9

EL día que me prometí en matrimonio tenía catorce años. Yo no tenía ni voz ni voto en la decisión. La casamentera de la ciudad dijo a papá: «La única medicina que ayudará a tu madre a recobrar la salud será la noticia de la boda de Sauce».

Yo ansiaba tener a Pearl a mi lado, pero nuestras vidas habían tomado caminos distintos. Ella se había matriculado en un colegio misionero de secundaria en Shanghai. Su mundo nada tenía que ver con el mío.

«Shanghai es como otro país —me escribió Pearl—. Aquí las fuerzas militares internacionales mantienen la paz. Mi padre está esperando que las cosas se calmen en el campo para poder volver a Chinkiang. En estos momentos, está traduciendo el Nuevo Testamento. Por la noche lee en alto el texto griego original y la teología paulina. También entona modismos chinos. Madre ha caído enferma. Echa de menos el jardín que tenía en Chinkiang».

Aunque le contesté, me daba demasiada vergüenza contarle a mi amiga que en breve me casaría con un hombre que me doblaba la edad. Me sentía impotente y al borde de la desesperación. Las cartas de Pearl me mostraban que existían otras posibilidades en la vida si pudiera escapar de mi destino.

Ahora entendía por qué me gustaba tanto Los amantes mariposa. La ópera me permitía dar rienda suelta a mi imaginación. En mis fantasías, huía de mi vida para vivir la vida de una heroína.

Cuanta más dote llegaba de mi futuro marido, peor me sentía. No parecía que a papá y nainai se les ocurriera pensar que merecía algo mejor. Papá se puso furioso cuando le rogué poder ir a estudiar a Shanghai. Nainai me dijo que a una chica de una ciudad de provincias, «cuanto más le atrae el mundo exterior, peor destino le espera».

Había escrito a Pearl para contarle que habían prendido fuego a su casa cuando los bóxers asaltaron Chinkiang. Para salvar la iglesia, papá había sustituido la estatua de Jesucristo por un Buda sedente. A los bóxers les dijo que él era budista y que la iglesia era su templo. Para que su mentira tuviera más fuerza, papá se vistió de monje.

Los conversos entonaron sutras budistas mientras los bóxers inspeccionaban el lugar. No les costó mucho fingir, pues todos los conversos habían sido budistas.

Papá suplicó al emperador Patán que lo ayudara a proteger la iglesia.

«El dios extranjero te devolverá el favor —le prometió—. Dios te reservará un asiento en el cielo. Te reencontrarás con todos tus familiares muertos y celebraréis un banquete por todo lo alto».

Las tretas de papá no duraron mucho. Cuando los bóxers descubrieron que los «monjes» eran cristianos conversos, los mataron sin piedad. Una integrante de la compañía Tonadas Wan-Wan fue sacada a rastras en plena actuación y asesinada ante los ojos de papá.

El carpintero Chan y Lila estaban en la lista de los que debían ser decapitados. Escaparon por los pelos.

Papá fue el último converso en huir de la ciudad. La mañana del Nuevo Año chino, los bóxers lo apresaron. Decidieron celebrar una ejecución pública en la plaza mayor.

Papá les imploró que le dejaran vivir. Reconoció ser un tonto.

Los bóxers se echaron a reír y le contestaron que había que mostrar al pueblo entero que el Dios cristiano era una patraña. «¡Si tu Dios es real, llámalo, porque vamos a colgarte!».

Papá cayó de rodillas y gritó: «¡Absalom!».

Papá no creía en Dios, pero sí en Absalom. Cuando una voz contestó a su llamada, todo el mundo se quedó atónito. La voz provenía de la ribera. Una silueta alta bajó de un salto de una barca. ¡Era Absalom! Agitaba una hoja de papel en el aire, con las manos encima de su cabeza. Detrás tenía al emperador Patán, el general Langosta y el general Cangrejo.

«¡Viejo maestro!», exclamaron los conversos.

Los bóxers continuaron con lo suyo, poniendo la soga al cuello de papá.

«¡Detened la ejecución! —ordenó Absalom, plantándose ante ellos—. ¡Aquí tengo una copia del decreto de su Majestad la emperatriz regente! ¡Su Majestad ha firmado un tratado de paz con las tropas extranjeras! El octavo artículo dice así: “Se protegerá a los misioneros extranjeros y sus conversos”».

Hubieron de pasar cinco años más para que Pearl y yo volviéramos a vernos. Para entonces yo tenía diecinueve y Pearl diecisiete. Nuestro reencuentro se produjo poco después del fallecimiento de nuestra soberana, la emperatriz regente Tzu Hsi. Se decía que sus esfuerzos por apagar el fuego arrasador que suponía la rebelión de los bóxers la habían agotado. El recién nombrado emperador solo tenía tres años. La nación entera vivió un largo período de duelo por la pérdida de su antecesora. A nivel local nada cambió, aunque se decía que el país se había convertido en un dragón sin cabeza.

Acudí al muelle para dar la bienvenida a Pearl y Carie el día que regresaron a Chinkiang. Estaba nerviosa porque había cambiado de aspecto. Mi atuendo y mi peinado indicaban que era una mujer casada. No llevaba una trenza, sino un moño en la nuca. En las cartas remitidas a Pearl, había evitado hacer mención a mi vida conyugal. ¿Qué iba a decirle? En cuanto puse los pies en casa de mi marido, descubrí que era un adicto al opio. La casamentera había mentido. La fortuna que decía tener la había dilapidado hacía tiempo. La familia era como un traje de fiesta con fastuosos bordados que se hubiera apolillado. Mi marido estaba tan endeudado que los sirvientes habían huido. Había pedido dinero prestado para pagar mi dote. El matrimonio fue idea de mi suegra. La manera de «matar dos pájaros de un tiro». Su hijo tendría una concubina y ella una criada gratis.

Mi existencia consistía en servir a mi marido, a su madre y a sus esposas mayores e hijos. Me encargaba de limpiar las camas, vaciar los orinales, lavar las sábanas y barrer los jardines. Tuve que salir de casa a hurtadillas para ir a ver a Pearl y Carie. Mi esposo nunca me hubiera dado permiso si se lo hubiera pedido.

Pearl se había convertido en una belleza deslumbrante. Era alta y esbelta e iba vestida a la occidental. Desprendía el halo propio de un espíritu libre, con una sonrisa resplandeciente.

—¡Sauce, amiga mía, mírate! —exclamó a cien metros de distancia con los brazos abiertos—. ¡Si te has convertido en una mujer preciosa!

—Bienvenida a casa —fue todo lo que pude decir.

Pearl soltó una risa radiante y me abrazó.

—¡Oh, Sauce, cuánto te he echado de menos!

Papá y el carpintero Chan entre otros vinieron a recibirlas. Las ayudamos a llevar el equipaje hasta la casa que acababa de alquilar Absalom. Era la antigua vivienda de un comerciante y estaba situada en lo alto de la colina.

—¡Qué hermosura de casa! —dijo Pearl maravillada—. ¿Cómo has podido permitirte semejante lujo, padre?

—Es una casa encantada —le explicó Absalom—. Nadie de aquí quiere vivir en ella. El alquiler es muy barato. Y como yo no creo en los espíritus chinos, he aprovechado la oportunidad.

En cuanto Pearl estuvo instalada, salimos a dar una vuelta por el monte. Grace, su hermana pequeña, quiso venir con nosotras, pero Pearl y yo nos escapamos juntas. Pearl me contó que Shanghai era muy plana y que echaba de menos las colinas y las montañas. Se moría por hacer una excursión a pie. Me habló de ideas que yo no había oído en mi vida. Me describió un mundo que solo tenía cabida en mi imaginación. Su vocabulario en mandarín era más sofisticado. Me contó que estaba preparándose para ir a estudiar a la universidad en Estados Unidos.

—¡Y después viajaré por todo el mundo!

Yo no tenía mucho que decir, así que le expliqué cómo habíamos sobrevivido a los bóxers. A mitad de relato, me paré.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pearl.

—Nada.

—Sauce —dijo con dulzura.

Intenté sonreír y apartar de mi mente los pensamientos más oscuros, pero las lágrimas me traicionaron.

—¿Es por tu matrimonio? —quiso saber, acercando su mano a la mía.

Mi matrimonio no era nada raro para una muchacha china, pero para Pearl sí lo era y mucho.

Le conté que cuando mi marido tenía un día bueno se dedicaba a fumar y jugar; cuando tenía un día malo, descargaba su ira conmigo. Me pegaba y a veces me violaba. Yo tenía que obedecer a mi suegra. Para ella, yo tenía la culpa de que la familia estuviera yéndose a pique.

«¡Eso es esclavitud!», concluyó Pearl, torciendo el gesto en una expresión de ira.

Pearl me explicó que en Shanghai había trabajado con chicas que se habían visto abocadas a matrimonios abusivos o a la prostitución en contra de su voluntad. «Ya no tendrás que seguir escondiendo el brazo roto bajo la manga, Sauce», me aseguró.

Mi marido se buscó una nueva concubina, lo cual me extrañó porque yo sabía que no tenía dinero. Cuando le pregunté al respecto, no me hizo ni caso. La tradición daba derecho a un hombre a deshacerse de su mujer cuando quisiera. Para desahogarme, iba cada mañana al pozo del pueblo que todo el mundo compartía y contaba a gritos todas las barbaridades que me había hecho su familia. Sin embargo, no recibí una sola muestra de compasión. Las ancianas me criticaban y me decían que debía suicidarme.

Mi afán por defenderme solo sirvió para granjearme una mala reputación. Papá me consideraba una egoísta, y nainai me tildaba de tonta. Yo no me sentía abandonada del todo porque contaba con el apoyo de Pearl. Acudí a Carie para ofrecerme a echarle una mano con la escuela y su nuevo proyecto de consultorio. Además de enseñarme inglés, me formó a mí y a otras jóvenes para ser enfermeras.

Pearl y yo seguíamos pasando tiempo juntas, pero nuestra amistad ya no era la misma. Cuanto más se ilusionaba ella con ir a estudiar a Estados Unidos, menos teníamos que decirnos la una a la otra. Pearl era consciente de mi situación y sabía cómo me sentía sobre mi propio futuro.

Yo no creía que ella volviera a China después de la universidad. Pearl tampoco parecía ya tan segura. Al fin y al cabo, Carie llevaba media vida anhelando regresar a su tierra natal.

A Absalom no le importaba la partida de Pearl, ni se mostraba triste ante la posibilidad de que ya no volviera. Lo que más le entusiasmaba en aquel momento era irse nuevamente de misiones por el interior del país.

Papá era otra persona cuando estaba con Absalom, a quien respetaba e idolatraba.

«Basta con ver su cara para darse cuenta de que no es un hombre cualquiera —decía papá en su sermón de los domingos—. Absalom irradia júbilo cuando alza la mano para bendecirte. Uno siente que Dios está con él».

Pearl reconoció de nuevo que tenía celos de los chinos conversos que recibían el afecto de su padre. De hecho, aquél era uno de los motivos por los que quería marcharse. Me confesó que estaba disgustada incluso por el burro que papá había comprado a Absalom.

—Ahora que tiene ese animal, mi padre puede hacer viajes más largos a destinos más lejanos.

—Pero tu padre es feliz —le dijo papá.

Pearl asintió, pero repuso:

—A veces pienso que no es mi padre. Permite que le interrumpan con una pregunta en pleno sermón a cualquiera menos a mí.

—¿Piensas casarte? —le pregunté a Pearl—. Y si es así, ¿cuándo?

Ella se echó a reír.

—Ya veré lo que ocurre cuando llegue a América.

Pearl decía que ya había empezado a añorar China. «Por mucho que haya podido decir que Estados Unidos es mi verdadero hogar, dudo que sea cierto».

Pearl sabía que revelar sus pensamientos llenaría de inquietud a Carie, así que se los guardaba para ella.

«Nunca ha sido mi intención desafiar a mis antepasados o la cultura occidental —me decía—. Lo que ocurre es que China es lo que conozco».

Carie estaba de buen humor pese a hallarse enferma. Le alegraba poder cultivar rosas y cuidar de nuevo de un jardín. Afirmaba que con la marcha de Pearl tendría más tiempo para sentarse allí a leer sus novelas occidentales preferidas. Carie no quería que su hija supiera que le aterraba su partida.

Pearl no se dejó engañar por la alegría que mostraba su madre. Sabía que Carie lloraba a sus espaldas y le preocupaba que pudiera necesitarla cuando ella estuviera en América.

Yo le aseguré que cuidaría de su madre y la mantendría informada sobre su estado de salud.