ACEPTAR el trabajo en El Diario de Nankín resultó ser la mejor decisión que había tomado durante mi carrera profesional. Me vi rodeada de personas inteligentes y sin prejuicios. Nuestro personal competía con El Diario de Pekín y El Diario de Shanghai. A menudo me llevaba a casa el trabajo que no había podido terminar en la oficina. Al cabo de un año me había mudado a una pequeña vivienda de una planta situada a la salida de la antigua puerta de la ciudad. Estaba cerca del bosque y las montañas. El aire fresco, las vistas y la privacidad me sentaban bien. Arranqué los hierbajos y descubrí que tenía un jardín. Planté rosas, lilas y peonías. Me alegraba saber que podría llevar flores frescas a la tumba de Carie para la Fiesta de la Primavera.
Pearl continuó dando clases en la Universidad de Nankín. Celebramos nuestros cumpleaños juntas. Ambas rondábamos los treinta y cinco años, y bromeamos sobre nuestras vidas. Yo seguía legalmente casada con mi marido, ya que en China no existía nada parecido al divorcio. Ignoraba con cuántas concubinas nuevas se habría casado mi esposo, ni los hijos que tendría. Planteé a mi padre, dada su condición de jefe de la iglesia, la posibilidad de hacer un anuncio oficial que me desvinculara de aquel hombre.
Papá no lo creyó necesario. «Ojos que no ven, corazón que no siente —señaló—. Tu marido ha contado a todo el mundo que estás muerta. Estoy cansado de explicar a la gente que no es así».
Pregunté a papá si le gustaría venir a vivir a Nankín conmigo, para así poder cuidar de él. Rehusó mi invitación. Dijo que era un siervo de Dios. Su casa era la iglesia y los feligreses, su familia.
Por otro lado, Pearl persuadió al rector de la Universidad de Nankín a que ofreciera a Absalom un puesto no remunerado, impartiendo un curso sobre religión occidental. Mi amiga intentó convencer a su padre, de setenta y tres años, para que frenara el ritmo y se mudara a Nankín a vivir con ella. Al final, Absalom aceptó.
El carpintero Chan y Lila también se mudaron a Nankín, siguiendo los pasos de Absalom. Encontraron una casa modesta a poco más de un kilómetro de la de Pearl. Chan creía que el misionero lo necesitaría, pues, según él, «nunca va a dejar de propagar el reino de Dios».
Lila estaba convencida de que su felicidad se debía al compromiso de su marido con la causa de Absalom. Ella se contaba entre sus cientos de seguidores.
—Absalom se siente lo bastante feliz para dejar de arriesgar su vida viajando al interior —comenté a Pearl.
—¿Recuerdas los principios en Chinkiang, cuando Absalom predicaba en la calle? —preguntó mi amiga, sonriendo.
—Ya lo creo. Todos creían que estaba loco.
Pearl intentó que Carol repitiera la única palabra que llevaba enseñándole toda la semana. Pero su hija seguía sin decir nada. Ambas acabaron con los nervios crispados. Las criadas chinas no paraban de dar de comer a Carol, ya que creían que cuanto más gordo estuviese un niño, más sano crecería. Así fue como la pequeña desarrolló un cuerpo fuerte, pese a estar mentalmente discapacitada. Un día golpeó a su madre en la frente con un pisapapeles de piedra. La sangre comenzó a caer lentamente por la cara de Pearl como una lombriz. Carol siguió jugando, sin saber lo que había hecho. Pearl se sentó en el suelo y se limpió tranquilamente la sangre.
Mientras tanto, Lossing aceptó la realidad. Evitaba a Pearl y Carol y pasaba largas horas trabajando en su despacho, incluso los domingos.
Pearl se negaba a perder la esperanza en Carol, lo que agravó la tensión en el matrimonio. Llamaba cobarde a Lossing cuando éste intentaba convencerla de que no tenía ningún sentido luchar contra la voluntad de Dios.
Mi amiga expresaba con frecuencia su rabia en chino. Lossing la entendía pero no podía responder con rapidez. «Los gusanos no solo se crían en pozos de estiércol —decía Pearl—, también lo hacen en tarros de carne muy caros».
Cuando Pearl gritaba: «Solo los dedos del pie saben si el zapato es pequeño», no quedaba del todo claro si Lossing entendía lo que ella quería decir.
Las peleas con su marido y los cuidados de su hija la consumieron. Pearl dejó de prestar atención a su aspecto. Siempre iba vestida con la misma chaqueta marrón y la misma falda negra de algodón, llenas de arrugas. Cada vez se parecía más a las mujeres chinas de la ciudad. Con el pelo recogido en un moño, iba siempre deprisa y corriendo con un montón de libros bajo el brazo.
Al final Pearl cejó en su empeño y dejó de exigir a Carol aquello que no podía hacer. A menudo me la encontraba sentada en silencio, mirando a su hija. Su expresión era de una tristeza infinita.
Pearl era una profesora muy querida en la universidad. El hecho de que su lengua nativa fuese el chino la convirtió en la profesora más popular de todo el campus. La ascendieron y pasó a ser miembro oficial del personal docente. Además de inglés, enseñaba literatura inglesa y estadounidense. Sentía verdadero interés por cada uno de sus alumnos. Le encantaba que comparasen sus vidas con las de los personajes de las novelas de Charles Dickens. También daba clases a alumnos de mayor edad. Mientras practicaban su habilidad para conversar en inglés, Pearl se enteró de cómo eran sus vidas fuera de la universidad.
Pearl compartió conmigo la historia de uno de sus alumnos. «Lo que voy a contarte sucedió hace solo tres meses —comenzó—. En la ciudad de Shaoxing hubo una matanza. El gobierno nacionalista decapitó a un grupo de jóvenes comunistas. Cortaron sus cuerpos en pedacitos, los molieron e hicieron pan con ellos. ¡Lo vendieron en la panadería! ¿Te lo puedes creer, Sauce? ¡Qué modo de asustar y someter a la gente!».
Pearl descubrió que sus criadas habían estado ocultándole una cosa.
—Anoche —vino a contarme—, seguí un ruido hasta la parte trasera de mi casa y descubrí a una mujer viviendo allí con su bebé recién nacido. Tiene mi edad, puede que sea un poco más joven que yo. Se llama Soo-ching. Me explicó que llevaba seis meses allí y que solo hacía unos días que había dado a luz a su hijo.
—¿Te pidió que le dejaras quedarse? —le pregunté.
—Por supuesto.
—¿Y qué respondiste?
—No supe qué decir. No puedo echarla a patadas. Lo más raro es que la mendiga ha llamado a su hijo Confucio.
No me sorprendió.
—También yo podría haberme llamado así. Cuando papá era un indigente, decidió que si era niño me llamaría Confucio, o Menfucio, o como los antiguos filósofos chinos Lao Tse o Chuang Tse.
—Si escribo relatos contando este tipo de historias, ¿las publicarás? —preguntó Pearl—. Me refiero a cuentos sobre gente de verdad.
—Personalmente, me encantaría. Pero no estoy segura de si el periódico estará de acuerdo —respondí.
—¿Por qué no? —inquirió Pearl—. Son historias humanas y conmovedoras. Interesarán a los lectores y tal vez ayuden a la gente.
—Es posible. Pero el periódico tiene la costumbre de publicar solo artículos o historias que inspiren a las personas, no que las depriman. Recuerda que estamos hablando de El Diario de Nankín, no de El Independiente de Chinkiang. A nosotros nos financia el gobierno.
—¿Cuál es la finalidad de un periódico sino contar la verdad? —objetó Pearl—. El pueblo tendrá una idea equivocada de lo que está sucediendo realmente en China.
—Si quieres saber la verdad, lee los diarios alternativos publicados por los comunistas. Tengo libros de Lu Hsun, Lao She y Cao Yu.
Pearl no pudo esperar. Vino a casa y se llevó prestado todos los libros que le recomendé.
Aunque yo seguía asistiendo a la iglesia con regularidad, en el mundo exterior estaban produciéndose grandes cambios y mi trabajo me llevó a situarme en el centro de los mismos. Las lecturas de Pearl no tardaron en ir más allá de mis recomendaciones, lo que le ayudó a dejar de pensar en sus problemas conyugales. Su entusiasmo retornó. Volvía a ser la Pearl que yo conocía.
Hablábamos sobre las obras de Lu Hsun. Las preferidas de Pearl eran La verídica historia de A Q y La historia de la señora Xiang-Lin.
Aunque la crítica del autor sobre la sociedad era original y brillante, no nos convencían sus relatos. A Pearl no le gustaba el modo en que Lu Hsun describía a sus personajes, como si estuviera mirando hacia abajo desde un tejado.
—Todos los campesinos que retrata son estrechos de miras, tercos y tontos —observó Pearl.
—Bueno, se consideró revolucionario que sus personajes fueran campesinos —comenté.
Tanto a Pearl como a mí nos encantaban Lao She y Cao Yu. Entre sus mejores obras se encontraban El salón de té, Luna llena y El matrimonio de un maestro de marionetas. Nos gustaba Luna llena en particular por la sensibilidad que demostraba su autor. La historia trataba de una madre soltera que terminaba abocada a la prostitución. Aunque su hija intenta no seguir sus pasos, acaba sucumbiendo a la misma suerte.
A Pearl le gustaba la historia, pero le contrariaba la amarga desesperanza de la novela. Prefería aquellas historias que al final ofrecían esperanza, por trágica que fuera.
—El personaje debe creer en sí mismo y tener fuerzas para resistir.
—Las tragedias bellas y desgarradoras han sido fundamentales para la tradición china durante miles de años —le recordé—. Tanto a los escritores como a los lectores les entusiasma eso que tú llamas desesperanza.
—No siempre es así —me desafió Pearl—. La novela Todos los hombres son hermanos es el mejor ejemplo. Los pobres campesinos se ven obligados a convertirse en bandidos, pero la novela está llena de energía. No hay ni rastro de resentimiento. Para mí, ¡ésa es la esencia china!
—Los críticos chinos no opinan lo mismo que tú —alegué—. Dicen que Todos los hombres son hermanos es poco sofisticada. La consideran una obra de arte popular, no literatura.
—Por eso exactamente tienen que cambiar las cosas —replicó Pearl—. La vida cotidiana tiene suficiente fuerza por sí misma. Y es importante prestarle atención. ¡Mira Soo-ching, la chica que tuvo a su bebé en mi patio trasero! ¡Apuesto lo que quieras a que cortó de un mordisco el cordón umbilical, como el personaje de Er-niang en Todos los hombres son hermanos! No vi que sintiera lástima de sí misma. Estaba preparada para seguir adelante. ¡Pobre mendiga plagada de piojos! ¡La considero admirable, incluso heroica!
Recordé la primera vez que Pearl y yo comentamos el clásico chino Sueño en el pabellón rojo. Yo tenía dieciséis años y acababa de aprender a leer. A Pearl le desagradó la novela, sobre todo el héroe Pao Yu.
—¿Sigues pensando lo mismo sobre Sueño en el pabellón rojo? —le pregunté.
—Sí. Pao Yu no es más que un vividor —repuso Pearl.
—Los chinos opinan que es un príncipe rebelde e intelectual —dije, sonriendo—. La creencia generalizada es que Pao Yu merece más respeto que un emperador.
—¿Qué quieres decir con lo de «generalizada». Los que opinan así solo constituyen una pequeña minoría.
—Bueno, pero ésa minoría controla el mundo literario.
—¿Quieres decir que la mayoría de los chinos, que casualmente son campesinos, no cuentan para nada en su propio país? —Pearl estaba enfadada.
Tuve que darle la razón y reconocer que no era justo.
—Sueño en el pabellón rojo es un clásico —admitió Pearl—. Pero es una belleza enferma, por así decirlo. Trata sobre el escapismo y la intemperancia. No digo que la novela no merezca reconocimiento por haber criticado el feudalismo de su época.
—Me alegro de que admitas eso.
Es importante.
—No obstante —prosiguió Pearl—, la novela me recuerda en su esencia a Las desventuras del joven Werther, de Goethe. La diferencia es que Werther se enamora de una chica, Lotte, mientras que su homólogo chino, Pao Yu, se enamora de doce doncellas.
—En China los hombres cultos siguen pasándose la vida imitando a Pao Yu.
—Los bares y los burdeles se han convertido en la única fuente de inspiración. ¡Qué lástima! —continuó Pearl—. Creo que es un pecado que la mayoría del pueblo chino no quede reflejado en la literatura de su país.