hombros y sollozaba como un niño.
«¿Sabías que volaba gratis en un avión postal?», me preguntó.
Claro que lo sabía. Hsu Chih-mo había mantenido el contacto conmigo porque Pearl se había negado a verlo de nuevo. Mi amiga quería terminar con su aventura. Hsu Chih-mo creía que se debía a que él todavía era un hombre casado, por lo que había ido a Shanghai a pedirle el divorcio a su esposa. Pero ésta se había negado a concedérselo sin un acuerdo económico imposible. A fin de ganar dinero, Hsu Chih-mo había aceptado ofrecer una serie de conferencias por todo el país. Viajaba de una ciudad a otra cada pocos días. También era profesor a tiempo parcial en la Universidad de Shanghai y en la de Pekín. Un amigo piloto postal le había ofrecido volar gratis junto a él. Hsu Chih-mo agradecía poder ahorrarse el dinero del billete. El amigo también lo llevaba a Nankín para que pudiera ver a Pearl en secreto.
—Basta una mordedura de serpiente para tener miedo a las sogas —había comentado una vez Hsu Chih-mo sobre el temor de Pearl a casarse de nuevo.
—¿No es suficiente con que seáis amantes? —le pregunté.
—No —respondió en voz baja pero decidida—. Me gustaría pasar el resto de mi vida con ella.
Conservaba un vívido recuerdo de la expresión de su cara. Lo veía en mi buhardilla, sentado en una silla. Su cabeza tocaba el techo al levantarse, lo que le obligaba a encorvar la espalda. La ventana abierta a su espalda dejaba ver el mar de tejados de Shanghai.
Pearl conocería la noticia en unas horas. Quizá descubriese la muerte de su amante mientras desayunaba. Carol no advertiría la conmoción de su madre, y la criada ignoraría el porqué de las lágrimas de su señora.
No le había hablado a mi amiga de la última visita de Hsu Chih-mo. El poeta se había molestado y enfadado conmigo por apoyar la decisión de Pearl.
En el pasado, sus separaciones nunca habían durado demasiado. Era como intentar cortar agua con una espada. Simplemente, no podían resistirse el uno al otro. Hsu Chih-mo tomaba el vuelo de avión gratuito tres veces por semana para estar con ella. Me explicó que el piloto les dejaba su granja situada cerca del aeropuerto. Pearl me había descrito sus visitas al lugar.
«Me comportaba como una adicta al opio desesperada», me contó sobre sus encuentros con Hsu Chih-mo.
Seguí descubriendo nuevos detalles sobre el accidente de avión. El día del siniestro estaba nublado. El piloto calculó mal. El avión chocó contra la cima de la montaña y se estrelló. Una fuente dijo que el piloto se enfrascaba a menudo en conversaciones con Hsu Chih-mo. Creían que el accidente podría haberse debido a alguna distracción por su parte.
Los periódicos dijeron que la mujer de Hsu Chih-mo estaba tan destrozada con su muerte que había hecho la promesa de dejar el opio. Declaró públicamente que dedicaría el resto de su vida a publicar la obra y cartas restantes de su marido.
El funeral de Hsu Chih-mo se celebró en Nankín.
—¿Por qué no en Pekín o en Shanghai? —pregunté a Dick.
—Era el deseo de Hsu Chih-mo —repuso Dick—. Quería que se esparcieran sus cenizas por la montaña Púrpura y el río Yangtsé.
¿Habría previsto Hsu Chih-mo la posibilidad de tener un accidente? Me quedé helada con la idea. Sin duda, el poeta tenía una imaginación desbordante. No habría sido impensable que hubiera contemplado la idea de un desenlace dramático.
Recordé la descripción que me había hecho Hsu Chih-mo de su última discusión con Pearl. Vino a verme después de llevar días bebiendo y noches sin dormir. De hecho, fue dos días antes del fatal accidente.
—¿Le darás esto? —me pidió, tendiéndome un paquete.
—Te dijo que tenías que dejar de hacer este tipo de cosas —repliqué.
—Será la última vez que abuse de ti.
—¿Qué es?
—Mi nuevo libro, una colección de poemas.
Dirigí una mirada al poeta, como diciéndole «No va a leerlo».
—No me importa. Lo inspiró ella.
Los asistentes al funeral llenaron las calles de Nankín. Se agotaron los jazmines y las magnolias blancas. Dick y yo habíamos cogido un tren de Shanghai a Nankín. Llegamos por la tarde. Antes de salir, Dick mandó un mensaje a Pearl, pero no obtuvo respuesta.
El crematorio del pueblo estaba cubierto de flores blancas. Una foto de Hsu Chih-mo en la pared daba la bienvenida a los visitantes. Una pancarta de la longitud del vestíbulo rezaba: DESCANSE EN PAZ EL POETA DEL PUEBLO. Más allá de la corona de flores se encontraba el ataúd, con la tapa cerrada. Dick había visto el cuerpo de Hsu Chih-mo y había decidido que así lo habría querido su amigo.
Nadie en casa de Pearl sabía dónde estaba. La criada dijo que su señora se había marchado a la universidad. Al final me acordé de la granja del piloto.
Solo contaba con la vaga descripción del lugar que me había hecho Pearl, pero le dije a Dick que la buscaría. Me perdí en cuanto salí de la ciudad. Un niño campesino me señaló la dirección correcta. El pequeño había visto despegar y aterrizar un avión en un aeropuerto militar abandonado de la Primera Guerra Mundial, situado cerca de la casa. Las montañas circundantes arropaban el lugar. Los hierbajos llegaban hasta la cintura y crecían en matojos a lo largo de la pista agrietada.
La granja estaba cubierta de hiedra silvestre. Las ranas y los grillos dejaron de cantar al acercarme a la entrada. Los saltamontes brincaron sobre mis pies y uno casi se me metió en la boca. Alrededor de mi cabeza zumbaban mosquitos gigantes.
La puerta estaba abierta y ladeada, a punto de salirse de los goznes. Entré. Una vez dentro olí el incienso.
Pearl llevaba puesto un vestido chino azul océano con crisantemos blancos bordados, símbolo de un profundo pesar. Estaba arrodillada, encendiendo incienso. Había estado realizando la tradicional ceremonia china para proteger el alma de Hsu Chih-mo y erigido un altar con flores y agua.
—Pearl —la llamé.
Mi amiga se levantó, vino hacia mí y se derrumbó en mis brazos.
Le expliqué en voz baja que había ido a entregarle el paquete de Hsu Chih-mo.
Asintió con la cabeza.
Se lo di y le dije:
—Estaré fuera.
Pearl parecía oriental cuando salió de la granja, con los ojos hinchados de tanto llorar.
Me pidió que echara un vistazo a la primera página del poemario de Hsu Chih-mo. Se titulaba «Noche solitaria»:
A través de las cortinas la luna otoñal
mira fija y fríamente desde el cielo.
Con un abanico de seda me siento
y doy golpecitos a las luciérnagas
que pasan volando.
La noche se hace más fría
cada hora que pasa
deja el corazón helado.
Observar a la damisela dando vueltas
desde donde se encuentra
el niño campesino, alejado.
Queda solitaria una zona virgen
desaparecido el esplendor del jardín.
El río fluye desatendido
la maleza crece desatendida.
Llega el crepúsculo,
sopla el viento del este
y los pájaros interpretan
un sonido lastimero.
Pétalos como ninfas caen al
suelo desde los balcones.
Conocía la soledad de Pearl desde que éramos niñas. Siempre había buscado a los de «su condición». Con eso no se refería a los occidentales, sino a otra alma que experimentara y entendiera el mundo oriental y el occidental.
Pearl encontró lo que estaba buscando en Hsu Chih-mo. No se había sentido sola junto a él. Si mi amiga había sido la espuma alegre en la cresta de la ola, Hsu Chih-mo fue la áspera arena del mar bajo la misma.
Las cenizas se acumularon lentamente en el fondo del quemador de incienso.
El sol se puso detrás de la montaña y la estancia quedó a oscuras al instante.
Con el tiempo acabaría entendiendo la relación entre los logros de Pearl como escritora y su amor por Hsu Chih-mo. Ella continuó su relación amorosa con él durante los ochenta libros que escribiría a lo largo de toda su vida.
«Escribir una novela es como perseguir y atrapar espíritus —diría Pearl de su proceso de escritura—. El novelista es invitado a experimentar sueños maravillosos. El que tiene suerte consigue vivirlos una vez; los más afortunados los viven una vez tras otra».
Ella formaba parte de los últimos. Debió de encontrarse con el espíritu de su amor durante el resto de su vida. Nunca olvidaré el momento en que Pearl encendió la última barrita de incienso. Compuso un poema en chino para despedirse de Hsu Chih-mo:
El verano salvaje se
reflejaba en tu mirada.
La tierra ríe en flores.
Lujuria en el frío de la tumba.
La mano del viento la toca.
La mente cede bajo el peso del dolor.
Subo sola a bordo de
una barca de orquídeas.
La lluvia primaveral desdibuja
la luz de la linterna.
De un verde oscuro
son mis pensamientos
sobre tu despedida.
Yo también me consideraba una persona afortunada. Aunque Hsu Chih-mo no me amaba, confiaba en mí y eso hizo de nuestra amistad algo extraordinario. Entre nosotros había entrega y lealtad. Hsu Chih-mo me había pedido que guardase los manuscritos originales de sus poesías. Su mujer había amenazado con quemarlos porque «podía oler la fragancia de otra mujer» en sus páginas.
Me convertí en la guardiana de los secretos del poeta. Era tan fiel que ni siquiera compartí los manuscritos con Pearl. Me gustaría creer que Hsu Chih-mo me amaba de una forma especial. La lección más importante que me enseñó fue que no había una sola forma de ver las cosas o las emociones del universo, es decir, que no había una única manera de comprender la verdad.
Hsu Chih-mo, el hombre, el niño, el poeta que sonreía a todo lo que sobrepasaba su entendimiento, permanecería conmigo el resto de mi vida. Yo poseía, literalmente, su poesía, aunque hubiera preferido ganarme su corazón. Tras la muerte de la esposa de Hsu Chih-mo, empecé a dar a conocer sus poemas de uno en uno. Mi intención era que su legado perdurara en el tiempo. Creé ambigüedad y el público la acogió con los brazos abiertos. «Dejemos que domine el misterio», dije a los periodistas.
Los columnistas especularon con la idea de lo que hubiera podido suceder en el caso de que Hsu Chih-mo no hubiera muerto. El resultado fue que los periódicos difundieron los poemas que fui sacando a la luz. El público tenía hambre de Hsu Chih-mo. No dejaban de aparecer nuevos descubrimientos sobre su vida amorosa. Se hizo más famoso después de muerto.
Con el paso del tiempo me convertí en coleccionista de todo cuanto tuviese que ver con él. Además de sus poemas y cartas, intenté reunir copias de todo lo que se hubiera escrito sobre el poeta, incluyendo los chismorreos más frívolos.
En nombre de El Diario de Nankín, organicé «La conferencia de Hsu Chih-mo». El acontecimiento satisfizo mi deseo de oír su nombre pronunciado en labios de la juventud. Las estudiantes universitarias llevaban bajo el brazo un ejemplar de Los poemas completos de Hsu Chih-mo como si de un elegante bolso se tratara. Me recordaban a mí, al modo en que una vez estuve, seguía estando y estaría enamorada de él el resto de mi vida. Susurraba el nombre de Hsu Chih-mo día y noche, a solas, con Pearl o sin ella.
Gente de todas partes de China asistieron a mi conferencia. Hubo sospechas, rumores y preguntas respecto a la razón por la que Hsu Chih-mo me eligió a mí para que guardara sus escritos. «Éramos grandes amigos», contesté con desenvoltura.
Me sentí como si estuviera viviendo en un mundo ficticio cuando siguió engrosándose la lista de amantes e intereses amorosos de Hsu Chih-mo. Los detalles eran ocurrentes y vívidos. Algunos se acercaban a la realidad, pero ninguno acababa de dar en el blanco.
Yo disfrutaba de las coloridas interpretaciones que se hacían sobre la vida de Hsu Chih-mo, sabiendo que solo yo conocía la verdad.