15

LOS días de llovizna anunciaron la llegada de la primavera. Las camelias florecieron. El verde de las hojas adquirió un brillo intenso. Las flores enormes caían al suelo, repletas de humedad. Yo estaba trabajando ya entrada la noche cuando oí que llamaban a la puerta.

Era Pearl, sin paraguas. Tenía el pelo empapado y un aspecto desolador.

—¿Qué ha pasado? —La hice entrar y cerré la puerta.

—Lossing… —Incapaz de seguir hablando, me pasó una bola de papel.

Era una carta, un antiguo poema erótico chino copiado a mano.

—No es su letra —indicó Pearl.

—¿Crees que se la ha enviado alguna de sus estudiantes? ¿Dónde la has encontrado?

—En uno de sus cajones. Entré en su despacho a buscar una dirección. Estaba escribiéndole una carta a su tía, que me había preguntado algunas cosas sobre Carol.

Me quedé atónita.

—¿Crees que Lossing tiene una aventura?

—¿Y qué quieres que piense? —Las lágrimas le rodaban por las mejillas.

—¿Dónde está él ahora?

—No lo sé.

—¿Sabe que tú lo sabes? ¿Desde cuándo crees que están juntos?

—Solo he prestado atención a Carol.

—¿Quién es ella?

—Creo que sé de quién se trata. Se llama Loto, una estudiante de primero del departamento de agronomía. Me he topado con ella varias veces en la oficina de Lossing.

—¿Es guapa?

—No recuerdo que… fuera especialmente guapa. Es la intérprete que contrató para su trabajo de campo. Se ha ido de viaje con ella. He sido una tonta por confiar en él. —Tomó la toalla que le di y se secó la cara—. No puedo decir que no lo viera venir.

Me senté junto a ella y preparé té.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté con calma.

—Si no tuviera a Carol me iría ahora mismo —respondió, de nuevo con los ojos llorosos.

—El problema es que tú no ganas lo suficiente.

—Así es.

Pensé en la madre de Pearl y en cómo se había pasado la vida sintiéndose atrapada.

—¿Estás dispuesta a tolerarlo por el bien de Carol? —pregunté.

Pearl se pasó las manos por el pelo mojado. Se mordió el labio inferior y negó con la cabeza, despacio pero con firmeza.

—Lo cierto es…

—Escucha bien, Sauce. El mes pasado logré colocar dos ensayos, en South East Asia Chronicle y The American Adventure Magazine. Y aunque no me pagaron mucho, me dio esperanzas.

—Pearl, hoy en día es difícil ganarse la vida y, para una mujer, es el doble de duro. Ya lo sabes.

—No voy a permitir que nada me detenga. —Pearl estaba decidida a probarlo—. Algo me dice que escribir es mi única posibilidad. Tengo que intentarlo.

—¿Con tus historias chinas?

—¡Desde luego! ¡Tengo fe en mis historias chinas! Ningún otro autor occidental puede siquiera aproximarse a lo que yo ofrezco, explicar cómo es la vida real en Oriente. ¡Por el amor de Dios, la estoy experimentando! El mundo chino está pidiendo a gritos que lo exploren. Es como fue en su día Estados Unidos, fértil y lleno de promesas.

Pearl y yo hicimos un nuevo descubrimiento: el poeta Hsu Chih-mo. El verano de 1925 lo llamaron el «Hombre del Renacimiento» o el «Shelley chino». Se convirtió en el líder de un nuevo movimiento cultural en China que defendía el derecho a la alfabetización de la clase trabajadora. Pearl y yo éramos grandes seguidoras suyas.

«Un arbusto situado al pie de una montaña jamás podrá deleitarse con lo mismo que disfruta un pino…». Compartí con Pearl dicho fragmento perteneciente al ensayo de Hsu Chih-mo titulado Sobre el universo. «Para tocar las fantásticas nubes que se arremolinan a su alrededor, el pino tiene que pender peligrosamente del acantilado».

Pearl me envió a su vez un párrafo del ensayo La moralidad del suicidio, escrito por dicho poeta, junto a una nota suya que decía: «Avísame si no te enamoras de la mente del escritor».

Lo malo es que estos suicidios personifican los valores de nuestra sociedad y determinan nuestro nivel moral: una joven de un pequeño pueblo que prefiere morir ahogada a ceder ante su suegra, que la maltrata; un empresario que se ahorca para escapar de sus deudas; un indio que se sacrifica para alimentar a los cocodrilos y un ministro que toma veneno como muestra de lealtad al emperador.

Deshonramos la integridad del individuo al honrar estas muertes. Hacemos que la muerte parezca algo maravilloso. En mi opinión, las personas que cometen suicidio no son héroes sino víctimas. Tienen toda mi compasión y simpatía, pero no mi respeto ni mi admiración. No son mártires sino tontos. Creo que existen otras formas de suicidio realmente gloriosas y honorables, como las de los personajes de la obra de Shakespeare, Romeo y Julieta. Sus muertes nos conmueven porque las identificamos con su humanidad.

El viento soplaba con fuerza. Pinos enormes se alzaban solemnes contra el cielo gris. Pearl y yo nos sentamos a intercambiar opiniones sobre Hsu Chih-mo, disfrutando de la vista de la ciudad a nuestros pies. Ya sabíamos mucho acerca de él. Tras licenciarse en derecho por la Universidad de Pekín, se marchó a Inglaterra a estudiar economía, pero en lugar de ello se sacó la carrera de literatura. Más tarde cursó estudios en la Universidad de Columbia, en Estados Unidos, donde se especializó en ciencias políticas. Lo que más nos interesaba era su tesis de grado, La posición social de la mujer en China.

Pearl recitó el poema de Hsu Chih-mo titulado «Cáncer en la literatura»:

El lenguaje huele a

la habitación de un moribundo

Podrida, sucia y maloliente

Ansiedad y forcejeo

No hay forma de escapar

Entusiasmo juvenil

Esperanza e idealización

La hierba crece a través del cemento

Para llegar al aire y a la luz del sol

—Te estás enamorando de él —dijo Pearl, tomándome el pelo.

Ojalá hubiera podido negarlo. Acepté un encargo en Shanghai para poder asistir al recital de poesía de Hsu Chih-mo. Me entusiasmó descubrir que el poeta era tal y como lo había imaginado. Un apuesto chino del norte de un metro ochenta de altura, con el pelo negro, rizado y sedoso. Sus ojos achinados eran dulces, pero tenían una mirada intensa. Bajo su nariz mongola había una boca sensual. Leía con pasión. El mundo desapareció a mi alrededor:

Te confío

Se han caído los amentos

del álamo

Te confío

Los cucos confunden las

noches con los días

Y gritan «¡Es mejor regresar!».

Confío un corazón

impaciente

A la brillante luna

Que dice que estás

a miles de kilómetros de aquí

Te confío

La luz de la luna

brillará sobre ti

Te confío

La escarcha besa los

delicados juncos del cenagal

Seguí a Hsu Chih-mo y compré entradas para escuchar sus conferencias. Me vestía para él con la esperanza de que nuestros caminos se cruzaran algún día. Él no parecía darse cuenta de mi existencia, pero me bastaba con tener la posibilidad de verlo.

En Shanghai descubrí que solo era una más entre las miles de mujeres que soñaban con el poeta. Nos arrojábamos sobre él como los insectos nocturnos se lanzan a la luz.

Pearl me explicó que Hsu Chih-mo aparecía continuamente en las crónicas de sociedad. Sus amoríos con tres mujeres distintas habían sido portada del Shanghai Evening News y la revista Celebrity Magazine. La primera era su esposa, con la que se había casado después de que los padres de los novios concertaran la boda. Era hija de una acaudalada familia de Shanghai y había acompañado a Hsu a Inglaterra. La pareja cometió lo impensable: hicieron pública una carta en la que afirmaban que su relación no funcionaba porque no se amaban. La sociedad china se quedó atónita al escuchar la palabra «divorcio». Los más cínicos creyeron que Hsu había abandonado a su esposa para buscar a otra. Su mujer volvió a la casa familiar para dar a luz al hijo de ambos, donde continuó viviendo y sirviendo a los padres del poeta.

Se decía que la bella señorita Lin era la segunda dama de Hsu Chih-mo. Era una arquitecta educada en Estados Unidos e hija del mentor de Hsu Chih-mo, un profesor de literatura china en Inglaterra. Se rumoreaba que la señorita Lin no acababa de decidirse entre Hsu Chih-mo y su prometido, un famoso experto en arquitectura china. Después de que sus dudas hicieran correr ríos de tinta, la señorita Lin decidió quedarse con su novio. La tercera dama en cuestión era una cortesana de Pekín. El poeta se casó con ella en un intento por salvarla de su adicción al opio y al alcohol. Su matrimonio fue conflictivo desde el principio y acumulaba portadas de periódicos y revistas.

Pearl me envió un telegrama cuando yo estaba aún en Shanghai. Mi corazón echó a volar con cada una de las palabras: «Está previsto que Hsu Chih-mo visite la Universidad de Nankín. Vendrá acompañando a Tagore, un poeta indio. Será mejor que te des prisa porque he cursado una invitación a Hsu Chih-mo para que dé una charla en mi clase y ¡HA ACEPTADO!».