EL papel de anfitrión y homenajeado se invirtió desde el principio. Hsu Chih-mo recibía más atención que su distinguido invitado, Tagore. Ambos permanecían de pie sobre el escenario hombro con hombro delante de un podio. Tagore iba leyendo su poema «Gitanjali» y Hsu Chih-mo lo iba traduciendo. El auditorio estaba abarrotado de oyentes. Los estudiantes aplaudían cada una de las frases de Hsu Chih-mo.
Tagore, envuelto en una capa marrón, parecía la campana de latón de un templo. Aunque apenas pasaba de los cincuenta años, los chinos creían que era mayor debido a su larga barba grisácea que le llegaba hasta el pecho. Por el contrario, Hsu Chih-mo era joven, esbelto y elegante. No costaba mucho adivinar que era a él a quien había estado esperando el público.
En aquel momento era el príncipe de la literatura china.
La incomodidad de Tagore fue en aumento a medida que los estudiantes aclamaban a Hsu Chih-mo. Volviéndose hacia el poeta chino, comentó:
—Creí que habían venido a verme a mí.
—Sí, señor —le aseguró Hsu Chih-mo—. La gente ha venido a celebrar su obra.
Pearl y yo estábamos sentadas en primera fila. Yo llevaba puesto mi abrigo plateado al estilo de Shanghai, con un pañuelo de seda carmesí. Pearl había llegado tarde y vestía su chaqueta marrón y su falda negra de algodón arrugadas, y unos zapatos de campesina china. Los calcetines eran tan viejos que le colgaban flojos en los tobillos. Por el desaliño de su pelo, deduje que acababa de tener algún problema con Carol.
—¡No me lo puedo creer! No te has tomado la molestia de arreglarte un poco —le susurré al oído.
—Da gracias de que esté aquí —me cortó.
No pensaba permitir que se escapara con tanta facilidad.
—¡Se trata de Hsu Chih-mo, por el amor de Dios! ¿Cuántas veces tenemos la oportunidad de conocer a una celebridad?
Me lanzó una mirada cansada.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Nada.
—Suéltalo —insistí, cogiéndola del brazo.
—Vale. —Y, volviéndose hacia mí, me susurró al oído—: No me hubiera importado perderme a Hsu Chih-mo. He venido a ver a Tagore.
—¿Qué te parece si yo me quedo con el joven y tú con el viejo? —bromeé.
—¡Chis!
Los dos poetas seguían recitando sobre el escenario. Hsu Chih-mo traducía el último poema de Tagore:
Solo espero al amor para
entregarme al fin en sus manos.
Por eso es tan tarde, por eso
soy culpable de tantas distracciones.
Vienen todos, con leyes y
mandatos, a atarme a la fuerza;
Pero yo me escapo siempre,
Porque solo espero al amo
para entregarme, al fin, en sus manos.
Me culpan, me llaman atolondrado.
Sin duda tienen razón.
—Tagore tiene suerte —dije en voz baja a Pearl.
—Hsu Chih-mo es especialmente bueno reconstruyendo los versos de Tagore en chino —convino conmigo, al mismo tiempo que asentía con la cabeza.
—Tagore no parece darse cuenta.
Hsu Chih-mo continuó:
Terminó el día de feria,
y todos los tratos están ya hechos.
Y los que vinieron en vano a llamarme,
se han vuelto, coléricos.
Solo espero al amor para
entregarme al fin en sus manos.
Pearl y Hsu Chih-mo estaban de pie frente a la clase de mi amiga. Ella había invitado al poeta a dar una charla a sus estudiantes al día siguiente de la presentación de Tagore. Esto sucedió antes de que ambos supieran lo que iba a suceder, mucho antes de que los historiadores escribieran sobre aquel momento.
Noté que Hsu Chih-mo estaba sorprendido por la excelencia del chino de Pearl. Excepto por sus rasgos occidentales y el color del pelo, Pearl era china en todos los sentidos.
—Le ruego acepte mis disculpas por tan humilde recibimiento, pero nuestro sentir es sincero. —Pearl sonrió e hizo un gesto a uno de sus alumnos para que se acercara a servir el té al poeta.
—Es Longjing de Hangchow —dijo Pearl, llevándole el té a Hsu Chih-mo. Colocó la taza frente a él e hizo una leve reverencia.
Al volver la vista atrás, me doy cuenta de que fui yo la que no vio que Hsu Chih-mo se sintió atraído por Pearl desde el mismo instante en que posó los ojos en ella. Su desenvoltura y seguridad en sí misma lo cautivaron.
—¿De dónde es usted? —preguntó Hsu Chih-mo a Pearl, sin prestar atención al resto de la clase.
Pearl respondió en un perfecto dialecto de Chinkiang:
—Soy una cerda de la orilla norte.
El poeta entendió el chiste y soltó una carcajada.
Mucha gente del sur de China llamaba «cerdos de la orilla norte» a los culis, vagabundos, mendigos y malhechores, queriendo decir con ello que eran pobres o de clase baja y oriundos de las tierras estériles situadas al norte del río Yantgsé. Al hacer aquel chiste Pearl revelaba dos datos sobre sí misma. En primer lugar, que era nativa y, en segundo lugar, que se identificaba con el pueblo. Si hubiera querido, podría haber hablado un mandarín perfecto con acento imperial.
Durante la clase, Hsu Chih-mo habló sobre sus esfuerzos para traducir la obra de Tagore.
Pearl se mostró encantadora, a pesar de que sus preguntas fueron atrevidas. Cuestionó a Hsu Chih-mo acerca del ritmo de la poseía india comparado con el de la china. También le pidió que explicara el arte de su traducción, sobre todo en qué radicaba la diferencia entre ser «fiel en apariencia» y «fiel en esencia».
Yo, encaprichada de Hsu Chih-mo, permanecía ciega y sorda ante lo que sucedía realmente entre él y Pearl.
—¿Qué fue lo que le llevó a dedicarse a la poesía? —preguntó una estudiante tras levantar el brazo.
—La locura —respondió el poeta—. Mi madre solía explicar que yo era un niño que daba miedo. Dormía con los ojos abiertos y decía palabras extrañas en sueños. Para mí, la poesía era lo que las piedras y las cartas eran para otros niños.
—Le llaman el Shelley chino. ¿Qué opina al respecto? —preguntó un estudiante con gafas.
—No significa nada para mí —contestó Hsu Chih-mo, sonriendo—. Pero, desde luego, es un honor.
—¿Qué hace para escribir poemas que tienen tanto éxito? —preguntó Pearl.
Hsu Chih-mo pensó antes de responder.
—Me siento como un sastre que tiene que confeccionar un par de pantalones. Primero estudio el género para saber cómo cortarlo. Se necesita mucha tela para hacer unos buenos pantalones. Me aseguro de que el corte vaya en la misma dirección del hilo y no en contra.
Desde el fondo de la clase preguntaron en voz alta:
—Señor Hsu, ¿qué piensa del movimiento literario en nuestra sociedad actual?
La pregunta tuvo el mismo efecto que cuando se lanza una piedra a un estanque en calma: despertó a Hsu Chih-mo.
—¡Me molesta que nuestro país debata si se debe facilitar o no el acceso de los campesinos a la lengua china! —resonó su voz—. Como todos sabemos, el emperador al que derrocamos hace trece años hablaba una lengua privada que nadie, excepto él y su tutor, entendía. Nuestra orgullosa civilización y herencia pasan a ser ridículas cuando nuestra lengua se utiliza no para crear comunicación y entendimiento, sino distancia y aislamiento.
Como jefa de redacción de El Diario de Nankín, creé, patrociné y produje el noticiero Frente Literario Chino, el cual llegó a distribuirse en toda China. Tuve la posibilidad de viajar, cenar y conversar con algunas de las mentes más brillantes de nuestra época. Pero de lo que más disfrutaba era del tiempo que pasaba con Hsu Chih-mo. Al principio se mostraba cauteloso, pero supe ganarme su confianza. Para cuando terminamos el trabajo que habíamos llevado a cabo juntos, nos habíamos convertido en buenos amigos. Le pregunté por la fuerza interior que le hacía seguir adelante.
—La fuerza interior es mucho más importante que el talento —reveló Hsu Chih-mo—. Escribir es mi arroz y mi aire. Nadie debería tomarse la molestia de levantar una pluma si ése no es su caso.
—Es exactamente lo que le sucede a mi amiga Pearl Buck —dije.
—¿Te refieres a la cerda de la orilla norte? —recordó él, sonriendo.
—Sí.
—¿Qué ha escrito?
—Ensayos, poemas y novelas. Es mi columnista especial. Te enviaré una copia de sus artículos si estás interesado.
—Sí, por favor.
Continuamos hablando y Hsu Chih-mo me preguntó cómo habíamos llegado a ser amigas Pearl y yo.
El problema de la gente que termina por cavar su propia fosa es que a menudo no tiene ni idea de que la está cavando. Ése fue mi caso cuando conté a Hsu Chih-mo historias sobre mi amiga.
Tras el regreso de Tagore a la India y de Hsu Chih-mo a Shanghai, me sentía iluminada e inspirada. A sabiendas de que era un error, sucumbí a mis sentimientos. Nunca antes había creído en el destino ni en las casualidades, pero no tardaría mucho en empezar a hacerlo. Cuando el consejo de la Universidad de Nankín me pidió que intercediera a su favor e invitara a Hsu Chih-mo a impartir clases allí, hice cuanto estuvo en mi mano para que así fuera.
Pearl creía que la Universidad de Nankín no tenía la más remota posibilidad de que el poeta aceptara. «Ha dado clases en la Universidad de Pekín y en la de Shanghai», me recordó mi amiga. Decidí entonces jugar una baza que, en aquel momento, me pareció una idea brillante. Pearl y yo le escribimos juntas una invitación personal en calidad de amigas.
Hsu Chih-mo respondió al cabo de unas semanas diciendo que estaba en camino.