19

ACEPTÉ la oferta de Dick Lin de convertirme en directora de su revista. Estaba decidida a trasladarme a Shanghai para siempre.

Pearl se mostró desolada.

Hsu Chih-mo vino a verme un mes antes de mi partida. Me suplicó que le ayudara a salvar su relación con Pearl.

—Se vino abajo cuando se enteró de que te marchas. Me dijo que, si continuaba visitándola, me consideraría su enemigo. Ha entablado una guerra conmigo.

Me negué a hablar con Hsu Chih-mo. Ya había hecho bastante por él.

Confuso, me dijo:

—Volveré cuando estés de mejor humor.

Después de irse, yo no conseguía dejar de oír su voz elogiando a mi amiga. «Pearl y yo somos almas gemelas». «La buena tierra es diferente a todas las novelas que he leído. ¡Es una obra de arte!». «Hay que ser humanitario para ser un buen novelista». «¡Se niega a admitir que el amor se ha cruzado en nuestro camino!».

Sabía que antes de poder saludar a Shanghai y a Dick Lin tenía que ajustar cuentas pasadas y despedirme de Nankín. Con todo, las sombras de Pearl Buck y Hsu Chih-mo se cernían sobre mí.

Dick me prometió independencia. Aseguró que yo siempre podría contar con él si lo necesitaba.

—Vienes a Shanghai —me escribió en sus cartas—, y eso es lo único que importa.

Dick confiaba en que yo acabaría enamorándome de él.

Le advertí que estaba aprovechándome de él.

—No me debes nada —fue su respuesta.

Dick me explicó que Shanghai se había convertido en la cuna roja desde que se fundara el Partido Comunista en 1921. Aunque éste todavía era considerado un grupo guerrillero, estaba convirtiéndose en la mayor fuerza opositora del gobierno nacionalista en el poder. Dick desempeñaba un papel importante dentro del partido. Se había convertido en el consejero principal de Mao Zedong y dirigía el departamento de propaganda.

Yo no estaba muy interesada en el nuevo mundo que Dick describía. No me importaba que los comunistas se apoderaran o no de China. Lo único que me preocupaba era encontrar un lugar en Shanghai en el que poder curar mis heridas e intentar rehacer mi vida. Dick me facilitó las cosas.

«Antes eras un riachuelo diminuto, ahora formas parte de un océano», decía Dick exultante.

Se acercaba el día de mi marcha. No estaba viviendo una mentira, pero tampoco vivía con sinceridad. Pearl y Hsu Chih-mo se habían declarado un alto el fuego y convertido, finalmente, en amantes. Yo me enorgullecía de haber propiciado su unión. Mi casa era su nido de amor. Allí podían escapar de los ojos indiscretos de la opinión pública. Pero estaba equivocada con respecto a mí. La envidia y los celos me consumían.

Pearl me conocía demasiado bien para sentirse cómoda con la situación. Incluso se negó a presentarse el día que Hsu Chih-mo celebró una cena de despedida en mi honor. Por un lado, me consolaba el hecho de que Hsu Chih-mo no supiera que yo estaba enamorada de él. Por otro, sufría cuando él compartía conmigo lo que sentía por mi amiga. Llevaba escrito «Estoy enamorado» en la cara. Me dolía, pero Hsu Chih-mo no podía dejar de hablar y yo era incapaz de dejar de escuchar.

Hsu Chih-mo estaba convencido de que Pearl era más china que él. Le arrobaba su visión de las cosas, sus costumbres chinas, su pasión por las camelias. Le gustaba especialmente que ella maldijese en chino. Amaba su «alma china bajo una piel blanca».

Hsu Chih-mo me contó que de joven jugaba con niños campesinos.

—La mía era una familia de pequeños terratenientes, así que crecí rodeado de niños campesinos. Pero yo era ajeno a su condición cuando jugaba con ellos. Solo sabía que yo era el joven amo y ellos, mis esclavos. No los consideraba mis semejantes. Mi familia los poseía o los contrataba. Todos los escolares chinos adoptan la misma actitud. Cuando se hacen adultos, miran a los campesinos por encima del hombro. Sin embargo, Pearl cree que todos los espíritus son iguales ante Dios. Este respeto con el que trata a sus personajes hace que su obra sea maravillosa. En ella se aprecia que la voz de un campesino es la de un ser humano.

Bebí y brindé con él.

—Pearl me hace feliz —me confesó Hsu Chih-mo—. Nunca sé lo que va a decir. Es genial, ingeniosa y divertida. Siempre me fascina esa mezcla entre la cultura china y la estadounidense que hay en ella. Me sorprendo a mí mismo esperando con entusiasmo sus pensamientos.

—¿Qué me dices del amor? —pregunté.

—¿Qué pasa con él? —Parpadeó.

—¿Ama ella como… una mujer china?

Los labios de Hsu Chih-mo dibujaron una gran sonrisa.

—Ése es mi secreto.

—Comparte algo conmigo, por favor.

—Debo irme, Sauce.

—¡Cómo te atreves a derruir el puente después de cruzar el río!

Imaginé las manos que Pearl describía, las manos de Hsu Chih-mo, tocándola. Mi amiga me contó que había despertado de su insensatez. Le pregunté qué quería decir. Me explicó que Lossing desapareció de su mente en cuanto se vio a solas con Hsu Chih-mo. Le asustaba acabar obsesionándose con él.

—Antes creía que todos los matrimonios pasaban por lo mismo que yo con Lossing. Escribía sobre historias de amor porque no había vivido ninguna.

—¿Y el amor te da miedo?

—Me da miedo el modo en que me afectará su descubrimiento.

—¿Así que crees que puede tratarse de algo más que una aventura?

—Ya no sé nada de nada. Hsu Chih-mo es un oasis en el desierto de mi vida. Gracias a él, soy más paciente con Carol y tolerante con Absalom. Ya no estoy furiosa conmigo misma. Mi desesperación se ha disipado. Incluso estoy pensando en adoptar una niña. De hecho, ya he iniciado los trámites. Y aun así… —Se detuvo unos segundos antes de continuar hablando—. Es difícil que Hsu Chih-mo y yo tengamos un futuro juntos.

—¿Porque los dos estáis casados o porque sois personas muy diferentes?

—Lo único que sé es que estoy enamorada de él y que el sentido común me ha abandonado.

—Hsu Chih-mo seguirá persiguiéndote.

—No comprende que tengo responsabilidades. No entiende que nunca seré libre debido a Carol. Me contó que había perdido a un hijo de cinco años. Fue capaz de salir de su pesar. Pero yo no puedo. Por el bien de Carol, tengo que quedarme con Lossing… por el dinero.

—¿Dejarás a Hsu Chih-mo?

—¿Acaso tengo elección?

—Tu madre decía que la vida es verse forzado a tomar decisiones.

Nos quedamos calladas.

—Estoy viendo cómo la vida se escapa ante mis ojos —dijo.

El aire estaba impregnado con la dulce fragancia de las flores veraniegas. Había ido a la ribera del río a despedirme de Nankín. Sabía que Hsu Chih-mo y Pearl recorrían las calles de la ciudad al abrigo de la oscuridad, a la sombra de las magnolias. Pearl me había explicado que frecuentaban a menudo un pequeño restaurante llamado Siete tesoros. Su plato favorito consistía en una sopa de fideos y champiñones de Chinkiang.

Lossing volvía a vivir con Loto. Había aceptado un nuevo puesto como jefe del departamento de agronomía en una universidad del sudoeste de China. Hsu Chih-mo tenía plena libertad para visitar a Pearl, aunque en secreto. El amor que no conseguía olvidar hizo resurgir y cambiar a Pearl. Empezó a prestar atención a su modo de vestir y se apuntó a unas clases de baile en la universidad. A principios de primavera fue a recoger camelias con Hsu Chih-mo. La experiencia sirvió a éste de inspiración para publicar un poema titulado «Pétalos de camelia en mi almohada».

Comenzaron a correr rumores y la opinión pública supuso que Hsu Chih-mo había vuelto con su antigua amante. Los periódicos competían por ver quién era capaz de predecir el siguiente paso del poeta.

No respondí al mensaje de Pearl en el que me pedía la oportunidad de despedirse de mí.

Me parecía que bastaba con lo que nos habíamos dicho. No quería volver a escuchar el nombre de Hsu Chih-mo. Me marché sin hacer ruido. El embarcadero estaba lleno de gente. Subí al buque de vapor sin hablar con nadie. Mientras el barco se disponía a zarpar, me llevé una sorpresa.

Vi a Pearl corriendo por el empedrado hacia al agua.

No creí que fuera capaz de encontrarme.

Pearl aflojó el paso hasta detenerse. Detrás de ella la gente agitaba los brazos y se despedía entre gritos.

Entonces dio conmigo. Sus ojos. Supe que me había visto porque se quedó totalmente quieta, mirando fijamente en mi dirección. Vestía un traje chino de color añil. Llevaba el pelo recogido en un moño. El sol le daba directamente en la cara. Parecía Carie.

Deseé poder cerrar los ojos.

Los mozos soltaron amarras. El buque a vapor comenzó a coger velocidad.

«¡Adiós!», gritó la multitud desde el embarcadero.

«Eh, tú, el idiota al que están a punto de decapitar —dijo cariñosamente una mujer a su marido, alzando la voz—. ¡No olvides guardar leña después de encender el fogón!».

El marido rió y le contestó: «Eh, tontorrona llena de arrugas, ¡más vale que vuelvas a casa o descubrirás que me he gastado todos tus ahorros en una concubina!».

Lloré deseando poder abrazar a Pearl. Me marchaba con la intención de escapar de mi propia miseria, pero había acabado castigando a mi amiga.

Confiaba en que mi partida sirviera para conservar lo que había entre nosotras.

Pero ¿de verdad podía irme?

La brecha de agua entre nosotras se hizo cada vez mayor. La gente se gritaba entre sí en una competición de insultos jocosos.

Entonces oí a Pearl gritar con la tonalidad de Chinkiang:

—¡No soy un pájaro sino un mosquito… demasiado pequeño para que puedas abatirme con un rifle!

Consciente de que me había perdonado, le contesté:

—Ten cuidado cuando creas que hayas hecho un buen trato. Vigila a tu hermoso gallo. ¡Que no te pille por sorpresa si algún día le salen dientes!

—¡Adelante, ve a hacer cabriolas sobre un toro! ¡Soy una fiel admiradora!

—Sí, sí… El zorro llora en el funeral de la gallina. ¡Lárgate de aquí!