18

MUCHOS años más tarde, después de la muerte de Hsu Chih-mo y de que Pearl se convirtiera en una escritora estadounidense de renombre internacional ganadora de un Pulitzer y del premio Nobel, mi amiga escribió sobre él:

Me reclamó con su amor y luego me dejó partir. Cuando llegué a Estados Unidos entendí que ese amor estaba en mí y permanecería siempre conmigo.

Se sentaba en mi salón y hablaba sin parar mientras gesticulaba con sus bonitas manos, exquisitas y descriptivas; hasta cuando pienso en él, lo primero que veo son sus manos. Era un chino del norte, alto y de una belleza clásica, con unas manos grandes, perfectamente moldeadas y suaves como las de una mujer.

Pese a estar en mi casa, sentada en la misma habitación que Pearl y Hsu Chih-mo, me sentía como un fantasma.

Ya no hablaban de Dick Lin.

Hsu Chih-mo hablaba sobre un músico famoso, un invidente llamado Ah Bing que tocaba el erhu, un violín de dos cuerdas.

—Ah Bing es el ejemplo perfecto de alguien que creó su arte como lo hace la gente del pueblo. —El tono de Hsu Chih-mo era acelerado, ansioso por hacerse entender—. Ah Bing era mendigo antes de convertirse en artista, algo que los críticos han preferido ignorar. Pasó años deambulando por las calles de las ciudades del sur de China. Vestía con harapos y llegaron a morderle perros hambrientos. Se hizo famoso porque su música emocionaba a la gente. Escuchar la música de su erhu era como oírle contar historias acerca de su vida. A mí me ha hecho llorar de emoción y querer ser mejor persona. Su intención no era servir de inspiración ni guiar…

—¿En qué crees que pensaba Ah Bing mientras tocaba? —preguntó Pearl.

—Yo mismo me he hecho esa pregunta muchas veces. —Hsu Chih-mo movió las manos como si fueran pájaros volando—. ¿Sabía que estaba creando una obra de arte? ¿Se impresionaba a sí mismo? ¿Pensaba que estaba reivindicando un lugar importante en la historia de la música china? —Hsu Chih-mo se volvió hacia Pearl, como si pidiera su opinión.

—Lo más probable es que estuviera pensando en lo que iba a comer después —repuso ella.

—¡Exacto! —coincidió Hsu Chih-mo.

—Lo único que Ah Bing deseaba era complacer a los transeúntes para que le dieran una o dos monedas —continuó Pearl—. Le impulsaba el hambre. Me lo imagino disculpándose por ser una molestia, durmiendo bajo la antigua muralla por las noches o fuera de la estación de tren…

—Sí, y sí —repitió Hsu Chih-mo—. Cuando no dormía, tocaba el erhu para olvidar su miseria.

—Ah Bing tomaría el arco del violín entre las manos. La pena manaría de sus cuerdas… —prosiguió Pearl.

—Sí, Ah Bing, el mayor músico de ehru que haya existido jamás. Su música es considerada símbolo del río Yangtsé. Nace al pie del Himalaya y fluye como el agua a través de las vastas llanuras de China hasta llegar primero al mar del Este y luego al océano Pacífico.

Hablaban como si yo no estuviera allí, como si no existiera. Podía sentir la fuerza que los atraía. Era intensa. Eran mi Romeo y Julieta, los amantes mariposa de la vida real. Me senté en una esquina, detrás de Hsu Chih-mo, protegida por la sombra de las cortinas. Contuve la respiración y no me atreví a moverme. Observé cómo el amor iba arraigando en sus corazones por momentos. Se abrieron como las flores. Era el destino.

Me maravillaba ser al mismo tiempo testigo y víctima de un gran amor. Me conmovía asistir al nacimiento de sus sentimientos, mientras mi corazón se marchitaba con una tristeza indescriptible.

—Comparto la alegría de Ah Bing durante el calor de la primavera. —La voz de Pearl fluía dulce y suave—. Veo toda la belleza que se extiende bajo el firmamento al oler la fresca esencia del jazmín. La alegría de vivir de Ah Bing conmueve a la gente de a pie. Mi favorita es «La hermosa doncella». La nostalgia que siente por ella es infinita e intensa. Su representación musical del reflejo de la luz del sol en los ojos de una joven hace que se me llenen los ojos de lágrimas.

Hsu Chih-mo se volvió hacia Pearl y se miraron fijamente.

—Ah Bing escapaba de la vida que le había tocado vivir a través de su música —dijo Hsu Chih-mo, en un tono de voz tan quedo que rozaba el susurro.

—Sí —afirmó Pearl—, Ah Bing se convirtió en el héroe que deseaba ser mediante la música.

Se quedaron callados.

Se oyó el ruido de una tetera hirviendo.

—Disculpadme. —Me levanté y me dirigí hacia la cocina. Intenté contener las lágrimas.

Vacié la tetera y volví a llenarla de agua fría. Me temblaban las manos. Después de un rato oí decir a Hsu Chih-mo:

—Así me sentí al leer tu manuscrito.

No llegué a oír la respuesta de Pearl.

Miré por la ventana. El cielo tenía un tono gris plomizo. El rumor del arroyo de la montaña se percibía con claridad.

—Tengo que irme —oí decir a Pearl.

Intenté no pensar que Hsu Chih-mo se había quedado porque sentía lástima de mí. Le invité a cenar y a tomar una copa. El alcohol se nos subió a la cabeza y nos animamos. Bromeé acerca de mi matrimonio y él sobre el suyo. Hsu Chih-mo me habló de lo desconcertado que lo tenía el feminismo. Le pregunté por su notoria vida amorosa.

—No me digas que la odias —dije.

—Pues así es, lo creas o no.

—¡Bah! Pero si estás viviendo la fantasía de todo hombre.

—Sauce, amiga mía, creo que has bebido demasiado. Te iría bien una ducha de agua fría —me dijo Hsu Chih-mo, sacudiendo la cabeza.

Le hice saber que me molestaba que todavía pensara en la persona que se había ido.

—Te atrae Pearl Buck. —Me volví hacia él y forcé su mirada—. No intentes mentir.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó, sonriendo.

—¿Acaso podrías negarlo? Bajó los ojos. —Estoy casado.

—Estoy borracha. —Le lancé el vaso. Fallé—. Lárgate ahora mismo.

Me hubiera sentido mejor si Pearl y Hsu Chih-mo hubiesen admitido su atracción mutua. Su negativa y resistencia lo hacía aún más duro. Pearl evitaba a Hsu Chih-mo en la universidad. Fue a ver a Lossing con la intención de convencerlo de que volviera a casa, cosa que él hizo.

Pearl se encerró en su habitación a escribir febrilmente. Envió su manuscrito Viento del este, viento del oeste a varias editoriales extranjeras, hasta que al final encontró una pequeña editorial estadounidense que aceptó publicarlo. Estaba contenta, aun cuando el libro no parecía venderse mucho. No le importó. No podía dejar de escribir.

Empezó otra novela. Me dejaba leer varias hojas del borrador al día. Acabé por leer el manuscrito entero. Se titulaba La historia de Wang Lung, que después llamó La buena tierra. En sus páginas entreveía las sombras de aldeanos que ambas conocíamos. Pearl describía un mundo con el que yo estaba familiarizada y que nunca había encontrado en la literatura china. Ella consiguió que cambiara mi perspectiva. Hizo que viera cosas que de forma intuitiva sabía ciertas.

—Lo estoy haciendo a sus espaldas —expliqué a Hsu Chih-mo cuando le dejé leer el manuscrito de Pearl.

Le pedí que me ayudara a encontrar alguna editorial que estuviera interesada en publicarlo para que ella pudiera cobrar así un adelanto.

Hsu Chih-mo me prometió intentarlo.

Debo decir que yo me lo busqué; si Hsu Chih-mo no estaba ya enamorado de Pearl, aquello lo llevaría a estarlo. Él la veía como una verdadera artista, la Ah Bing de la literatura.

Seguimos siendo buenos amigos. Finalmente, y después de muchos rodeos, Hsu Chih-mo me pidió que entregara una carta a Pearl.

Se trataba de una carta muy voluminosa.

Lo cierto era que yo cada día estaba más celosa de Pearl. Y me dolía el hecho de que ella nunca se hubiera esforzado ni lo más mínimo por atraerle a él.

Pearl fue el único miembro de la facultad que votó en contra de la renovación del contrato de Hsu Chih-mo. Se negó a dar una explicación.

—No contó la verdad cuando dijo que el dinero era la razón por la que había solicitado el puesto —me explicó mientras freía col en un wok—. Alegó en broma que tenía que pagar las deudas de su mujer. Engañó a todos los miembros del comité, excepto a mí.

—¿Has leído los comentarios de Hsu Chih-mo sobre tu nueva novela? —pregunté.

—Sí.

—¿Qué te parecen?

—¿Qué quieres que diga?

—¿Te han gustado?

—Sí, mucho. Ha sido muy generoso por su parte.

—¿Crees que entiende lo que escribes?

—Es la única persona china que entiende mis libros, aparte de ti.

—Hay una gran diferencia entre nosotros. Las credenciales de Hsu Chih-mo le proporcionan el poder de influenciar a otras personas.

—No he dicho que no fuera a utilizar su ayuda.

—Entonces, ¿por qué sigues dándole la espalda?

Pearl tapó el wok y se apartó de la cocina.

—No sé lo que siento por él, estoy confundida. —Hizo una pausa antes de continuar hablando—. Me infunde confianza y me inspira creatividad, pero al mismo tiempo… me tiene aterrorizada.

—¿Te estás enamorando de él? —Me fijé en sus ojos.

—Me siento como si estuviera a punto de caer por un precipicio.

—¿Sí o no?

—Por favor, Sauce.

—¿No crees que como mínimo me debes una respuesta sincera? —No pude evitar alzar la voz—. No soy ciega, ni sorda, como supones. Me he intoxicado con el aire que respiráis los dos. Soy una mujer fuerte, capaz de manejar mis propias crisis. Soy sincera conmigo misma. Tengo el valor de perseguir mis sueños. Por desgracia, no puedo obligar a un hombre a enamorarse de mí. Por la gracia de Dios, he sido bendecida con todo lo demás excepto con el amor de un hombre. Una cosa está clara, no tengo ni la más mínima posibilidad con Hsu Chih-mo mientras tú estés por medio. ¿Qué puedo decir? ¿Mala suerte? ¿O me digo «Está bien, tú no puedes tenerlo pero tu mejor amiga sí»? Para serte sincera, no tengo un corazón tan grande.

—¿Qué quieres que haga? —inquirió Pearl en un tono de disculpa.

—¡Quiero que dejes de mentirme!

—Sauce, no estoy mintiéndote. Nunca lo he hecho y nunca lo haré.

—¡Y un cuerno! ¿Y eso de que no sabes lo que sientes por él y que estás confundida? ¿De verdad es así? ¡Sabes perfectamente lo que está sucediendo! Sabes que estás enamorada de Hsu Chih-mo. Sabes que no puedes escapar de él por mucho que lo intentes una y otra vez, como un conejo que huye de un incendio en el bosque.

—Vale, he pecado. ¿Cómo puedo arreglarlo?

—Admite la verdad. ¿No ves que necesito un hombro sobre el que llorar?

Acepté la invitación a tomar el té de Dick Lin. Quedamos una cálida tarde de otoño en un pequeño salón de té situado al pie de la montaña Púrpura. Me puse el abrigo azul con un pañuelo de seda negro.

Dick vestía una chaqueta de estilo francés sin cuello, a juego con un sombrero también francés. Empezó a hablar de sí mismo en cuanto nos sentamos.

—Antes de cumplir los cinco años ya trabajaba en el campo con mis padres —comenzó—. Mi padre, a pesar de ser un pobre campesino, se empeñó en que yo tuviera una buena educación. Iba desnudo al colegio, como otros niños de la aldea. La nueva profesora era de ciudad y lo último que esperaba era encontrarse con una panda de monos con el culo al aire. Gritó en cuanto puso los pies en la clase.

A Dick le sobraba seguridad en sí mismo. Exigía la atención de su público.

Estudié sus rasgos mientras hablaba sin parar. Componían una extraña imagen de armonía. Los ojos de lagarto quedaban bien con la nariz aguileña, y los labios finos con la barbilla pequeña. Aunque al principio no me gustó, empezó a caerme bien, a atraerme su sinceridad, su entusiasmo infantil y, sobre todo, su determinación a creer en los sueños.

—Después de escaparme del pueblo me dediqué a viajar —continuó Dick—. Mi padre me persiguió y me dio una paliza. Llegó a meterme en un río a la fuerza con la intención de ahogarme. Me fui al extranjero a estudiar y a trabajar. Viví tres años en Francia. Trabajaba durante el día y estudiaba de noche. En París experimenté de primera mano lo que era el comunismo.

Dick se echó a reír y luego hizo una pausa a fin de observarme.

Intenté estar presente, pero había tenido un día muy largo y mi mente empezó a distraerse. Asentí con la cabeza y le pregunté:

—¿Qué te trajo de vuelta a China?

—No echaba de menos a mi familia, pero sí a mi país —prosiguió—. Tenía veintidós años. Nunca antes había sentido con tanta intensidad que podía hacer algo para ayudar a cambiar el mundo, para invertir las desigualdades entre ricos y pobres…

A pesar de que Dick carecía de la gracia de Hsu Chih-mo, me descubrí escuchándolo con atención.

—Podría haber guardado silencio y pretender que no me afectaba lo que estaba sucediendo. —Me miró ávido de provocar una reacción—. Podría haber imitado a un sabio antiguo y ocultarme en las montañas. En cambio, elegí llevar una vida llena de significado y luchar por el pueblo.

Su tono estaba cargado de energía. Por extraño que parezca, consiguió emocionarme.

Las nubes se movían casi a ras del suelo y las copas de los pinos se desplegaban cual brazos de mendigos. Dick y yo seguimos el sendero que conducía a la cima de la montaña Púrpura. Pensé en pedirle que volviera a considerar la publicación de la novela de Pearl. Pero cambié de parecer en cuanto mencionó que haría cualquier cosa por mí. No quería estar en deuda con él.

«Pearl merece honor, no compasión», pensé.

Dick Lin señaló que se ponía nervioso siempre que me tenía cerca. Me hizo cumplidos y halagos. Deseé que fuera Hsu Chih-mo quien los hiciera. Me pregunté dónde estaría el poeta y qué haría. ¿Estaría pensando en Pearl? Hsu Chih-mo había viajado varias veces a Shanghai en los últimos meses para estar junto a su esposa. Cada vez que regresaba a Nankín, estaba aún más deprimido. Cuando yo le preguntaba por ella, respondía: «Mi mujer vive en su cueva de opio. No habla si no es para pedirme dinero».

La prensa rosa que seguía a Hsu Chih-mo reveló las enormes deudas que había contraído su esposa. Las últimas crónicas explicaban que la antigua cortesana pasaba el tiempo con un acaudalado benefactor. Se decía que Hsu Chih-mo se peleaba con ella a causa del dinero y su adicción a las drogas. Una fuente reveló que Hsu Chih-mo había vuelto con su antigua amante arquitecto. El público se había obsesionado con aquel melodrama.

—Es hora de que consideres la posibilidad de echarte de amante a Hsu Chih-mo —comenté.

Atónita, Pearl se volvió hacia mí.

—Estás loca, Sauce.

—¿Por qué no? —proseguí—. A fin de cuentas, Lossing está con Loto.

—No —dijo tajante.

—Hsu Chih-mo…

—Déjalo, ¿quieres? No tengo ganas de hablar de él.

—Pero yo sí.

Pearl se quedó callada.

Me asqueaba mi proceder, pero no podía evitarlo.

—No soy tonta, Sauce —oí decir a Pearl—. Me doy cuenta de que…

—Entonces, responde a mi pregunta.

—No sé qué contestarte. Como sabes, los dos estamos casados. Francamente, este tipo de bromas no me gustan nada. Porque… es una broma, ¿no?

—¿Tú qué crees? —Es algo típicamente chino que te des el gusto de jugar a ser cruel. ¿Es así como espantas la miseria? ¿Funciona? ¿Te sientes menos miserable que ayer?

—¡Hablas como tu padre, toda revestida de Dios! —repliqué—. ¡No puedes afrontar la realidad!

—Intento actuar con decencia.

—Soy tu amiga. ¡Me importa un bledo tu decencia!

—¡Está bien! —espetó, encarándose a mí—. ¿Quieres la verdad? ¡Pues ahí va! Tienes razón, ¡Hsu Chih-mo y yo estamos enamorados! ¡Y sí, vamos a acostarnos juntos esta misma noche!