UN día llegó a la ciudad una compañía de ópera, las Tonadas Wan-Wan, para representar Los amantes mariposa en la Fiesta de la Luna de Primavera. En cuanto Pearl y yo nos enteramos de la noticia, apenas pudimos contenernos. Pearl suplicó a Carie que le diera permiso para ir conmigo y nainai. Mi abuela dijo que era el último espectáculo que quería ver antes de morir.
Nos pusimos elegantes para la función. Yo llevaba un vestido de algodón floreado en azul y Pearl un vestido de seda en púrpura bordado con mariposas de color rosa. Pearl se recogió el pelo rizado con cuidado bajo el gorro de punto negro. Por detrás, parecíamos gemelas. Nos hicimos un collar de capullos de jazmín recién cogidos. Enfilamos de la mano, hacia la orilla del río donde tendría lugar la actuación.
El escenario se hallaba junto a la ribera. Se trataba de un templo abandonado con cuatro columnas. El público comenzó a congregarse al atardecer. Algunos llegaron en barca y otros se encaramaron a los tejados. También había gente situada en una ladera lejana. Pearl y yo flanqueamos a nainai para abrirnos paso las tres entre la muchedumbre. Nos pusimos cerca del escenario. Nainai sacó unas nueces de soja tostadas para que Pearl y yo picáramos mientras esperábamos a que se abriera el telón.
Finalmente, sonaron los tambores. El corazón se nos aceleró. Nos sumamos a los vítores de la multitud: «¡Tonadas Wan-Wan! ¡Tonadas Wan-Wan!».
El telón se corrió y aparecieron los encargados de animar el ambiente con sus cabriolas. Los cantantes del coro presentaron la historia y, acto seguido, entraron en escena los actores. El papel protagonista masculino, el de Liang, el apuesto amante, estaba interpretado por una chica. La joven iba con un maquillaje recargado y un magnífico traje del color del sol con unos largos abalorios en verde jade. Su voz poseía lo que los aficionados a la ópera llamarían un sonido de cobre, considerada la cualidad más elevada en una voz masculina joven. Su melodía wan-wan arrancó a nainai lágrimas de felicidad.
Mis ojos seguían todos y cada uno de los movimientos de Liang. Su amante, Yintai, era de una belleza suprema. La actriz, envuelta en un traje de seda rosa con mangas largas, se movía como una diosa que hubiera bajado del cielo. Aunque parecía forzar un tanto la respiración, tenía una voz melodiosa.
Se hizo de noche. El escenario se veía perfectamente iluminado con faroles. Ante nuestra mirada se desarrolló la historia de amor. Los amantes declararon su pasión y se enfrentaron a las fuerzas feudales que pretendían separarlos. Pearl y yo lloramos al final, cuando los protagonistas decidieron quitarse la vida ante la brutalidad de la sociedad.
Más tarde, Pearl me comentaría que había conocido la versión china de Romeo y Julieta antes de oír hablar de Shakespeare.
Los amantes muertos resucitaron en forma de mariposas. Así lograron estar juntos de nuevo y vivir felices por siempre jamás. Era una tragedia con final feliz. Con sus enormes alas extendidas, la pareja bailaba y cantaba:
Presa de los sueños,
mi andar errante,
hasta ti me llevó.
Sentados en el mirador,
tu dulce canto me arrulló.
Al despertar,
sin nadie a mi lado,
y ver a la luz de la luna
unos pétalos sin vida,
pensé que no volverí
a verte nunca.
Al acabar el espectáculo, acompañamos a nainai a casa. Luego Pearl y yo volvimos al escenario y nos quedamos esperando a la salida, confiando en captar alguna mirada de los actores. Nos fascinaba el hecho de que el reparto entero fuera femenino. Una señora calva con cara de tortuga estaba a cargo de las chicas. Había interpretado al rico malvado en la ópera. Pearl reconoció a la actriz que había hecho de Liang y a la joven que había encarnado a su compañera Yintai. Esta última, sin maquillaje ni traje, se veía demacrada. La muchacha se sentó en un taburete y apoyó la cabeza en la pared. Estaba pálida y parecía enferma. Liang la ayudó a quitarse las botas y dobló los trajes para guardarlos después en maletas.
Nos enteramos de que la compañía vivía en dos barcas atracadas en un tramo inferior de la ribera, un lugar utilizado como vertedero y estercolero. Aunque el aire apestaba, permanecimos allí hasta que la señora con cara de tortuga nos amenazó con mandar avisar a nuestros padres.
Pearl y yo nos pasamos el trayecto de regreso a casa hablando de la ópera. Nos entretuvimos con la melodía wan-wan y el tema central del espectáculo. Bailamos como las mariposas, batiendo los brazos sin parar.
Al día siguiente volvimos a quedar por la tarde para visitar a la compañía antes de que partieran a su siguiente destino. Presenciamos algo que no esperábamos: las chicas de la compañía se veían obligadas a practicar sus habilidades acrobáticas en el empedrado. Pearl y yo nos sentimos afortunadas por el hecho de que nuestros padres no nos hubieran vendido.
Finalmente, localizamos a Liang, que estaba lavando un cubo junto al agua.
Pearl se presentó y le expresó nuestra admiración.
Liang inclinó la cabeza con un gesto de agradecimiento, pero bajó la mirada. Vimos que le corrían lágrimas por las mejillas.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Pearl—. ¿Dónde está tu amiga, Yintai?
—Está enferma.
—Puede que solo esté agotada —la consoló Pearl—. Que se tome un día de descanso. Seguro que se recupera.
—No, no tiene cura.
—¿Qué quieres decir?
—Está muriéndose de tuberculosis —explicó la actriz entre sollozos. Y, tirando de la ropa que estaba lavando, nos mostró una mancha de sangre.
Pearl y yo nos quedamos de piedra.
—¿No tendría que actuar esta noche? —le preguntamos.
—Acaban de cancelar la función. —La actriz se vino abajo—. El médico ha dicho que no la podría soportar.
No supimos qué más decir.
La hermosa actriz falleció. A falta de dinero para un entierro apropiado, la señora con cara de tortuga arrojó el cuerpo al río. Dado que la chica había sido vendida a la compañía siendo una niña de corta edad, no se informó a sus padres ni a ningún familiar suyo de su muerte. Cuando Pearl contó a su madre lo ocurrido, Carie avisó a Absalom y a papá. Ambos fueron al río y rescataron el cadáver. Absalom celebró una ceremonia modesta y la actriz fue enterrada en la parte de atrás de la vieja iglesia. Nainai, Wang Ah-ma y Lila se encargaron de lavarla y vestirla con el traje que yo había llevado para la ópera. Me reconfortó ver que le quedaba perfecto.
Liang vino a despedirse de ella. Estaba desconsolada. Por un momento rememoré la escena de la ópera en la que el personaje que interpretaba expresaba su amor eterno por su amada, que yacía agonizante.
Pearl no podía dejar de llorar. Semanas más tarde acudió a Absalom en busca de una respuesta. «¿Por qué no ha hecho algo Dios?».
Absalom le contestó que «uno tiene que trabajar para ganarse la protección de Dios».
La afligida Pearl acudió entonces a nainai, que la llevó al templo budista y pidió leer un pasaje de las escrituras budistas. El texto se titulaba «Muertes celestiales y círculo de vida». Después Pearl y yo quemamos incienso y oramos por el alma de la actriz.
«Estoy descubriendo lo alegre y lo atroz que puede ser la vida al mismo tiempo —dijo Pearl, como para sus adentros—. Aceptaré la idea del budismo de que todo lo veraz es hermoso».
La disentería se cobró innumerables vidas durante el Año de la Rata.
Nainai se contaba entre los aquejados. El médico local no permitió que Absalom y Carie la trataran con sus medicinas occidentales, argumentando que alterarían el efecto de las hierbas chinas que le recetara.
Papá se gastó todos los ahorros. Nainai siguió empeorando. Yo estaba con Pearl en el monte cuando un vecino vino a avisarme de que no le quedaba mucho de vida. Cuando llegué a su cama, nainai estaba casi inconsciente. «Carie, Carie…», repetía sin parar.
Fui corriendo a buscar a Carie. Sin decir una palabra, ella cogió su botiquín y vino a casa.
—Mi madre está poseída por los malos espíritus —le advirtió papá, presa del pánico—. Si la tocas, la mala fortuna caerá sobre tu hogar.
—¡Qué pena que mi marido te convirtiera! —replicó Carie furiosa—. Desde luego, no pareces un cristiano. —Y, abriendo el botiquín, ordenó a papá—: No te acerques.
Carie sacó una aguja y un tubo y le puso una inyección a nainai.
—Con esta dosis bastará —comentó—. Si no es así, avisadme. Iré a buscar al médico de la embajada.
A medianoche, nainai estaba pidiendo agua. Al amanecer, dijo que tenía hambre.
Mientras papá se hincaba de rodillas para expresar su gratitud a Carie, Absalom le dijo que nainai vivía gracias a la voluntad de Dios.
«No tiene nada que ver con mi mujer —insistió Absalom—. Son las plegarias colectivas de los feligreses de la iglesia a las que ha respondido Dios».
Si papá era un falso cristiano, en aquel momento cambió. Y lo mismo le ocurrió a nainai, que se despidió oficialmente de la pequeña estatua de Buda que tenía en su habitación. La sustituyó por una figura de barro de Cristo… un regalo de Absalom.
Con todo, había cosas que nunca cambiarían. En el cielo cristiano de nainai, los ángeles adoptaban la forma de flores de melocotonero, mariposas y colibríes. El mismísimo Dios vivía en un paraje chino donde las nubes se reflejaban en los lagos y las montañas se veían cubiertas de pinos y bambúes. Lo que más gracia nos hacía a Pearl y a mí era que el Dios cristiano de nainai viajara a lomos de un ciervo o sobre una grulla para recorrer grandes distancias.
Cuando cumplí once años, Pearl conocía a casi todo el mundo en Chinkiang. Nuestra persona preferida era el vendedor de palomitas, que se dejaba caer por la ciudad la primera semana de cada mes. Hablaba un dialecto del norte y tenía la piel del color del carbón. Llevaba el pelo mugriento y vestía la misma ropa de lona remendada una y otra vez año tras año. Aunque nunca sonreía, no podía ser más amable. Su nariz con forma de abanico siempre estaba manchada de polvillo de carbón.
El hombre iba de pueblo en pueblo, empujando su carretilla. En ella había un hornillo en forma de cañón hecho de hierro. Como hogar utilizaba latas, en el fondo de las cuales empalmaba un fuelle de madera con un tubo de aluminio. Al lado tenía un cajón de leña y encima de ésta, un saco de algodón. A Pearl y a mí nos entusiasmaba ver cómo calentaba el cañón, con aquellas llamaradas que se formaban. Procurábamos no acercarnos, después de que los adultos nos advirtieran que el cañón podría explotar.
Podíamos pasarnos horas enteras junto al vendedor de palomitas, observando todos sus movimientos. El hombre giraba el cañón con la mano izquierda mientras accionaba el fuelle con la derecha. No necesitaba ningún reloj para saber cuándo había que hacer estallar el maíz. Una vez que notaba que la temperatura era la adecuada, cogía la bolsa de algodón y tapaba el cañón con ella. Acto seguido, utilizaba un tubo de hierro para abrir el cañón, haciendo palanca. Entonces se oía un estallido. Era el momento que todos los niños esperábamos.
«¡Pum!», gritaba el hombre justo antes de la explosión.
Mientras que los más pequeños se tapaban los oídos y algunos incluso cerraban los ojos, a Pearl y a mí nos encantaba el ruido que se producía. Al estallido le seguía un olor delicioso. El saco de algodón se llenaba de palomitas al instante.
Para nosotras, era pura magia que una lata de maíz o arroz pudiera aumentar tantas veces de tamaño.
Pearl y yo saltamos de alegría el día que Carie accedió finalmente a darnos una lata de granos de maíz. Ya era de noche y el vendedor se había ido. Cuando conseguimos darle alcance, le suplicamos que nos hiciera las palomitas. El hombre negó con la cabeza y dijo que el hornillo ya estaba apagado.
Le rogamos y rogamos, ofreciéndonos a ayudarlo.
Nos pusimos contentísimas cuando al final accedió. Yo me encargué del cañón y Pearl del fuelle. El fuego ardía con vivas llamaradas. Pearl no quitaba ojo al hombre, pues no quería que el cañón explotara. Al cabo de unos diez minutos, llegó el momento esperado. El hombre ocupó su lugar.
Oímos el estrépito de la explosión. Parecía que fuéramos a quedarnos sordas.
Aquella noche las palomitas nos supieron mejor que nunca.
Seguir al vendedor de palomitas se convirtió en nuestra pasión. Según Carie, éramos como dos tontas. Su tarro de arroz era nuestro objetivo. Carie no tardó mucho en darse cuenta de que habíamos ido vaciando poco a poco su provisión de grano. Cuando el hombre apareció de nuevo en su visita de cada mes, Carie se le plantó delante y lo llamó sinvergüenza. Su voz de cantante de ópera se oyó en toda la ciudad. Carie lo cogió del brazo y le exigió que se marchara.
Pearl y yo estábamos abochornadas. Tuvimos que contener a Carie entre las dos mientras el hombre recogía sus cosas.
«¡Y no se le ocurra volver por aquí a aprovecharse de mis hijas!», le gritó Carie, agitando el puño en alto.
El hombre huyó a toda prisa, empujando la carretilla.
Pearl y yo estuvimos tristes varios días. No podíamos dejar de pensar en el vendedor de palomitas. Nos sentíamos culpables por haberle arruinado el negocio.