EL Independiente de Chinkiang habría de cerrar al cabo de un año. Pese a mis esfuerzos para sacarlo adelante, el periódico no conseguía vender suficientes ejemplares para que salieran las cuentas a fin de mes.
Papá se ofreció a financiarlo con dos condiciones. El nombre debía sustituirse por Chinkiang Cristiana, y los contenidos habrían de fomentar el cristianismo.
«Si gasto el dinero de Absalom, es para alabar a Dios —insistió papá—. No para que se publiquen informaciones que desprestigien la imagen de Jesús».
Yo le contesté que no podía aceptar su oferta. De hecho, mi periódico se hallaba investigando en aquel momento un escándalo relacionado con chinos conversos que seguían practicando las peores tradiciones chinas. Ya había entrevistado a varias mujeres cuyos maridos cristianos continuaban comprando nuevas concubinas.
Papá se mostró preocupado, ya que él también mantenía relaciones con distintas señoras de la ciudad, hecho que ocultaba a Absalom.
—¿Por qué tienes que coger la tetera que no hierve? —me preguntó.
—Mis lectores tienen derecho a saber la verdad —respondí.
—Pues no cuentes con el dinero de la iglesia.
—Muy bien.
Pedí consejo a Pearl, cuyos cuidados estaban obrando milagros con su madre. Pearl estaba convencida de que el periódico podría sobrevivir. Entre las dos buscamos una estrategia y cambiamos lo necesario para dirigirnos a los jóvenes intelectuales.
Pearl adoptó otro seudónimo que sonaba masculino, Er-ping, es decir, «Una Visión Alternativa». Comenzó a escribir sobre el lugar de China en el mundo. Trató por primera vez temas como la historia occidental, la revolución industrial, los distintos modelos de gobierno, el concepto de la democracia política y las corrientes filosóficas y artísticas más importantes del mundo.
Los análisis y ensayos de Pearl generaban gran interés. Su chino elocuente impresionaba tanto a los lectores que nadie sospechaba que Er-ping fuera de raza blanca y mujer. El número de suscriptores fue en aumento. El espacio reservado para la publicidad se vendía sin ningún esfuerzo.
Mis propios artículos mejoraron gracias a la labor de revisión de Pearl. Prácticamente vivía en la imprenta, que estaba situada cerca de los límites de la ciudad. Desde mi ventana veía la construcción del futuro Hospital Cristiano de Chinkiang, un edificio de ladrillo de dos plantas financiado por la iglesia de Absalom.
Aunque Pearl estaba embarazada de ocho meses, no descansaba mucho. Aparte de ayudarme con el periódico, tenía que intentar poner paz entre sus padres. El conflicto entre Carie y Absalom se intensificó. Carie ya no soportaba a su marido. Le prohibió visitarla.
«Vete a salvar a tus infieles», fueron las últimas palabras que le dirigió.
Pearl se pasaba las noches enteras junto a la cabecera de su madre, sentada en una silla de ratán. Yo iba al alba para relevarla unas horas. Alguna que otra noche, después de que saliera el periódico del día, Pearl y yo dábamos un paseo, como hacíamos cuando éramos niñas. Mientras Carie dormía profundamente, nosotras nos aventurábamos a caminar a la luz de la luna.
Nuestras conversaciones abarcaban desde China a Estados Unidos, desde mi ex marido y mi suegra hasta su atribulado matrimonio.
—¿Cómo anda tu agrónomo? —le pregunté en una ocasión.
—Pues se está volviendo un desilusionista —me contestó Pearl—. Le molesta la actitud de los agricultores chinos. Como rechazan sus ideas, siente menos compasión por el sufrimiento que padecen. Los esfuerzos de Lossing no han dado sus frutos y los campesinos han abandonado sus experimentos.
—¿Y te sorprende?
—No, y no culpo a los campesinos —respondió ella con toda franqueza—. Tienen motivos para ver a Lossing como un tonto. Los agricultores chinos saben lo que su tierra es capaz de producir y cómo hacerlo. Lossing cree que si su método funciona en Iowa, tiene que funcionar en Anhui.
—¿Y la oferta de indemnización del gobierno? —quise saber.
—Los campesinos ya no quieren aplicar los métodos de Lossing aunque los indemnicen.
—¿Y qué va a hacer él?
—Ha estado buscando una salida. Hace dos semanas recibió una invitación de su antiguo profesor, que ahora es decano de la Facultad de Agricultura y Silvicultura de la Universidad de Nankín. Le ha ofrecido un puesto de docente y Lossing lo ha aceptado. Al infierno con los campesinos de Nanhsuchou.
—¿Así que te mudas a Nankín?
—¿Qué voy a hacer sino?
—¿Y tu madre? —le pregunté.
—Vendré a verla —contestó—. Gracias a Dios que hay ferrocarril.
Un día me atreví a preguntar a Pearl si Lossing y ella aún se amaban.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Por amor de Dios. Llevo a su hijo dentro de mí. Aunque yo no lo necesite, el niño sí.
Carol Buck nació el 4 de marzo de 1920. Pese a ser un parto sin complicaciones, detectaron un tumor en el útero de Pearl. El doctor insistió en que fuera a Estados Unidos a extirpárselo; Pearl le hizo caso. Fue un largo viaje que duró cuatro meses. Como resultado de la intervención quirúrgica, Pearl no podría tener más hijos. La noticia la dejó abatida. «Agradezco tener la oportunidad de colmar de afecto a Carol», me escribió.
Pearl y Carol siguieron a Lossing hasta Nankín. «Abandonamos Nanhsuchou sin más», me comunicó.
Para consternación de Pearl, Nankín se hallaba en medio de una guerra. Distintas facciones políticas y señores de la guerra chinos estaban luchando por el dominio de la ciudad y las regiones de la periferia.
«Me quedé helada cuando las balas atravesaron silbando mi jardín —escribió—. Intenté ayudar a los civiles heridos. Una mujer a la que habían disparado en el estómago murió en mis brazos. Me sentí impotente».
Carie deseaba pasar tiempo con su nieta. Pearl lo dispuso todo a conciencia. Cogía el tren y la visitaba tanto como podía. A fin de tener al bebé en brazos, Carie hacía acopio de todas sus fuerzas para levantarse de la cama. Carol era una niña preciosa, regordeta y blanca como la leche.
La maternidad reportó a Pearl una profunda dicha. El nacimiento de Carol salvó asimismo su matrimonio. Ya no se quejaba de Lossing. En lugar de ello hablaba de su magnífica nueva casa en Nankín, con sus preciosos árboles y sus arboledas de bambú en el rincón más alejado del jardín.
Pearl se presentó para un trabajo a tiempo parcial como profesora de inglés en las clases nocturnas de la universidad. Estaba encantada de que, con los modestos salarios de ambos, pudieran permitirse tener criadas. «Lo creas o no, tenemos tres —me contó—. Una que se ocupa de lavar la ropa sucia y cuidar el jardín, otra encargada de cocinar y la tercera que me ayuda con Carol. Parece mentira que ahora tenga tiempo libre. Siempre que puedo aprovecho para escribir, ¡y ya he terminado una nueva novela!».
Ninguno de nosotros presentíamos la tragedia que se avecinaba. Carol no mostraba signos de padecer fenilcetonuria, pero no tardaría en descubrirlo. Se trataba de una enfermedad hereditaria del metabolismo que llevaría a Carol a sufrir un retraso mental severo.
Pearl comenzó a venir a Chinkiang con menos frecuencia. Para entonces Carol ya había cumplido un año. Las pocas veces que visitaba a Carie, no se quedaba mucho. Tenía que irse antes de que a su madre le diera tiempo a disfrutar de su nieta. Pearl se ponía cada vez más nerviosa al ver jugar a su hija. Yo veía que, aunque la pequeña Carol parecía sana y era una ricura, no hablaba cuando se suponía que debía hacerlo.
Sin avisar ni decir nada, Pearl dejó de venir. Tras un silencio de dos meses, se presentó sin Carol. Cuando su madre le preguntó qué ocurría, puso excusas. Se sentó con Carie y trató de parecer alegre, pero yo intuía que era una farsa.
Carie pidió que le pusieran la cama junto a la ventana, donde poder ver mejor los árboles y las montañas. Permaneció callada casi todo el tiempo mientras Pearl la tenía cogida de la mano. No dijo nada cuando llegó la hora de que se marchara su hija.
Carie se quedó mirando la oscuridad tras la partida de Pearl. Para intentar animarla, le hablé del Coro Cristiano de Niñas de Chinkiang. «He enseñado a las niñas todas las canciones que aprendí de ti —le conté—, y hemos estado ensayando para la actuación de Nochebuena».
A Carie le complació mi noticia, pero en el fondo echaba de menos a su hija y a su nieta.
Pasaron meses sin que Pearl visitara a su madre. Entonces recibí una carta suya que me partió el alma. Los médicos habían confirmado su peor pesadilla: Carol nunca alcanzaría un pleno desarrollo mental. En su carta, Pearl me rogaba que no comentara nada a Carie. «Dile a madre que iré en cuanto tenga oportunidad y que prometo quedarme más tiempo la próxima vez».
Carie intuía que se acercaba su final. Me llamó a su cama. Antes de morir, quería visitar Guilin, en la provincia de Guangxi. «¿Me acompañarás, Sauce?», me preguntó.
Lo dispuse todo de inmediato. Escribí a Pearl, que estaba con Lossing en Estados Unidos en busca de un tratamiento para Carol, para comunicarle la determinación de su madre de realizar el viaje. Llegamos a Guilin tras cinco días de trayecto en tren. Sentada en una silla, Carie recorrió el río Lijiang sobre una balsa de bambú. Con lágrimas en los ojos, contempló el paisaje, que parecía un cuadro en tinta. En las aguas tranquilas y cristalinas se reflejaban las verdes montañas recortadas sobre un cielo sin nubes.
—Ahora ya puedo morir —dijo Carie con voz sosegada.
—No, no puedes —contesté—. Aún no has oído a Carol llamarte abuela.
Carie sacudió levemente la cabeza.
—Puede que nunca lo haga.
Fue entonces cuando me di cuenta de que Carie había sabido desde el primer momento lo que ocurría, pero había fingido no saberlo para intentar aliviar la carga de Pearl. Había visto demasiada muerte y enfermedad a lo largo de los años para dejarse engañar.
—Pero ¿por qué no luchas? —le pregunté llorando, con mi mejilla pegada en el dorso de su mano—. Tú siempre has sido una luchadora. Luchaste por tus cuatro hijos, por tu destino y el de los demás. Recuerdo cómo me frotabas el pelo con jabón para acabar con los piojos.
Carie esbozó una débil sonrisa.
—Estoy muy cansada.
Entendí entonces la razón por la que Carie había ido a Guilin. Era su forma de ayudar a Pearl. Si ella no estaba en casa, Pearl no tendría la necesidad de apresurarse a volver a Chinkiang.
—Has sido muy dura contigo misma, Carie —le dije.
—No hay nada duro cuando te tengo a mi lado —respondió, sonriendo.
Le pregunté si había algo más que pudiera hacer por ella.
Tras quedarse callada un rato, contestó:
—Estate por Pearl cuando yo me haya ido.