3

LAS casas de té celebraban la primavera organizando fiestas. «Hombres de letras» se reunían en torno a camelias, melocotoneros y ciruelos en flor y componían poemas. A papá le encantaban las fiestas y a mí las flores de los melocotoneros, que parecían nubes rosadas. Luego venía la estación húmeda de abril. En el sur de China la lluvia no caía en forma de chaparrón, sino en una densa niebla que lo cubría todo. Cuando sacaba un brazo por la puerta, no notaba que me cayeran gotas. Pero en cuanto salía al exterior, me envolvía un manto de agua. A los diez minutos de estar caminando, acababa con la ropa empapada. Si me pasaba una mano por la cara, me quedaba toda mojada. El cabello se me aplastaba poco a poco, y se me pegaban los pelos al cráneo.

En cuestión de un mes el río crecía varios centímetros. El agua y el cielo se fundían en un solo gris. Se veían sapos, anguilas, lombrices y sanguijuelas por doquier. Los caminos de tierra se convertían en barrizales casi impracticables. El bambú crecía con tanta fuerza que cuando llegaba el verano cubría la ladera sur de las colinas.

Yo tenía los dientes verdes de mascar algodoncillos. Acababa de cumplir nueve años. Cada vez me resultaba más difícil contener las ganas de robar. Pensaba mucho en un muchacho que nos había visitado durante el Año Nuevo chino anterior. Era un pariente lejano y tenía diecisiete años. Se llamaba San-bao. Trabajaba como aprendiz del herrero local. En lo que pensaba realmente era en las nueces de soja que había prometido regalarme. Me preguntaba cuándo cumpliría con su promesa.

Mis piernas me llevaron hasta el taller de San-bao. Lamenté no ir mejor vestida. A San-bao le sorprendió verme. Iba con un delantal sucio y los hombros al descubierto. Era un joven fuerte y jovial con una mandíbula de caballo. Bajo la piel se le marcaban unas venas gruesas que parecían lombrices. San-bao dejó el mazo y me preguntó cuál era el motivo de mi visita.

No podía contarle la verdad. No podía decirle que había ido allí por las nueces de soja. Le respondí que pasaba por allí sin más. Él sonrió con regocijo.

—¿Has comido? —me preguntó al cabo de un instante.

—No. —Me dio vergüenza contestar tan rápido.

—¿Qué te apetece?

Antes de que pudiera morderme la lengua, se me escapó:

—Unas nueces de soja estarían bien.

—Ah, claro, nueces de soja —repitió San-bao, recordando su promesa. Me pidió que esperara un momento y se metió en el taller. Al salir, me dijo—: Vamos a dar una vuelta y te compro las nueces de soja.

En cuanto San-bao las pagó, cogí la bolsa.

—No, aún no —dijo San-bao, quitándome las nueces—. No quiero que los niños mendigos se abalancen sobre ti. Vamos a buscar un sitio tranquilo donde sentarnos.

Lo seguí hasta la parte de atrás del viejo cementerio, donde las malas hierbas llegaban hasta la cintura. Vi unos cuervos negros alzar el vuelo y unos ratones de campo corretear entre los arbustos de bayas silvestres. Nos sentamos. San-bao me observó mientras yo comía las nueces de soja. En cuanto me las acabé, me rodeó los hombros con el brazo.

—Me porto bien contigo, ¿verdad? —me preguntó.

Yo asentí, sintiéndome un tanto incómoda.

—Hazme un favor —dijo, cogiéndome la mano para ponerla sobre su entrepierna.

Yo me quedé horrorizada.

—No tienes por qué ponerte tan seria. —San-bao sonrió con sorna.

—Me voy a casa.

—Venga, Sauce.

—No, San-bao.

—Me lo debes. —La sonrisa se borró de su rostro y su voz se volvió fría.

Presa del miedo, me levanté y eché a correr, pero San-bao me alcanzó.

—¿De verdad crees que dejaría escapar un pato guisado?

San-bao me tiró al suelo de un empujón.

Yo forcejeé para intentar liberarme.

Él me cogió del cuello y me torció la cabeza hacia un lado.

—Tus nueces de soja me han costado un dinero.

—¡Te lo devolveré!

—Si tú no tienes dinero.

—Buscaré la manera de conseguirlo.

—¡Lo quiero ahora mismo!

—No tengo.

—Sí que tienes. Tienes algo que me gusta. Lo único que tienes que hacer es dejarme que te lo toque… —Me metió la mano por debajo de la ropa.

—¡San-bao, por favor!

—Sauce, no me lo pongas difícil.

—¡Suéltame!

—No me obligues a hacerte daño.

—¡No!

—¡Zorra!

—¡No!

Apretó mi cara contra el suelo para que dejara de gritar.

Yo agité brazos y piernas, pero él era demasiado fuerte.

Me desgarró la ropa.

Le rogué que parara.

Él se negó y se subió encima de mí.

Las fuerzas me fallaron y me vine abajo. No tenía forma de escapar. Me arrepentí de mi insensatez.

San-bao me giró la cara de lado y fue entonces cuando vi una sombra. Había una silueta escondida detrás de una lápida de piedra.

Un gorro de punto negro que me resultaba familiar revelaba su identidad.

—¡Socorro! —grité.

Antes de que San-bao pudiera reaccionar, Pearl se acercó corriendo a él y le golpeó con una roca grande.

San-bao cayó al suelo al instante y allí se quedó, inmóvil.

—Oh, Dios mío. —Pearl dio un paso atrás—. ¿Lo he matado?

Yo me puse de pie, jadeando.

Pearl se agachó y puso un dedo bajo la nariz de San-bao.

—¡No está muerto! —dijo—. ¿Le pego más?

—¡No, no más! —suplicó San-bao, tratando de levantarse.

—¡Mereces morir! —espeté.

Pearl cogió la roca de nuevo.

—¡No!

San-bao se puso de pie y echó a correr.

Pearl lo persiguió hasta perderlo de vista.

Mi corazón estaba henchido de gratitud.

Pearl volvió y me sacudió la ropa.

—Gracias por venir en mi ayuda, amiga —le dije.

—¿Quién es amiga tuya? ¡Mentirosa! —me soltó, apartándose de mí.

—Pearl, perdóname, por favor. Haré lo que sea para hacer las paces contigo.

—¿Esperas que confíe en ti? —Me miró, furiosa—. Le robaste la cartera a mi padre y te gastaste su dinero; le cogiste las tortitas a Wang Ah-ma y mentiste a mi madre… ¡Pedazo de burra!

Dicho esto, se echó a andar colina abajo, balanceando la cesta que tenía en la mano.

Intenté contener las lágrimas.

Pearl cantaba una tonada china que yo conocía muy bien. Su voz resonaba en el monte. Las vistosas flores silvestres que llevaba en la cesta iban dando botes bajo el sol radiante:

Flor de jazmín, dulce flor de jazmín,

tu belleza y fragancia es lo

mejor de la primavera.

Me gustaría cogerte y

llevarte prendida en mi cabello,

pero temo que no sería de tu

agrado y no volverías el año que viene.

Un vocerío llenaba la iglesia de los domingos. Los hombres intercambiaban opiniones acerca del tiempo y los métodos para combatir las plagas. Las mujeres charlaban mientras tejían, bordaban y zurcían. Alguien chilló desde la otra punta de la sala. Los niños se lanzaban piñones. Las madres atendían a sus bebés y gritaban a sus hijos más mayores. Absalom no fue capaz de hacer callar a la multitud hasta que papá tocó la campana de un mercante.

—Amigos, el monje occidental necesita nuestra ayuda —anunció papá, alzando la voz—. En mi opinión, Absalom no ofrece una alternativa sino un trato mejor. A ver, hemos alimentado a nuestros dioses y están gordos y contentos. Pero ¿qué han hecho ellos por nosotros? Nada. Pues bien, amigos, ahora me gustaría que analizarais detenidamente el Dios de Absalom, Jesucristo. Fijaos en su apariencia. Cualquiera que no esté ciego os dirá que trabaja más duro que los dioses chinos. Por eso os pido que escuchéis a Absalom.

Absalom aprovechó la oportunidad.

—Hoy quiero hablaros del bautismo de Cristo. —Sacó un dibujo y lo señaló—. Estos hombres son Cristo el Señor y Juan.

Vi dos figuras de pie en un río, donde celebraban una ceremonia. Tanto Juan como Jesús tenían facciones casi orientales, con la nariz más pequeña y los ojos un tanto rasgados. Absalom había aceptado finalmente el consejo de papá. Había suavizado los ojos hundidos y achatado las narices puntiagudas, rasgos propios de los occidentales. Cristo tenía ahora los lóbulos de las orejas más largos, parecidos a los de Buda.

Papá me contó que al principio Absalom estaba empeñado en representar a Jesucristo con una barba poblada. No consintió en recortársela hasta que papá no le convenció de que ningún chino rendiría culto a un dios con cara de mono.

«El rostro de Buda cambió al pasar de la India a China». Papá mostró a Absalom la diferencia entre el Buda indio inicial y su versión china posterior, con los ojos más pequeños y la piel más clara y lisa. Los escultores chinos procuraban que tuviera aspecto de bien alimentado. Con los ojos medio cerrados, el Buda chino parece estar a punto de echarse una cabezada después de una buena comida.

El día que Absalom bautizó a papá fue todo un acontecimiento para la ciudad. Todo el mundo quería ver a papá remojarse en el río como una empanadilla en salsa de soja. Fue la primera vez que Pearl y yo nos sentamos juntas. Ambas habíamos estado intentando ayudar a nuestros padres a atraer a una multitud.

Absalom y papá estaban metidos en el río frente a frente, con el agua hasta la cintura. Absalom iba con su túnica gris oscuro, y papá, con su traje de algodón blanco lavado. Papá tenía la cara colorada y parecía nervioso, mientras que el rostro de Absalom se veía serio y solemne.

—Sumergirse en las aguas implica confesar la culpa y pedir perdón —explicó Absalom con su marcado acento en chino.

Papá repitió las palabras de Absalom.

—¡Emprende un nuevo comienzo! —gritó Absalom—. ¡Ven a la luz que ilumina la Cruz!

Papá trataba de estar quieto, pero no podía.

—¿Cuándo tengo que respirar? —preguntó.

Sin prestarle atención, Absalom siguió recitando.

—«Llévame hasta el mar y arrójame a él», dice Jesús.

—Dígame cuándo —le pidió papá.

—Aguarde. —Absalom lo sujetó.

—Tengo miedo de ahogarme —dijo papá—. En serio.

—Confíe en Dios.

Absalom tiró de papá hacia atrás con cuidado hasta meterle la cabeza bajo el agua.

La multitud contuvo la respiración.

—¡Jesucristo el Señor nos guía en el buen camino! —anunció Absalom.

La multitud aplaudió con entusiasmo.

Papá se quedó paralizado. Al surgir del agua, volvió a sumergirse de inmediato.

—Papá, ¿qué haces? —grité.

—Está aceptando la muerte de Cristo —susurró Pearl.

—¿Por qué?

—Por sus pecados y los de la humanidad.

Papá apareció de nuevo, echando agua como una fuente. No se había ahogado, lo cual me tranquilizó. Vi a nainai entre los presentes, secándose las lágrimas. La noche anterior nos había dicho que le gustaba la idea de que su hijo fuera a purificarse.

—Y Dios dice: «¡Éste es mi amado hijo!» —prosiguió Absalom, alzando la voz—. ¡Ésta es la anticipación de su muerte en la Cruz y su Resurrección!

Guiado por Absalom, papá salió del río.

—¡Siento a Dios y su Voluntad! —dijo papá a la muchedumbre—. Gracias a Jesús, he dejado atrás una existencia malograda. ¡Comienzo ahora una nueva vida!

Yo estaba segura de que papá hacía aquello como muestra de gratitud hacia Absalom.

Como si le conmoviera la transformación de papá, Absalom levantó los brazos al cielo y dijo con ímpetu:

—¡Alabado sea el Señor!

Como si de un dúo musical se tratara, papá y Absalom se presentaban juntos para dirigirse a aquéllos que se congregaban en la iglesia los domingos. La gente sentía curiosidad al oír hablar de la nueva fortuna que había deparado a papá la bendición recibida por parte del dios extranjero. Acudían con la esperanza de poder gozar de la misma protección.

Papá ofrecía una actuación extraordinaria en nombre de Absalom.

—Vivimos en un infierno poblado de demonios —decía papá a modo de introducción con el mismo entusiasmo que mostraba al recitar sus poemas chinos—. Presa de nuestro destino, caemos en las garras del mal, cautivados por espíritus mezquinos. Los que quemamos incienso, los culis, los fracasados, los jugadores, los borrachos, los ladrones, los sordos y ciegos. Desterrad de una vez por todas vuestros temores, pues Jesús está aquí para ayudaros. No tenéis más que emprender una nueva vida con Absalom como guía.

Papá se dirigió a Lila, la viuda de diecisiete años conocida en toda la ciudad que trabajaba vendiendo huevos, para preguntarle:

—¿Me equivoco al pensar que Buda no ha atendido ninguna de tus plegarias?

—No, está claro que no lo ha hecho —contestó Lila.

—¿Estás perdiendo la fe en él?

—Temo decir que sí, pero así es.

—Estás decepcionada.

—No querría ofender a Buda, pero sí, lo estoy.

—Lila, llevas visitando el templo desde que naciste. Con el incienso que has quemado podría hacerse una colina. Y dime, ¿ha cambiado tu vida para bien? Te compraron y vendieron en dos ocasiones. Te casaste con un hombre enfermo que estaba moribundo. Te obligaron a dormir con la cosecha para equilibrar sus elementos yin y yang. Escapaste por los pelos de tus suegros. Llegaste a Chinkiang sin amigos ni familia y así sigues. ¿Has puesto en duda alguna vez al dios que veneras?

Lila negó con la cabeza y rompió a llorar.

—Bueno, ¡plantéate tu decepción como una inversión! —le sugirió papá.

—¿Cómo una inversión? —repitió Lila, con los ojos como platos.

Absalom frunció el ceño.

Papá nunca había cometido un desliz como aquél al hablar.

—Una inversión que te sirva de advertencia para no seguir haciendo malas elecciones, ¡e impedir así que acabes presa de espíritus malignos por siempre jamás!

—Pero ¡si no he hecho más que quemar incienso! —protestó Lila—. ¡No merezco tener mala suerte de por vida!

—¿Te has preguntado alguna vez qué motivo hay para que la mala suerte te persiga? —inquirió papá.

Lila negó con la cabeza.

—¿Por qué a ti y a nadie más?

—¿Por qué?

Para hacer entender su razonamiento, papá se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño derecho.

—¡Porque has estado venerando al dios equivocado!

Lila se quedó atónita.

—El Dios cristiano dice que mereces la oportunidad de tener una vida mejor. ¡Sí, tú, Lila! —Al igual que un cantante de ópera, papá se hizo con el escenario—. ¡Dios me dice que Lila merece la misma oportunidad que su amado hijo, Jesucristo el Señor! ¡Haz que tus deseos sean escuchados!

—No dudaría en hacerlo —dijo Lila con un hilo de voz—. Pero ahora mismo lo que más deseo en este mundo es que mis huevos tengan la oportunidad de convertirse en pollos.

Yo admiraba a Lila porque nunca se quejaba de su desgracia. Siempre se mostraba amable y jovial. Tenía la demanda de huevos totalmente asegurada antes del invierno. Aquel año Lila me veía ya lo bastante mayor para ayudarle a separar los buenos de los malos. Así pues, me contrató. Lo que me sorprendió fue encontrarme allí también a Pearl.

Me enteré de que Pearl llevaba visitando a Lila desde pequeña. La huevería era su lugar de juegos. Lila la adoraba porque Pearl era una ayudante digna de toda confianza. Carie le decía que permitía a su hija estar allí porque lo veía como una experiencia de aprendizaje. Pearl se lo pasaba tan bien que olvidaba volver a casa. Wang Ah-ma tenía que ir a buscarla y sacarla a rastras al final del día.

A petición de Lila, Pearl me enseñó el oficio. Aprendí que se necesitaba un mes y medio para incubar los huevos. Pearl me enseñó a separarlos de la cesta principal. Sacábamos los que eran excesivamente pequeños, los que tenían la cáscara demasiado fina o la yema rota y los que llevaban guardados más tiempo de la cuenta.

Pearl me contó que lo que más le gustaba era mirar los huevos al trasluz. Eso se hacía cuando Lila cerraba la huevería, dejando en la puerta un pequeño agujero por donde entraba la luz del sol. Pearl y yo nos turnábamos para sostener los huevos frente al agujero, lo que se llamaba «la primera revisión». El objetivo consistía en ver si la yema contenía una perla. La presencia de una perla indicaba que la gallina había recibido la visita de un gallo, lo que significaba que el huevo se convertiría en un polluelo.

Tras examinarlos, colocábamos los huevos seleccionados en cestas forradas de algodón para que mantuvieran el calor. Lila guardaba las cestas bajo su enorme cama de ladrillo situada detrás de la lumbre. Teníamos que esperar cuatro días para «la segunda revisión».

El propósito de esta segunda inspección era ver si la perla había aumentado de tamaño. Lila nos enseñó a sostener el huevo en la palma de la mano para girarlo hacia delante y hacia atrás en busca de una sombra: la perla. No era una tarea fácil y requería un ojo experto. Hecho esto, descartábamos los huevos que no habían crecido y volvíamos a poner los que valían en las cestas forradas de algodón para dejarlos luego bajo la cama de Lila.

Repetíamos la operación cada cuatro días, en lo que Lila llamaba «la tercera revisión» y «la cuarta revisión». Cuando conseguíamos ver la sombra con claridad, pasábamos todos los huevos que había en las cestas de debajo de la cama de Lila a unos recipientes de barro que contenían una mezcla de tierra y paja. Su interior parecía una cueva caliente. Debajo se encendía un fuego diminuto para mantener los recipientes a la temperatura indicada. Según Lila, aquél era el paso más crítico. Si el calor era excesivo, los huevos acabarían cocidos. Si no era suficiente, la perla no se convertiría en un polluelo.

Para Lila, el éxito o el fracaso de todo un año dependía de unos cuantos días. Lila invocaba a todos los dioses que tenía colgados en las paredes. Quemaba incienso y celebraba ceremonias para rogarles su bendición. Aquel año incluyó una imagen de Jesucristo.

Me dieron ganas de echar un vistazo al interior de los recipientes, pero Pearl no quiso secundarme, fiel a la orden de Lila, que cuidaba de los huevos como una gallina clueca. Vigilaba los recipientes día y noche, añadiendo y quitando paja del fuego. Ya ni hablaba más que en susurros, por temor a perturbar el reposo de los huevos.

Yo veía a Pearl hacer dibujos de Lila, que dormía con la boca abierta. Antes de quedarse dormida, había estado hablando del dinero que ganaría por incubar los huevos. En dos semanas se había quedado chupada. No tenía tiempo de comer ni dormir. Temía que la temperatura fallara y le destruyera la pollada. Se le veían los ojos rojos y las mejillas hundidas. Pearl y yo evitábamos hablar con ella porque estaba nerviosa e irritable.

Cuando Lila apagó el fuego, supimos que el invierno había llegado a su fin. En unos días el aire se calentó. La primavera se presentó con humedad, un factor contra el que tuvimos que luchar.

Entre las tres sacamos los huevos de los enormes recipientes de barro para airearlos. Los colocamos sobre la cama de ladrillo de Lila, con un lecho de algodón debajo. Lila nos envío a Pearl y a mí a avisar a los granjeros que ya había llegado el momento de que fueran a recoger a sus polluelos.

Nos hizo mucha ilusión ver aparecer sus picos diminutos, con los que rompían el cascarón para luego salir con esfuerzo de él. Cuando todos los pollitos estuvieron fuera, Pearl lo describió como una gran fiesta de cumpleaños.

—¡Qué bonitos! —exclamó, refiriéndose a los polluelos que daban saltitos en sus manos.

Lila estaba demasiado cansada para celebrarlo. Apoyada en la pared, se puso a roncar mientras Pearl y yo contábamos los pollitos antes de meterlos en las cestas para que se los llevaran. Lila reía y lloraba en sueños, con su cara radiante de gozo.

—¡No por mucho madrugar amanece más temprano! —gritó—. ¿Tengo razón?

—¡Tienes toda la razón del mundo, Lila! —contestamos Pearl y yo.

Dicho esto, le ayudamos a meterse en la cama, donde durmió varios días seguidos.