4

ERA principios de septiembre. Un aire cálido y agradable llenaba mis pulmones. Pearl y yo bajábamos corriendo por el monte. Nos cruzamos con unos niños pequeños que jugaban con tierra y lombrices. También vimos al hombre más mayor de la ciudad echándose una siesta a la sombra de un árbol. Yo estaba contentísima porque Pearl me había invitado por fin a ir a su casa.

—Mi madre no sabe que vienes conmigo —dijo Pearl emocionada.

—¿Y no… le importará? —Estaba nerviosa—. Después de todo, le mentí.

—Ah, eso hace tiempo que lo olvidó.

—¿En serio?

—Mamá dice que a veces no se puede responsabilizar a la gente de sus actos, porque no conocen a Dios.

Me detuve un momento.

—¿Y si se acuerda? ¿Y si me dice que no quiere tener a una mentirosa de invitada?

—Ella te conoce y siempre le has gustado.

—¿Cómo lo sabes?

—Sauce, no hay duda de que mi madre te adora.

—¿Y eso por qué?

—Porque sabes cantar.

Yo la miré.

—Sauce, mi madre tiene la ilusión de organizar un coro de niños, pero no encuentra a ninguno que sepa o quiera cantar.

—Ella sabe que yo sí quiero —repuse—. Lo que no sé es si piensa que valgo.

—Claro que vales.

—Pero no llego a las notas más altas. Se me quiebra la voz.

—Ya te enseñará mamá a llegar a las notas altas. Además, las canciones religiosas no son óperas chinas. Son mucho más fáciles de cantar.

—¿Tú también cantarás, Pearl?

—Sí, me encanta cantar, aunque no tengo mucha voz. Pero no importa. Me pasaría el día cantando «Jazmín, dulce jazmín».

Pearl comenzó a cantarla y yo me uní a ella. Cuando terminamos, Pearl la entonó de nuevo con acento de Yangchow, y yo la seguí. Después la cantamos con los acentos de Suchou y Nankín.

—¿Tienes una ópera china favorita? —le pregunté cuando agotamos todos los acentos que sabíamos.

—¡Los amantes mariposa!

—¡También es mi favorita!

—¿En la versión de la dinastía Ming o de la dinastía Ching? —quiso saber Pearl.

Me sorprendieron sus conocimientos al respecto.

—En la versión Ching, por supuesto.

Pearl asintió con la cabeza y comenzamos a cantar:

Vivo cerca de donde nace el río Yangtsé,

y tú allá donde desemboca.

De sus aguas bebemos los dos.

No te conozco, pero cada

noche sueño contigo.

¿Cuándo dejará de correr

el agua de este río?

¿Cuándo dejaré de amarte

como lo hago?

Ojalá nuestros corazones

latieran como uno solo,

y mi amor por ti se viera

correspondido.

Caminamos por la orilla del río cogidas de la mano. Le pregunté si le dejaban cantar óperas chinas en casa.

—¿Bromeas? —se mofó Pearl—. Absalom no permite que se oiga más sonido que el de Dios.

Entonces quise saber si se llevaba bien con sus padres.

—Mis padres comen con cuchillo y tenedor; yo, con palillos —me contestó.

Tanto Absalom como Carie estaban fuera cuando llegamos, así que Pearl me enseñó toda la casa. Se trataba de una construcción de una sola planta hecha de ladrillo y tablones de madera. De las tres habitaciones que tenía, la pieza central servía de sala de estar y comedor. A los lados se hallaban los dormitorios. Pearl compartía el suyo con su hermana pequeña, Grace. En el cuarto de sus padres había una cama de madera enorme. Las sábanas eran de un blanco desteñido y un tejido basto. Por las manchas de la pared, se veía que tenían goteras. Estaba todo limpísimo. Hasta los muebles viejos brillaban. Pearl señaló las cortinas rosas.

—Mamá las hizo con tela traída de Estados Unidos.

A un lado de la casa había dos enormes tinajas que contenían agua del río. Me sorprendió ver que aquella familia vivía como nosotros.

—Mamá deja la puerta abierta todo el año —explicó Pearl.

—¿Y recibe a todo aquél que llama a ella?

—Mis padres aprovechan cualquier oportunidad para dar a conocer a Jesucristo.

—Pero Carie se preocupa por los demás, ¿verdad?

—Sí, mi madre sí, y mucho, no como mi padre, que solo se preocupa por Dios.

—Yo no soy de dejar la puerta abierta a todas horas —dije—. Los mendigos podrían meterse en casa y luego me costaría echarlos.

—La gente que aparece por aquí es «tan pobre que no tiene ni una soga con la que colgarse», como dice mi madre. «Carie TaiTai, la señora extranjera», la llaman, y le piden comida.

—La de pobres que tendrá que aguantar tu madre.

—Eso no es nada comparado con lo que ha tenido que soportar por mi padre.

Pearl me contó que Carie había intentado convencer a Absalom de abandonar China para salvar a sus hijos moribundos.

—¿Y tu madre aún quiere irse de China? —pregunté.

—No, ya ha desistido. —Pearl hizo una pausa antes de proseguir—. Las visitas con las que mamá disfruta de verdad son las de los marineros de Estados Unidos. Les hace galletas al horno y eso les encanta. Después de comer y beber vino, mamá y los marineros se ponen a cantar «Afar from Home» todos juntos, riendo y llorando al mismo tiempo.

Como Pearl había predicho, Carie se alegró mucho al enterarse de que yo estaba dispuesta a unirme a su coro de niños. Me llevó ante el piano para que cantara «Amazing Grace».

Carie me enseñó trucos para respirar al llegar a las notas altas. Así aprendí a no forzar la voz. Para ilustrar lo que decía, Carie comenzó a cantar otras composiciones. Me encantaba su voz, aunque no tenía ni idea de lo que cantaba. Le prometí que volvería para que me diera clases. Carie creía que mi voz mejoraría mucho con la práctica. Al cabo de un par de meses noté el cambio. Era capaz de llegar a las notas altas sin esfuerzo. Podía imitar la voz de Carie, y tenía además la capacidad de memorizar una canción una vez que ella me la enseñaba. Al poco tiempo Carie me invitó a cantar en el oficio dominical de Absalom. Yo entoné el cántico con claridad y emoción, como si entendiera la letra.

Pearl estaba orgullosa. La cara se le iluminó cuando Carie dijo: «¡Doy gracias a Dios por Sauce!».

Absalom también estaba impresionado. «Sigue así, hazlo por el Señor», me animó.

Yo sabía que en el fondo a papá no le interesaba mucho Dios aunque fingiera lo contrario. Supuse que yo podría hacer lo mismo. Lo que me gustaba era sentarme junto a Carie mientras tocaba el piano. Carie nunca me interrogaba sobre lo que sabía de Dios. Yo agradecía que no le importara tenerme a su lado en silencio. Ella decía que un niño no debía perderse el placer de la música. Carie cantaba lo primero que se le ocurría. Yo oía las estaciones del año en su voz. El sonido de la primavera era como el fluir del río Yangtsé en los arroyos. El del verano, como el roce del sol en la piel. El otoño se traducía en colores que agudizaban y hacían vibrar mis sentidos. El invierno adquiría un tono grave, evocando en mi mente una historia de nieve.

Sentada junto a Carie me sentía feliz. Sin embargo, de vez en cuando la tristeza embargaba mi alma. Solía ocurrirme en medio de un ensayo. Se me atragantaban las palabras y me venía abajo. Carie me rodeaba con el brazo.

«Tomémonos un descanso —sugería—. Te cantaré mi canción favorita».

Su música siempre conseguía animarme. Cuando Carie estaba de buen humor, cantaba a dúo conmigo. Me encantaba cómo sonaban nuestras voces juntas. Si fui haciéndome una idea de lo celestial, se debió a aquellos momentos que pasaba cantando con Carie.

«Ojalá pudiera llevarte a Estados Unidos, Sauce», me dijo Carie un día.

Carie me hablaba de su tierra natal. Decía que no tenía intención de vivir en China el resto de su vida. Seguir a Absalom hasta China e instalarse en la pequeña población de Chinkiang era su deber como esposa cristiana. No su decisión, recalcaba.

Pregunté a Pearl si compartía los sentimientos de su madre.

—Bueno, yo siento que pertenezco más a China que a Estados Unidos —respondió con toda naturalidad. Pearl no había estado en su país natal desde que tenía tres meses—. América es la tierra de mi madre y dice que también es la mía. —Tras hacer una pausa, añadió—: Ella viene de allí y allí le gustaría volver.

—¿Y tú? —quise saber.

—Yo no tengo ni idea de dónde acabaré.

Le pregunté si echaba de menos Estados Unidos. Se echó a reír.

—¿Cómo voy a echar de menos algo que no conozco?

Quise saber si conocía a sus parientes de allí.

—Sé cómo se llaman —contestó—, pero no los conozco personalmente. Mis padres hablan de mis tías, tíos y primos. Para mí son desconocidos. Las únicas personas que conozco aparte de mis padres y mi hermana son tu pueblo. Temo que un día mi padre decida regresar a América. No puedo ni pensar en marcharme de China.

Me la quedé mirando, tratando de imaginar el regreso.

—En cierto modo, es triste que mi madre no sea como su marido —prosiguió Pearl al cabo de un rato—. El hogar de Absalom está donde se encuentra la obra de Dios. Tanto le da el lugar donde viva, ya sea Estados Unidos o China. Mi madre vive con nostalgia. Para ella, su vida aquí es como un exilio. Se aferra al piano porque es de su tierra.

Yo ya me había fijado en cómo cuidaba Carie de su piano. Le había puesto zapatillas en las patas, elevándolo de la tierra apisonada para protegerlo de la humedad. En Chinkiang el agua entraba en las casas al final de la estación de las lluvias, lo que obligaba a colocar los muebles de madera encima de ladrillos. Cuando el agua subía mucho, poníamos tablones en el suelo para pasar de una habitación a la otra. El mayor temor de Carie era que el moho acabara al final con el piano.

Ensayábamos para la actuación de Navidad. Carie había traducido las letras del inglés al chino. Aunque yo era analfabeta en ambas lenguas, me gustaba más la versión anglosajona. Le dije que «Noche de paz» no me sonaba tan bonita en chino como en inglés.

«La belleza de una canción no debería importar tanto como su mensaje», contestó Carie.

La iglesia de Absalom recibió más asistentes que nunca; el canto de los niños atrajo a los transeúntes en Nochebuena. Por primera vez, vi una amplia sonrisa en el rostro de Absalom. Para celebrarlo, se quitó la cola de pelo postiza y se dejó suelto su cabello castaño que le llegaba por los hombros. A la gente le costó un rato acostumbrarse a su nuevo aspecto de occidental. Papá contó a nainai que Absalom necesitaba un éxito como aquel tras el duro viaje que había realizado hacía poco. Mientras predicaba en una aldea vecina, lo molieron a palos los lugareños, que nunca habían visto a un extranjero en su vida y pensaban que Absalom estaba allí con malas intenciones. Luego soltaron a los perros para echarlo del pueblo.

Pearl me enseñó el jardín de Carie.

—Mamá se ha propuesto crear un jardín a la americana, con plantas traídas de Estados Unidos. Esto es un cornejo, y esto una rosa Mister Lincoln, la preferida de mi madre.

—Parece una flor de mariposa china —dije, señalando el cornejo—. Y la rosa Mister Lincoln debe de ser prima de la peonía.

—Seguro que hay un parentesco entre ellas. Mamá dice que Dios creó la naturaleza del mismo modo que hizo a los seres humanos. Lo que vemos es la generosidad de Dios.

—¿Tú crees de verdad en Dios, Pearl? —quise saber.

—Sí —respondió—. Pero ya me conoces. También soy china. Una parte de mí no se entiende con mis padres, y tampoco les importa.

—¿A ti también te confunde? —le pregunté con cuidado—. Me refiero a Dios.

Pearl apartó una piedra del camino de un puntapié.

—Me duele que Dios no responda a las plegarias de mi madre.

—¿Está enfadada con Dios?

—Mamá está enfadada con papá, no con Dios —explicó Pearl—. Sigue sin poder aceptar las muertes de mis cuatro hermanos.

—¿Y por eso no predica, aunque hable chino mucho mejor que Absalom? —pregunté.

Pearl asintió con la cabeza.

—Mamá quiere tener fe en la labor de papá, pero no logra convencerse a sí misma. Me ha dicho que le cuesta ver el lado bueno.

—Tu madre nos enseña la bondad de Dios.

—Mamá dice que ayuda a los demás porque eso le ayuda a curarse.

—Una mujer esconde el brazo roto bajo la manga —comenté, repitiendo algo que me había dicho nainai—. Tu madre abandonó a sus padres por su marido loco.

Pearl y yo descubrimos que Dios tenía un modo extraño de hacer que Carie consiguiera sus propósitos. Al principio, le resultaba imposible atraer a los chinos a la iglesia de Absalom, pero cuando comenzó a ayudar a la gente del lugar, atendiendo a enfermos y moribundos y administrando medicinas occidentales a personas y animales sin aceptar dinero o regalos a cambio, la iglesia comenzó a llenarse.

A Carie le preocupaba que yo me hubiera convertido en un motivo de distracción para los estudios de Pearl. Absalom discrepaba, diciéndole: «Pearl presta un gran servicio al Señor cuando aprovecha la oportunidad de influir en su amiga».

Para fomentar mi amistad con su hija, Absalom me regalaba cosas como un retrato de Cristo hecho por él. Absalom ponía a Pearl a trabajar conmigo empleando como herramienta su propia traducción de la Biblia. Nosotras, sin embargo, nos tomábamos las clases a broma. A Pearl le costaba concentrarse en cumplir con la labor de Dios. Solo cuando veíamos pasar la sombra de Absalom por la ventana, nos poníamos a recitar la Biblia en voz alta, adoptando un tono teatral.

Carie impuso a Pearl nuevas reglas para estar conmigo. Solo podía jugar una vez que terminaba de estudiar. Carie se encargaba de la educación de su hija en casa. Pearl recibía también clases de chino a cargo del señor Kung, un hombre entrado en los cincuenta y delgado como un palillo. Yo me sentaba a esperarla pacientemente en la puerta de su casa. Veía que Pearl se adelantaba a menudo al señor Kung. Se leyó Todos los hombres son hermanos antes incluso de que le dieran la clase. Pearl me había contado que la novela trataba de un grupo de campesinos pobres que, abocados a situaciones desesperadas, se habían hecho bandidos. Al final, la búsqueda de la justicia los convertía en héroes. El señor Kung se quedó impresionado al ver que Pearl había memorizado ciento ocho personajes de la historia, pero la criticó como habría hecho cualquier profesor chino.

—Una persona realmente inteligente… —El señor Kung hizo una pausa y se alisó la perilla con el índice y el pulgar antes de proseguir—… es aquélla que tiene la capacidad de ocultar su brillantez.

—Sí, señor Kung —respondió Pearl con humildad, y me guiñó el ojo.

Papá celebró el día que Absalom lo nombró «clérigo».

—Pensaba que, con suerte, podría convertirme como mucho en el portero de la iglesia —dijo con lágrimas en los ojos, sentado en el umbral.

Nainai rebosaba de felicidad.

—Hijo, prométeme que honrarás a Absalom capeando los temporales con él.

Papá se lo prometió como un hijo que sintiera auténtica devoción. Le contó que Absalom había empezado a formarlo para que pudiera hacerse cargo de la iglesia de Chinkiang.

—¿Qué hará el maestro Absalom cuando tú lo sustituyas? —quiso saber nainai.

—Ampliar horizontes. Tiene previsto adentrarse en las zonas rurales.

Papá confesó a nainai que, si bien se sentía honrado, le resultaba difícil asumir su compromiso con Dios.

—Absalom ha puesto a un perro a atrapar ratones —dijo nainai con un suspiro, temiendo que su hijo acabara fallando a Absalom.

Papá hacía todo lo posible por interpretar su papel. Aseguraba que nunca admitiría estar metido en aquello por dinero. Según contó a nainai, su nombramiento se debía a la lucha que mantenía Absalom con otro hombre de Dios.

—¿Hay otro hombre de Dios? —preguntamos nainai y yo.

—Un nuevo misionero que dice ser baptista —explicó papá.

—¿Absalom también es baptista? —quisimos saber.

—No, es presbiteriano.

En cuanto a lo que diferenciaba cada doctrina, papá reconocía que no lo tenía claro, aunque Absalom se lo había explicado.

—Para Absalom, Chinkiang es su territorio —concluyó papá.

El baptista era un pelirrojo fornido y ciego de un ojo. Solía dejarse caer por nuestra iglesia para contar a la gente que Absalom se equivocaba en todo. Señalaba, por ejemplo, el hecho de que solo salpicara de agua la cabeza de los conversos en lugar de remojarla bien.

Para los chinos aquello tenía su lógica. Si un poco de agua resultaba beneficioso para el alma, cuanta más se echara mejor, así que lo suyo sería que le empaparan a uno la cabeza.

Absalom estaba convencido de que aquel baptista se había propuesto echar por tierra su labor arrebatándole a sus conversos.

«Está sembrando dudas sobre mí entre ellos», se quejaba Absalom a papá.

Yo no supe cómo comportarme con el baptista cuando me lo encontré a la salida de la iglesia. Si lo rehuía, lo insultaba. Así pues, opté por esperar a que terminara su prédica sobre la inmersión.

Nuestro encontronazo disgustó a Absalom, que juró venganza.

Nainai predijo complacida:

—A río revuelto, ganancia de pescadores.

El pescador, en aquel caso, era papá.

Él asintió.

—He oído a Absalom gritar a su mujer: «¡He trabajado con tesón y sufrido todo tipo de adversidades para inculcar los principios del cristianismo entre los infieles!» —exclamó papá, imitando a Absalom—. «¡Sería todo un robo religioso que mis futuros feligreses se sumaran a la gloria del baptista!».

—¿Tan grave es? —se preguntó nainai.

—Para Absalom, sí —respondió papá—. ¿Por qué sino iba a nombrarme clérigo? Absalom no es tonto.

—Más vale que no te metas —le advirtió nainai.

Papá sonrió.

—Cuanto más dure la disputa entre ellos, mejor para mí.

—Como asno tullido en puente ruinoso, tarde o temprano habrás de caer —dijo nainai, negando con la cabeza.

—Ya no soy tan mal bicho como piensas —replicó papá—. No seré yo quien traiga el desprecio a la iglesia de Absalom. Al final ganará él.

—Yo solo quiero morir con la conciencia tranquila.

Los ojos de nainai se llenaron de lágrimas.

Papá sacó una sarta de monedas de cobre y las dejó junto a la almohada de nainai.

—Absalom me ha dado dinero para tus medicinas, madre.

Nainai se tapó la cara con las manos y se echó a llorar.

—¿Dónde está Absalom ahora? —pregunté a papá.

—Viajando por el campo. Puede que ahora mismo esté dirigiendo una clase de estudio.

—¿Da clases?

—Sí.

—¿Y qué enseña?

—Historia de la Biblia, filosofía, religiones, griego y hebreo. Difunde el Evangelio.

—¿Acepta a mujeres como discípulas?

—No, entre los discípulos de Absalom solo hay hombres.

—¿Hasta dónde va a ir?

—Hasta donde pueda llegar. —Tras una breve pausa, papá añadió—: Es un hombre ambicioso. Seguro que su Dios cristiano conquistará un día China.

Papá me contó que le asombraba el hecho de que jóvenes chinos cultos estuvieran dispuestos a seguir a Absalom.

—Ha convertido incluso a chinos musulmanes. —Papá se rascó la nuca incrédulo—. Creo que es el modo en que libra la guerra de Dios lo que atrae a la gente joven. Es un hombre entregado a su labor y terco a más no poder. Un fanático, por así decirlo. Los jóvenes veneran su energía y determinación. Absalom vende la victoria de Dios, más que cualquier otra cosa. La gente quiere seguir a un hombre fuerte, a un guía.

—¿Cómo puedes ser clérigo si no crees en Dios al cien por cien? —pregunté a papá.

—No levantes la voz, hija mía —me pidió papá, avergonzado—. Guarda mi secreto. Según Absalom, algún día recibiré la llamada de Dios.

—¿Esperas que así sea?

—Sí, y debo ser paciente.

—Espero que hables en serio.

—No lo dudes —juró papá.

El invierno de 1899 fue de una crudeza atroz. Cielo y monte se fundieron en un remolino glacial de viento y nieve, algo inusitado en el sur de China. Por la mañana los valles amanecían silenciosos bajo un manto blanco. El tiempo ayudó a que papá consiguiera llenar la iglesia como había prometido a Absalom. Atraídos por el calor del fuego que ardía en su interior, los pobres se reunían bajo el retrato de Jesucristo y oraban.

Papá predicaba la Biblia a su manera, no como Absalom. La explicaba como si se tratara de una historia china. Preparaba el material con cuidado para que siempre tuviera un principio lleno de suspense y un final satisfactorio.

Al regresar Absalom de sus viajes, se mostraba contrariado ante la exageración y las invenciones de papá, sobre todo cuando lo oyó comparar a Jesús con héroes populares chinos, incluido el imaginario rey Mono. Papá arguyó que dicho personaje tenía tan buen corazón como Jesús. Papá se había propuesto hacer lo que fuera para que la gente siguiera yendo a la iglesia.

«De ahora en adelante, cíñase a la Biblia —le ordenó Absalom—. Haga hincapié en que la vida de los fieles habrá de transitar por una senda de penuria y sacrificio».

Papá lo convenció para que le permitiera al menos mencionar el budismo. «Emplearé el concepto como un medio para allanar el camino hacia el cristianismo», le prometió. En respuesta a las dudas de Absalom, papá contestó: «A nadie le gusta que le digan que su religión es mala y absurda».

La gente acudía a la iglesia, pero nadie accedía a convertirse. Papá apeló a su ingenio para echarle imaginación. Inspirándose en los adivinos locales, copió los dibujos de la Biblia en cartas que después utilizaba para jugar con los vecinos. La recompensa por sumarse a la iglesia y obedecer a Dios sería buenas cosechas, hijos y longevidad. Para describir el castigo, papá tomó prestados escenarios del infierno chino, donde hombres y mujeres eran despedazados para dar de comer a las fieras.

Pearl se echó a reír cuando papá cambió los nombres de los santos cristianos por dioses chinos. Por ejemplo, a María la llamó Guan Yin.

«Absalom se arrancará los pelos cuando se entere», dijo Pearl.

Le pregunté si echaba de menos a su padre en su ausencia. Me respondió que no. «No lo conozco lo suficiente para echarlo de menos». Pearl adoraba a papá y le parecía divertido y creativo. Lo que más le gustaba eran los pareados y acertijos que papá se inventó para Año Nuevo con frases sacadas de la Biblia. Daba a la gente palitos de la Biblia para dibujar… una idea que robó del templo budista, donde los palitos de la suerte formaban parte de la ceremonia de culto.

Absalom siguió quejándose y llegó incluso a amenazar a papá con despedirlo. Sin embargo, se quedó impresionado con los resultados. La concurrencia era más nutrida que nunca. La iglesia de Chinkiang había llegado a conocerse en toda la provincia, aunque todavía no contaba con suficientes conversos.

Nuestros padres nos pidieron a Pearl y a mí que influyéramos en nuestros compañeros de juegos. A mí me incomodaba hablar de un dios extranjero. Pearl compartía mis sentimientos. Lo que hacíamos era sobornar a los niños con juegos y comida a cambio de que prometieran acudir a la iglesia los domingos. El problema era que, una vez familiarizados con las historias de la Biblia que contaba papá, querían escuchar otras o si no dejaban de venir. Mientras tanto, llegó la primavera… y los peones abandonaron sus casas para ir a trabajar al campo.

A papá le preocupaba que, al regresar de su último viaje, Absalom se encontrara con una disminución del número de asistentes a la iglesia. Papá no quería perder su empleo. Cada noche se afanaba en buscar la manera de renovar las historias de la Biblia.

Pearl y yo pasamos varios domingos sentadas al fondo de la iglesia, escuchando a papá dirigirse a una sala casi vacía. A Pearl no parecía molestarle el descenso de público. Seguía enfrascada en la lectura de sus libros.

Yo me preguntaba qué haríamos si papá perdía su trabajo. La enfermedad de nainai había empeorado durante el invierno. Las medicinas ya no surtían efecto. Nainai se resistía a avisar a un médico por miedo a que la deuda fuera en aumento. Ante la idea de perderla, se me llenaron los ojos de lágrimas. Al levantar la barbilla para contener el llanto, me fijé en que ocurría algo extraño en el techo de la iglesia. Las vigas estaban cubiertas con puntos de color marrón. Me acerqué a Pearl y le señalé lo que veía. Ella se preguntó si serían bichos.

Durante los días siguientes nos dedicamos a observar el techo. Los bichos no se movían. Al cabo de una semana vimos que habían aumentado de tamaño y estaban convirtiéndose en hojas verdes.

—¡Las hojas están creciendo! —exclamamos Pearl y yo emocionadas, mirándonos.

En cuestión de una semana las hojas verdes ocuparon todo un rincón del techo. Luego comenzaron a extenderse hacia la ventana y de ahí a la parte superior del dintel de las puertas. Llamamos a todos nuestros amigos para que acudieran a verlo. Así lo hicieron y, cuando volvieron a sus casas, relataron a sus padres el milagro verde que habían visto en el techo de la iglesia.

Al final averiguamos que aquellos indicios de vegetación eran brotes de sauce. Las vigas estaban hechas con troncos de sauce y, aunque éstos se hallaban pelados, habían revivido al calor de la primavera.

La noticia de que el dios extranjero estaba dando muestras de su existencia propició que la gente volviera en tropel. Papá llamó al techo de la iglesia el Jardín de Dios. El lugar estaba abarrotado el día que Absalom regresó. Las vigas de sauce se veían florecientes, con brotes nuevos que tenían de un metro cincuenta a más de dos metros de longitud. Con la brisa que entraba por la ventana, las hojas se mecían cual mangas de bailarines por toda la sala.

Con Absalom a su lado, papá leyó un pasaje del libro del Apocalipsis. La concurrencia escuchaba mientras disfrutaban del milagro de Dios in situ. Abejas, mariposas y aves entraban y salían de la sala, revolucionando a los más pequeños.