LA estación de tren de Nankín había sido testigo de guerras y pesares. Construida en 1894, se había visto destruida y restaurada en varias ocasiones. La estación contaba con una pequeña sala de espera y una taquilla.
Carie no estaba en condiciones de viajar dada su precaria salud, pero no quería perderse la imagen de Pearl bajando del tren. La ilusión que le hacía la celebración de la boda de su hija le había dado nuevas energías.
El encargado de la estación, que era cristiano, invitó a Carie a descansar en el interior de su pequeña taquilla. «Señora, aunque sea marzo, el aire frío podría sentarle mal».
Carie no quiso entrar hasta que el hombre le dijo que el tren llegaría con retraso.
Tras dos horas y media de espera, oímos el sonido de un tren que se aproximaba. Salimos corriendo entusiasmadas.
La vieja locomotora de vapor echaba humo y hacía unos ruidos espantosos. Sentí que se me aceleraba el corazón de la emoción. Habían pasado cuatro años desde la última vez que Pearl y yo nos habíamos visto. Me constaba que yo no era la misma persona que ella había dejado atrás. Iba vestida con una chaqueta azul marino de cuello bajo a la moda, una falda a juego y unas botas de piel negras.
El tren se paró y los pasajeros comenzaron a salir. Vi a mi amiga al instante, aunque noté algo raro. Nunca había caído en la cuenta hasta entonces de que era extranjera. Pearl destacaba entre la multitud china. Iba acompañada de Lossing Buck, un hombre alto de pelo castaño. La vi buscar entre la gente hasta que su mirada se detuvo en mí.
—¿Sauce, eres tú? —gritó Pearl—. ¡Si apenas te reconozco, con ese aspecto tan moderno de dama de Shanghai!
—¡Pearl! —La abracé—. ¡Eres tú de verdad… no estoy soñando!
Pearl se volvió hacia Lossing Buck para presentármelo.
Le di la mano, pero no dejé de mirar a mi amiga. Con aquella chaqueta azul y aquella falda ceñida que llevaba, Pearl parecía una modelo salida de una revista occidental. El diseño de su atuendo mostraba que estaba orgullosa de su talla grande. Recordé lo incómoda que se sentía ante el desarrollo de sus pechos.
Lossing rondaba la edad de Pearl, veintiséis años. Tenía un rostro alargado y una mandíbula amplia y cuadrada. Una boca de labios finos y una nariz alta. Unos ojos grandes, marrones y hundidos. Se mostró amable y se disculpó por no hablar chino.
—¿Dónde está madre? —preguntó Pearl.
—Está en la taquilla, esperando…
Antes de que pudiera acabar la frase, vi que a Pearl se le helaba la sonrisa al mirar a mi espalda. Su semblante se alteró de la impresión. Cuando me volví, vi que Carie había salido de la taquilla.
Más tarde Pearl me contó lo abatida que se sintió al ver a su madre. Debería haberle advertido que Carie había menguado tanto que parecía una niña.
Carie se había empolvado la cara, puesto colorete en los pómulos y pintado los labios, pero de nada sirvió. Se la veía gravemente enferma, con un aspecto fantasmal. Debido a los dientes que le faltaban a los lados, tenía las mejillas hundidas, como si estuviera inhalando en todo momento. Tenía la piel seca y amarillenta. Se había empeñado en pintarse los párpados ella sola, y le habían quedado visiblemente desiguales. El de la derecha estaba más alto que el de la izquierda.
—¡Madre! —gritó Pearl, lanzándose hacia ella.
Carie se dirigió a su hija sonriente mientras las lágrimas le caían por la cara.
—Dios es bueno, hija mía.
Carie estaba erguida, como si hubiera dejado atrás la enfermedad.
—Vamos —dijo—. Tu padre está esperando en Chinkiang.
Acto seguido, explicó a Pearl y Lossing que ya había hecho todos los preparativos para la boda.
En el tren de vuelta a Chinkiang, Carie se quedó dormida en el hombro de Lossing. Yo me senté con Pearl al otro lado del pasillo e insistí en que me contara la historia de su romance. Pearl había conocido a Lossing en un barco. Ella volvía de América a China vía Europa y él había realizado un viaje de idiomas para aprender chino. Durante la travesía, tuvieron varias semanas para conocerse.
—¿Cómo te cortejó? —quise saber.
—Con sus estudios relacionados con China —me contestó, riendo—. La labor académica de Lossing da una idea general de lo que piensa hacer en China. Su tesis de licenciatura se titula Economía agrícola china y utilización de la tierra en China. Tiene planeado vivir en China y llevar a cabo experimentos que ayuden al campesinado.
No me costaba imaginar que mi amiga hubiera caído rendida a sus pies.
—Cuando Lossing me contó que los campesinos chinos se verían liberados de su trabajo agotador si sus métodos funcionaban, me enamoré de él. A Lossing le fascinó que me hubiera criado en China. Cuando supo que yo hablaba tantos dialectos chinos, me propuso matrimonio en el acto.
—¿Cuándo le dijiste que sí? —le pregunté.
—Cuando averigüé que el chino de Lossing no le llevaría a ninguna parte. No tiene oído. ¿Cómo va a aprender chino si no tiene oído?
—Así que te necesita.
—Y yo a él también. En Estados Unidos no he sido capaz de enamorarme de ningún hombre, si te soy sincera. —Pearl me contó que, pese a sus esfuerzos por encontrar pareja, se había sentido como una extraña en América—. Hablaba inglés, pero no entendía la cultura. Estaba fuera de lugar y confundida. Lo que en China nos parecería de mala educación, en Estados Unidos se considera atractivo. Mis familiares me veían rara y yo a ellos también. En apariencia, me llevaba bien con todo el mundo, pero en el fondo estaba sola. Así me sentí los cuatro años que pasé allí. Temía que nunca me gustara un hombre lo bastante para casarme con él. Mientras tanto, mi mentalidad china me decía que ya podía darme prisa o acabaría siendo una solterona.
—Has conocido a Lossing en el momento ideal —comenté.
—Sí, China nos ha unido. Dios ha atendido mis plegarias. ¡Lossing y yo no podríamos ser más afortunados!
Por su bien, confiaba en que tuviera razón.
Intuía que Pearl había abandonado Estados Unidos para regresar a China y cuidar de su madre. Le pregunté si estaba en lo cierto.
Reconoció que Carie era una razón de peso por la que había decidido volver.
—Amo a Estados Unidos, pero no lo suficiente para quedarme allí —confesó.
—Puedes volver allí cuando quieras, ¿no?
—Sí. Pero Lossing es como Absalom. Está resuelto a morir en China —dijo, riendo con una mirada radiante llena de una dicha sin sombras.
La primera vez que fui testigo de las diferencias entre Pearl y Lossing fue en su boda. Ella llevaba un vestido de novia occidental y él, un traje oscuro. Pearl iba con un ramo de flores cogidas del jardín de Carie aquella misma mañana. Mientras la acompañaban a la iglesia, los niños de la ciudad le dedicaron canciones americanas que Carie les había enseñado. Luego entonaron la canción nupcial china, que llenó de alegría a Pearl, ya que solía cantarla de niña:
Buda reposa sobre una hoja de loto,
con sus dedos delicados cual orquídeas.
Se pone el sol y sale la luna,
ojalá tengas paz
y tranquilidad en tu vida.
Muros de barro y lechos de paja,
frutos, semillas y muchos hijos.
Longevidad y dicha, ojalá goces
del buen tiempo de la primavera.
A Lossing no le gustó. Cuando nuestras amigas de la compañía Tonadas Wan-Wan acudieron a felicitar a la pareja y representaron el popular musical La boda del cerdo, Lossing se ofendió.
Mientras que Pearl se sintió honrada, Lossing se sintió humillado. El novio cerdo no le hizo ninguna gracia, aunque el personaje fuera un héroe en la novela clásica china Viaje al Oeste. Intuí que el disgusto y el sentido del humor de Lossing molestaron a Pearl, pero ella no lo demostró.
Carie había planeado la boda hasta el último detalle. Además de papá, el carpintero Chan, Lila y muchos de sus otros amigos chinos, Carie invitó al cónsul inglés, al médico de la embajada, a sus esposas y a otros amigos misioneros. Lo que no esperaba era que la ciudad entera de Chinkiang se invitara. Sin embargo, los chinos tienen la creencia de que un buen casamiento debe ser muy concurrido, y la gente del lugar opinaba que la hija de Carie merecía la bendición de todo el mundo.
Pearl quiso que yo fuera la anfitriona. No le importaba que yo hubiera estado casada antes. En cambio, todas las mujeres de la ciudad, yo incluida, pensamos que era una mala idea. Se consideraba que mi marido me había abandonado, y por tanto mi persona daría mala suerte a una recién casada. No obstante, Pearl me pidió que me encargara de contratar a los jefes de cocina locales y de elegir el color y el tamaño de los melones y las frutas que se apilarían a lo largo de la entrada y el vestíbulo. En la tradición china, era importante invitar a todos los dioses exhibiendo los símbolos de la festividad y la fertilidad.
En cuanto Pearl y Lossing fueron declarados marido y mujer, una lluvia de frutos secos, semillas y frutas cayó sobre la pareja. El patio de la iglesia rebosaba de gente exultante. Ayudé a Carie a repartir dulces entre la concurrencia mientras ella les daba las gracias por haber venido.
Con papá al frente, la multitud desfiló por las calles de la ciudad hasta llegar a casa de Absalom y Carie. La habitación de los recién casados se hallaba en el primer piso. Las cortinas rosas y la hermosa alfombra persa eran del dormitorio de Carie. El banquete debía celebrarse en la planta baja, donde se servirían nueve platos típicos de la gastronomía china.
Con las mejillas sonrosadas y un vestido rojo de corte chino, Pearl bajó del primer piso y sirvió el té. Encendió cigarrillos a los ancianos y depositó capullos de jazmín en las manos de los más pequeños. Fuera se oían petardos, destinados a atraer los buenos augurios. La banda local comenzó a tocar.
Lossing dijo en inglés que no quería hacer el payaso ni que una muchedumbre china lo empujara de aquí para allá. No deseaba participar en sus «juegos ridículos», como los llamó. No tenía ningún sentido que la gente siguiera con aquel jolgorio. Pearl acabó disculpándose por él.
Animados por sus padres para que sirvieran de estímulo a la fertilidad de la pareja, los niños se escondieron bajo la cama de la noche de bodas. Lossing los hizo salir a todos.
Lossing puso cara de asco cuando vio que todos los palillos se dirigían hacia un mismo plato. Dijo que preferiría morirse de hambre.
Cuando Pearl lo animó a probar su dulce de sésamo de Chinkiang favorito, Lossing señaló las uñas mugrientas del vendedor y dio a su mujer una clase sobre cómo se propagaban las enfermedades.
Pearl estaba convencida de que Lossing se acostumbraría en breve a la cultura china. No dudó en ningún momento de que podría hacer reinar la armonía en su matrimonio. Tenía fe en la capacidad de comprensión de su esposo. «Al fin y al cabo, es licenciado en Cornell», me decía.
A petición de Lossing, Pearl lo acompañó al campo. Su marido inició su proyecto agrónomo con una inspección de la tierra. Pearl se convirtió en su ayudante personal, intérprete, guía, entrevistadora, secretaria de campo y lacaya. Se levantaba al alba y trabajaba con él sobre el terreno hasta que caía la noche.
Como yo había temido, Pearl no tardó en perder su entusiasmo. Se vio luchando contra la brecha cada vez mayor que se abría entre su marido y ella.
«El conflicto es señal de una relación saludable», me contestaba cuando yo le preguntaba por su matrimonio. Le complacía que Lossing tuviera lo que necesitaba. Pearl quería cumplir con el papel de buena esposa. Se impuso la obligación de ser amable y jovial.
«Lossing lleva una carga demasiado pesada —me decía—. Su bienestar depende de mí». Pearl no reconocía que él ni siquiera se fijara en lo que ella le cocinaba. A diferencia de los chinos, que vivían para comer, Lossing comía para vivir.
Mientras que Carie aceptaba a Lossing, Absalom chocaba con él. Desaprobaba la intromisión de Lossing en la manera de funcionar de los campesinos chinos. Ambos discutían a menudo hasta que al final se dejaron de hablar.
Pearl tenía razón en que había similitudes entre su padre y su marido. La misión de Absalom era salvar almas chinas, y la de Lossing renovar los métodos de cultivo chinos. Absalom creía que el Dios cristiano debía ser el único Dios. Lossing pensaba que su método de cultivo era el mejor.
Sin embargo, Pearl tenía sus dudas.
«Los chinos han sobrevivido —decía a Lossing—, cultivando la misma tierra durante miles de años y sirviéndose del riego y los fertilizantes con suma destreza. ¡Tienen una producción extraordinaria sin necesidad de maquinaria moderna!».
La pareja se mudó poco después de que el gobernador de la provincia de Anhui aprobara la propuesta de Lossing. Éste no hizo caso del consejo del gobernador de esperar a que pasara el invierno para trasladarse. No soportaba a Absalom un minuto más.
Pearl siguió a Lossing a su pesar. Se establecieron en una población al norte de Chinkiang llamada Nanhsuchou, en la provincia de Anhui. Pearl no quería dejar a su madre. Le pregunté por qué tenía que ir Lossing a la provincia más pobre de China.
—¿Por qué no puede buscar un lugar mejor para llevar a cabo su proyecto?
—Los campesinos de las fértiles tierras del sur están contentos con sus métodos de trabajo —me explicó Pearl—. No están interesados en los experimentos de Lossing.
El gobernador de aquella provincia pobre apoyaba las ideas de Lossing porque tenía poco que perder. Si Lossing tenía éxito, todo el beneficio sería para el gobernador. Lo que Lossing necesitaba era el compromiso por parte de los campesinos de que seguirían sus métodos. Para que el proyecto tirara adelante, el gobernador prometió compensar a los campesinos si el experimento de Lossing fracasaba.
Al cabo de unas semanas viajé al norte para visitar a Pearl y ver cómo le iba. Vivía en una casita de campo de dos habitaciones, ocupada anteriormente por una familia de misioneros cristianos. El polvo se colaba por la puerta y las ventanas. Por mucho que Pearl se esforzara en limpiar, en cuestión de horas el interior de la casa quedaba cubierto de nuevo con una capa de polvo. Sus vecinos eran familias campesinas chinas, sumidas en la pobreza más absoluta. Pearl me dijo que estaba agradecida por tener un techo bajo el que poder cobijarse.
«El mes pasado la humedad traspasó las paredes», me contó. Me enseñó el moho que se formaba bajo su cama y entre las esterillas y las sábanas. «Siempre tengo que ir con cuidado cuando destapo el orinal». Intentó quitar hierro al comentario. «Una nunca sabe lo que puede encontrarse allí dentro en busca de comida. Podría ser una araña gigante o un chinche verde de los grandes».
La segunda vez que fui a visitarla, Pearl me comunicó la emocionante noticia de su embarazo. «Por fin estoy eximida de mis obligaciones oficiales para con el agrónomo».
El «agrónomo» era como Pearl había comenzado a llamar a Lossing. «Cuando me casé, pensaba que ya no tendría que aguantar que nadie me diera órdenes como lo hacía mi padre cuando era niña».
Como forma de escapar de sus problemas, Pearl comenzó a escribir. Era algo que le consolaba. Me explicó que la imaginación era el único lugar en el que podía ser ella misma y sentirse libre. Yo sabía que Pearl tenía pasión por las historias. Charles Dickens era su inspiración. Recordaba que cuando nos conocimos ella llevaba en la mano un libro encuadernado en cuero negro, que según me contó después era Historia de dos ciudades. Le encantaba Oliver Twist, Casa desolada y Los papeles póstumos del Club Pickwick. Se leía las novelas tantas veces que se las aprendía casi de memoria. Siempre le había gustado escribir y había ganado premios de redacción durante sus estudios en la Universidad Femenina de Randolph-Macon, en Estados Unidos. Pearl era consciente de que debía mantener su afición en secreto. Absalom le había dejado claro que el único propósito que había que tener en esta vida era el de servir a Dios. Lossing le hacía sentirse culpable por perseguir su propio interés. Él quería que ella siguiera siendo su intérprete y le molestó que Pearl se negara. «¿Es que estoy condicionada al dominio de un hombre?», bromeó ella.
Con la excusa del embarazo, Pearl aprovechaba las ausencias de Lossing para escribir. Ya no se quejaba por los largos viajes que lo tenían fuera varios meses seguidos. Aprendió a estar sola y a mantener su descontento encerrado en su interior.
Pearl me confesó que temía estar convirtiéndose en Carie: una exiliada en su propia casa. A raíz de la amistad que trabó con los campesinos de los alrededores, sus escritos comenzaron a llenarse con sus historias.
«Es una lástima que los intelectuales de China prefieran la fantasía al realismo —me escribió Pearl—. Es más fácil cerrar los ojos ante la enfermedad y la muerte».
Yo le escribí para contarle que por fin había salido mi periódico, El Independiente de Chinkiang. Pearl prometió contribuir con una columna mensual. Bajo un seudónimo masculino chino, Wei Liang, hablaba de política, economía, historia, literatura y cosas de mujeres. Sus artículos eran bien recibidos. Aunque la distribución dejaba mucho que desear, nos sentíamos orgullosas de tener una voz propia.
A principios de 1920 los ojos de Carie comenzaron a apagarse. Perdía el conocimiento cada vez con más frecuencia. Pearl se apresuró a regresar de Nanhsuchou. Presentía que su madre tal vez no viviera para ver a su nieto.