TRAS la llegada de Hsu Chih-mo a la ciudad, el centro del círculo literario chino se trasladó de Shanghai a Nankín. La universidad pasó a ser la escena principal del Nuevo Movimiento Cultural. Yo organizaba eventos semanales en los que intervenían periodistas, escritores y artistas de todo el país. Estaba tan ocupada que incluso comía de pie. Hacía semanas que no visitaba a Pearl por falta de tiempo, así que una tarde me dejé caer por su casa.
Me sorprendió con la noticia de que Lossing se había marchado.
—Se ha ido a vivir con Loto —anunció con voz apagada.
—¿Y Carol? —pregunté.
—Lossing dice que no notará la diferencia. Insiste en que ni siquiera sabe que es su padre.
—Lo importante es que tú lo estás haciendo lo mejor que puedes —intenté consolarla.
Negó con la cabeza.
—Tienes una vida que vivir, Pearl.
—Carol no se lo merece. Abandonada por su propio padre…
—Tal vez no lo note…
—Pero ¡yo sí! —respondió casi gritando.
Me quedé callada.
Pearl comenzó a sollozar.
Me dirigí a la cocina para llevarle un vaso de agua.
—Pearl —dije con cuidado—, tienes que peinarte y arreglarte, y comer.
—Lo que me gustaría es poder escapar, sin más, morir —replicó—. Necesito liberarme de esta trampa.
—¿Has estado escribiendo? —inquirí.
—Es lo único de lo que soy capaz. Toma. —Me lanzó un montón de páginas—. De la semana pasada. Dos historias cortas.
Eché un vistazo a los títulos. El séptimo dragón y La casamentera.
—Has sido muy prolífica, Pearl.
—Me estaba volviendo loca hasta que me puse a escribir a máquina.
Le pregunté si algún editor había mostrado interés.
—No. Uno de Nueva York fue lo suficientemente amable como para enviarme una nota explicativa después de rechazar mi manuscrito. No comentaba nada nuevo. Lossing lleva tiempo diciéndome lo mismo.
—¿Que a los lectores occidentales no les interesa China?
Asintió con la cabeza.
—Bueno, quizá solo están acostumbrados a leer malas historias. Puede que lleve tiempo convencerlos de que lo que tú escribes es distinto —observé—. ¿Has probado a enviar tus manuscritos a editoriales chinas?
—Sí.
—¿Y?
—He quedado en ridículo —suspiró—. Las editoriales de derechas quieren puro escapismo y las de izquierdas solo están interesadas en el comunismo y en Rusia.
—¿Y a ti no te interesa ni una cosa ni otra?
—No.
—Por desgracia, sigues necesitando dinero.
—Por desgracia.
Invité a Pearl a venir conmigo a una fiesta de Año Nuevo organizada por El Diario de Nankín. La idea no le atraía, pero yo insistí.
—Hsu Chih-mo estará allí. —Apenas si podía contener mi entusiasmo.
—Lástima que te interese a ti, no a mí.
—Es el único que no ha leído nada tuyo. Me dijo que quería leer tu obra.
—No voy a ir.
—Por favor. No quiero parecer desesperada.
—¿Desesperada? Ah, ya veo.
—¿Vendrás?
—Vale, pero solo a tomar el té.
Hsu Chih-mo se subió a una silla y comenzó a agitar los brazos. «Señoras y señores, me gustaría presentarles a mi mejor amigo, la gran esperanza de la nueva literatura china: ¡Dick Lin! Es el séptimo traductor del Manifiesto comunista de Karl Max y director de la Revista de Vanguardia de Shanghai». Hsu Chih-mo lucía un traje de seda negra de corte occidental y cuello mao y zapatos de algodón chinos. Llevaba el pelo bien peinado con la raya en medio.
El gentío lo ovacionó. «¡Dick Lin! ¡Dick Lin!».
Dick Lin, un hombre bajito, ancho de hombros y con gafas de pasta negra, se acercó a darnos la mano a Pearl y a mí. Pasaba de los treinta años. Tenía ojos de lagarto y nariz aguileña. Las comisuras de los labios tendían hacia abajo, lo que le confería una expresión seria, casi amarga.
—Soy un gran admirador de su trabajo en El Diario de Nankín —me confesó sin más preámbulos—. ¿Le gustaría trabajar para nosotros?
Aunque me sentí halagada, su franqueza me cogió por sorpresa.
—Tendrá garantizada su propia página, además de la dirección de la edición de los fines de semana —continuó Dick Lin—. Podrá llevarla como usted quiera. Igualaremos su actual salario más una prima.
Miré a Pearl. Mis ojos decían: «¿Te lo puedes creer?».
Mi amiga sonrió.
Dick se volvió hacia Pearl y comenzó a hablar en inglés con acento chino:
—Bienvenida a China —dijo, haciendo una reverencia exagerada—. ¡Es un honor conocerla! Hsu Chih-mo me ha contado que vino a China siendo un bebé. ¿Es cierto? No me extraña que su chino sea perfecto. ¿Sabe que el chino es una lengua muy peligrosa para los extranjeros? Un pequeño desliz en el tono y «Buenos días» se convierte en «Vayamos juntos a la cama».
Hsu Chih-mo moderó el debate. El tema planteado era si los novelistas debían escribir para el pueblo o como el pueblo. La discusión no tardaría en volverse acalorada.
—El deber de un escritor es despertar la conciencia de la sociedad —insistió Dick Lin—. Tiene que hacer que los campesinos aprendan a sentir vergüenza. ¡Me refiero a aquéllos que compraron y comieron el pan hecho con los cuerpos de los revolucionarios!
La multitud aplaudió.
—China está donde está porque nuestros intelectuales son egoístas, arrogantes, decadentes e irresponsables —continuó Dick Lin—. Ha llegado el momento de que nuestros escritores demuestren su liderazgo…
Pearl levantó la mano.
Hsu Chih-mo hizo un gesto de aprobación con la cabeza indicándole que hablara.
—¿Se le ha ocurrido pensar que tal vez sea elección del autor escribir como el pueblo? —preguntó—. Por mucho que uno justifique el horror de un acto como el que acaba de utilizar de ejemplo, el hecho es que la gran mayoría de los chinos son campesinos. Mi pregunta es: ¿no merecen los campesinos tener voz propia?
—Bueno, uno debería elegir a un campesino digno de ser retratado —contestó Dick—. Igual que cuando se coge el fruto de un árbol, se escogen las manzanas sanas y se desechan las podridas. De nuevo, usted tiene una obligación para con la sociedad, la cual necesita referentes morales.
—¿Significa eso que no está dispuesto a publicar autores que escriban con la voz de la gente de verdad?
—Personalmente, no.
—Entonces, niega la representación del noventa y cinco por ciento de la población china. —La voz de Pearl subió de tono.
Aferrándose firmemente a su punto de vista, Dick declaró:
—Negamos dar voz a personajes mezquinos y maleducados.
—¿A quién estaría dispuesto a publicar, entonces? —pregunté.
—A aquellos autores comprometidos con la lucha contra el capitalismo —respondió Dick—. De hecho, apostamos fuerte por la publicación de obras escritas por personas que representen a la clase trabajadora. Estamos en condiciones de garantizar el éxito de dichos autores.
—Dick pretende cambiar el mundo —se burló Hsu Chih-mo.
—¿No debería ser elección de los lectores? —desafió Pearl.
—No —dijo Dick—. Los lectores necesitan orientación. Sonriendo, Pearl discrepó: —Los lectores son más inteligentes de lo que nosotros creemos.
—Señora Buck. —Dick bajó la voz, aunque su tono todavía era lo bastante elevado para que todos los presentes pudieran oírlo—. Yo fui el editor que rechazó su manuscrito. Estoy seguro de que ha intentado sin éxito que se lo publiquen otras editoriales. Lo que yo digo es que somos nosotros, no los lectores, los que decidimos.
Pearl se levantó y salió de la sala sin decir nada.
Me levanté y la seguí.
Ya en el vestíbulo, Pearl se dirigía a toda prisa hacia la salida. Mientras yo apretaba el paso para alcanzarla, oí de repente un ruido detrás de mí. Al volverme, vi que era Dick Lin, que venía corriendo hacia mí.
Me detuve pensando que quizá quisiera disculparse por haber sido tan grosero con mi amiga.
—¡Sauce! —me llamó mientras yo me detenía—. Sauce, ¿cuándo puedo volver a verte? Me encantaría invitarte a una taza de té.
Adopté un aire despectivo y, dando media vuelta, me dirigí hacia la puerta.
Hsu Chih-mo estaba de pie, frente a mí, junto a la puerta del jardín. El pelo mojado le caía por la cara. Se llevó la mano al rostro para secarse el agua de la lluvia.
—Vengo a disculparme con Pearl en nombre de mi amigo, en caso de que se haya sentido ofendida —dijo.
—Pearl Buck me ha comunicado que ya no desea formar parte del círculo literario de Nankín —repuse.
—Dick no pretendía atacarla.
Hsu Chih-mo insistió en que Pearl le concediera la oportunidad de hablar con ella cara a cara.
Permanecí de pie, mirándolo, y deseé poder detener el tiempo. Mis emociones se arremolinaron en el estómago y me entraron ganas de vomitar. Seguí diciéndome que aquel hombre no estaba interesado en mí, pero el corazón se negaba a escucharme. Mis ojos se deleitaban con su presencia.
Hsu Chih-mo desvió la mirada nervioso.
—Pasaré el mensaje —dije como una tonta.
Pearl estaba sentada en la mesa, absorta en sus pensamientos mientras se tomaba el té. Yo la había apartado de sus escritos y traído a casa para que Hsu Chih-mo pudiera hablar con ella. Estaba convencida de que Pearl se marcharía en cuanto el poeta se disculpara en nombre de su amigo. Esperaba impaciente pasar algún momento a solas con él.
—Dick es un inconsciente. —Hsu Chih-mo se inclinó hacia delante, sosteniendo la taza con ambas manos—. Es agresivo por naturaleza, pero tiene buen corazón. Es un genio. Mantener una conversación con él es igual que plantar semillas. La sabiduría brotará en cuanto permitas que dé la luz del sol. Dick solo gusta a aquellas personas que aprecian la sinceridad. Le apasionan sus ideas.
—¿De modo que ha venido a transmitirme el mensaje de su amigo? —inquirió Pearl con los ojos puestos en el árbol de fuera.
—No —contestó Hsu Chih-mo, con tanta delicadeza que apenas pareció un suspiro—. He venido a entregar mi propio mensaje.
Pearl no quiso saber de qué se trataba.
El poeta esperó.
Me resultó un suplicio que él pretendiera llamar su atención, que intentara que ella le mirara a la cara.