7

LA rebelión de los bóxers no se desató en Chinkiang hasta los primeros años del nuevo siglo. Se había extendido como un reguero de pólvora. Del interior del país llegaron campesinos con turbantes rojos en la cabeza. Creían que los extranjeros estaban destruyendo China. A mí no se me ocurrió pensar que Pearl y su familia eran extranjeros. A Pearl no le gustaban los occidentales. Había visto a adictos al opio en nuestra ciudad y criticado a los blancos y su comercio del opio. Para Pearl, la lucha de los bóxers no iba con ella.

Sin embargo, los tiempos habían cambiado. En las provincias del norte se habían producido incidentes en los que habían asesinado a misioneros extranjeros. Carie se aseguraba de que Pearl vistiera como una niña china y llevara en todo momento el gorro de punto negro.

Un día Pearl vino a verme para decirme que Carie le había hablado de la partida de su familia del país.

—Mamá me ha contado que vendrá un barco a recogernos a todos para llevarnos de vuelta a Estados Unidos.

Las palabras de mi amiga me dejaron deshecha. No sabía qué responder.

Pearl estaba alterada y nerviosa.

—Pero… ¡si no sabes nada de Estados Unidos! —repliqué.

—Según mi madre, es el lugar al que pertenezco —repuso Pearl con toda naturalidad—. Al menos allí me pareceré a los demás. ¡Estoy harta de llevar este maldito gorro! Lo quemaré en cuanto llegue a América.

—Pero tú misma me has dicho que no conoces a nadie allí —insistí.

—Así es.

—¿Y aun así te irás?

—No me hace ninguna gracia, por mucho que madre intente tranquilizarme.

—¡Quién quiere irse de China es tu madre, no tú! —Traté de mantener la calma, pero me fue imposible. Tenía ganas de llorar—. ¡En América no encontrarás una amiga como yo!

—Puede que no, aunque mamá me haya prometido que sí.

—Te está engañando. —Solté una risa fría—. Serías tonta si lo creyeras.

—Pero no puedo quedarme si mi madre decide marchar.

En las siguientes semanas su partida se convirtió en nuestro único tema de conversación. Sin embargo, cuanto más hablábamos de ello, más nos desanimábamos. Subíamos y bajábamos por el monte entre risas, fingiendo que nunca ocurriría. Pero no dejaban de recordárnoslo una y otra vez. Wang Ah-ma, por ejemplo, se quedó abatida cuando Carie le dijo que se preparara para seguir su propio camino. Lila, embarazada por aquel entonces, y el carpintero Chan vinieron a visitar a papá y nainai para ponerles al día de los casos de asesinato de misioneros extranjeros.

Pearl y yo nos enteramos de que los bóxers habían ganado más adeptos. Un número creciente de sublevados comenzó a exigir al gobierno imperial la expulsión de los extranjeros y el cierre permanente de sus negocios en China. Cuando no obtuvieron la respuesta deseada por parte de las autoridades, decidieron sitiar los bancos y edificios extranjeros y destruir el ferrocarril nacional. Las iglesias cristianas vecinas también sufrieron las consecuencias del levantamiento. Sacaron a los misioneros extranjeros de sus casas y los torturaron públicamente. Cuando nos llegó la noticia, Pearl y yo nos dimos cuenta de que nuestros días en común estaban contados.

Pearl comenzó a hablar más de su «verdadero hogar» en Estados Unidos, mientras que yo me volví cínica e irritable.

—¿Tu verdadero hogar? —dije con sorna—. Seguro que no sabes ni dónde está la puerta de tu casa.

Cuando le pregunté si conocía el feng shui de su casa de América, me complació ver que no tenía respuesta para ello.

—Tu casa podría estar mal orientada. ¡La mala suerte os perseguirá siempre!

—¿Y si te digo que me da igual que mi casa de América no esté acorde con el feng shui? —Pearl cogió una piedra y la lanzó al fondo del valle—. ¡Será la casa de mi madre, no la mía!

—Pero tú vivirás en ella. ¡Estarás sola y deprimida y lo sabes muy bien!

—¡Tendré la compañía de mis primos! —replicó.

Me eché a reír y le dije que sus primos tal vez supieran cómo se llamaba, pero no tenían ni idea de quién era ni qué le gustaba.

—Ni siquiera les importará. ¡Para ellos serás una auténtica desconocida!

—Basta ya, Sauce, por favor —me rogó.

Nos quedamos sentadas en silencio, intentando no llorar.

Las noticias relacionadas con los bóxers fueron a peor. Los habían visto en Suchou, a menos de doscientos kilómetros de Chinkiang. Carie trató de convencer a Absalom de la conveniencia de un traslado provisional, pero él se negó a considerar dicha posibilidad.

«No abandonaré la obra de Dios», fue su respuesta.

Carie amenazó con irse por su cuenta, asegurando que se llevaría a Pearl y Grace con ella.

«Madre me ha dicho que debo aprender a confiar en Dios y aceptar mi destino», me contó Pearl. Estábamos sentadas en lo alto de la colina, cogidas de las manos. Contemplamos la puesta de sol sin decir una palabra más.

Parecíamos estar viviendo una pesadilla. Yo imaginaba la casa de Pearl en América. Según ella, la había construido su abuelo. Me la describió con palabras textuales de Carie. «Es grande y blanca, tiene un pórtico doble con columnas y está situada en un hermoso paraje —me dijo—. Detrás de la casa hay montañas y fértiles praderas».

También imaginaba a sus familiares, todos ellos blancos como la leche. Los veía dándole una calurosa bienvenida, abrazándola como si la conocieran.

«¿Cómo estás, querida? —le dirían—. Cuánto tiempo…». Pearl dormiría en una cama con sábanas limpias y una almohada mullida. Le servirían comida en abundancia, pero no la que a ella le gustaba. Desde luego, no comida china. Tampoco vería rostros chinos. Ni oiría mandarín, ni historias populares, ni óperas de Pekín. No volvería a escuchar «Jazmín, dulce jazmín».

«Supongo que me acostumbraré», dijo Pearl, dando un largo y profundo suspiro.

Tendría que adaptarse por fuerza. No le quedaba más remedio. Olvidaría China y me olvidaría a mí.

—A lo mejor no nos reconocemos si volvemos a vernos —bromeó Pearl.

No me hacía ninguna gracia, pero le seguí el juego.

—Hasta puede que no recordemos ni el nombre de la otra.

—Es posible que se me olvide el chino.

—Seguro.

—Quizá no —repuso ella—. Haré todo lo posible por no perderlo.

—Tal vez lo prefieras. ¿De qué te servirá el chino en Estados Unidos? ¿Con quién lo hablarías? ¿Con Grace? Es demasiado pequeña. No jugáis juntas, aunque quizá lo hagáis cuando estéis en América. No os quedará otra.

Pearl volvió la cabeza y me miró fijamente, con sus grandes ojos azules y transparentes llenos de lágrimas.

—Tomarás leche y comerás queso —dije, tratando de animarla.

—Y me convertiré en la esposa grandota y gordinflona de un granjero —respondió—. La barriga se me pondrá como un melón de invierno chino, y los pechos como calabazas redondas.

Nos echamos a reír.

—Pues a mí puede que me busquen marido —comenté—. A nainai ya le rondan las casamenteras. A lo mejor acabo siendo la concubina de un rico viejo y rechoncho. Podría ser un monstruo que me pegara todas las noches.

—Eso sería horrible —opinó Pearl, mirándome muy seria.

—¿Horrible? ¿Y a ti qué más te daría? Para entonces ya te habrás marchado.

Pearl tendió los brazos hacia mí.

—Rezaré por ti, Sauce.

Yo la rechacé.

—Ya sabes que tengo un problema con eso. ¡Aún no me has demostrado que tu Dios exista!

—¡Pues haz como si existiera! —Las lágrimas le cayeron por la cara—. Necesito que creas en él.

Decidimos dejar de hablar de su marcha. Optamos por disfrutar del tiempo que pasábamos juntas en lugar de regodearnos con la tristeza. Fuimos a ver la función de una compañía teatral itinerante llamada el Gran Espectáculo de las Sombras. En ella salían el rey Mono Borracho y las generalas de la familia Yang. Nos lo pasamos de maravilla. Pearl se quedó fascinada con las marionetas hechas a mano. Las figuras estaban creadas con piel de res rascada y modelada. El maestro de la compañía era de la zona central de China. Nos invitó a las dos a estar entre bastidores, donde nos mostró cómo funcionaban los títeres. Los actores se escondían bajo una enorme cortina, sosteniendo cada uno un personaje con cuatro palos de bambú. Las marionetas podían bailar, seguir el ritmo con los pies y disputar un combate de artes marciales mientras el dueño cantaba con voz aguda nuestra melodía wan-wan favorita.

A principios de otoño comenzó a popularizarse un juego infantil llamado «bóxers y extranjeros». Se jugaba siguiendo las reglas del tradicional escondite. Los niños no nos dejaban jugar con ellos porque éramos niñas. Pearl y yo nos pasábamos el día sentadas en lo alto de la colina, chupando algodoncillos mientras mirábamos a los niños con envidia. Una mañana Pearl apareció vestida con un atuendo occidental que le había prestado el embajador británico. Llevaba una americana beige con botones color cobre en la pechera y el cuello abierto. Las mangas eran anchas por el codo y estrechas por la muñeca. Los pantalones estaban hechos de lana marrón. «Son los pantalones de montar a caballo de su hija», explicó Pearl.

Cuando le pregunté por qué se había disfrazado, me contestó: «Jugaremos a bóxers y extranjeros nosotras solas. —Y, mostrándome un pañuelo rojo, añadió—: Éste es tu disfraz. Átatelo a la cabeza. Tú serás el bóxer y yo la extranjera».

Para parecer más aún el personaje que representaba, se quitó el gorro de punto negro y se soltó la melena que le llegaba hasta la cintura.

La idea me entusiasmó. Me lié el pañuelo rojo alrededor de la frente a modo de turbante.

Con palos de madera como espadas, nos lanzamos a la carga colina abajo. Los niños se quedaron atónitos ante la apariencia de Pearl.

«¡Un demonio extranjero de verdad!», gritaron.

No tardaron en pedirnos jugar con nosotras. Pearl se convirtió en la jefa de las tropas extranjeras, y yo en la de los bóxers.

Lanzamos piedras, corrimos por el monte y nos escondimos entre los matorrales. Por la tarde, mi grupo se encaramó a los tejados de las casas mientras que Pearl dirigió una búsqueda puerta a puerta. Estuvimos deambulando por las calles hasta que se hizo de noche.

Llegado el momento de apresar a los bóxers, los de mi grupo nos dejamos atar las manos a la espalda por la gente de Pearl. Luego nos pusieron en fila para ejecutarnos. Pearl nos ofreció a cada uno una copa de vino imaginaria, que tomamos antes de pronunciar nuestro último deseo. Cuando nos dispararon, caímos al suelo. Nos hicimos los muertos hasta que Pearl anunció que tocaba coger a los extranjeros.

Mi grupo los persiguió hasta que Pearl y sus hombres fueron capturados. Tras atarlos juntos como a una ristra de cangrejos, los paseamos por las calles. Invitamos a la gente a presenciar la ejecución. Pearl se lo pasó en grande gritando en inglés. Al principio los vecinos se quedaron parados; luego aplaudieron y rieron con nosotros.