CUANDO ABSALOM nos mostraba sus dibujos basados en la Biblia, yo le preguntaba por los hombres de barba que llevaban aros dorados en la cabeza.
—¿Qué hacen caminando por el desierto envueltos en sábanas?
Absalom no sabía que yo solo le hacía preguntas para distraerlo, y así poder seguir robando.
A Absalom le costaba concentrarse, interrumpido como se veía por los gritos de la gente.
—Maestro Absalom, ¿cuándo conseguiremos comida? ¿Por qué no le pide a Dios que nos traiga comida ya?
Mientras Absalom seguía con su discurso, los niños le tiraban de los brazos y lo empujaban.
—¿Quién es la Virgen? ¿Quién es María?
—¿Quién es la Inmaculada? —pregunté en voz alta, pegándome a él como una lapa, con las manos dentro de sus bolsillos.
Para cuando Absalom me bendijo con un «Jesús te ama», yo ya le había quitado la cartera.
Tras meterme la cartera en el bolsillo con disimulo, me eché a correr por una callejuela en dirección a las afueras de la ciudad. Al sentir que me perseguían, atajé por un camino escabroso. Con todo, seguí notando aquellos ojos azules clavados en mi espalda. Pertenecían a una niña blanca como la nata que llevaba un gorro de punto negro. Era un poco más pequeña que yo. Siempre estaba sentada en un rincón de la iglesia, con un libro encuadernado en cuero en las manos. Su mirada parecía decir: «Te he visto».
Yo ya sabía quién era. Se trataba de la hija de Absalom y Carie. La criada de la familia la había llamado Pearl. La niña hablaba con la sirvienta en el dialecto de Chinkiang. Su madre y su padre no parecían necesitarla nunca; siempre estaba sola, leyendo.
Para deshacerme de ella, corrí lo más rápido que pude hacia el monte. Pasé los campos de trigo y algodón y, después de un par de kilómetros, me detuve. Al mirar a mi alrededor, me alegré de haberla perdido de vista. Respiré hondo y me senté. Estaba entusiasmada con mi cosecha.
Cuando me disponía a abrir la cartera, oí un ruido.
Alguien se acercaba.
Me quedé inmóvil, conteniendo la respiración.
Poco a poco giré la cabeza.
Detrás de mí, entre los matorrales, se hallaban aquellos ojos azules.
—¡Le has robado la cartera a mi padre! —gritó Pearl.
—No es verdad —contesté, imaginando la comida que se podría comprar con el dinero que había en aquella billetera.
—Sí que lo es.
—¡Demuéstralo!
—La tienes en el bolsillo.
Pearl dejó el libro e intentó meterme la mano en el bolsillo.
Yo la aparté de un codazo.
Ella cayó al suelo.
Yo agarré la cartera con fuerza.
Pearl se puso de pie. Sus labios rosados temblaban de rabia.
Nos miramos cara a cara. Me fijé en su frente cubierta de gotas de sudor. Tenía la piel blanca, como si se hubiera desteñido, y la nariz puntiaguda. Al igual que la cola postiza de su padre, el gorro de punto negro le servía para ocultar su cabello rubio rizado. Llevaba una túnica china bordada con flores de color añil.
—Dame la cartera o te las verás conmigo —me amenazó.
Yo le tiré un escupitajo.
Aproveché el momento en que se tapaba la cara con las manos para echar a correr.
Pearl atravesó los campos y subió y bajó una colina detrás de mí. Cuando logró cogerme, yo ya había escondido la cartera.
—Regístrame si quieres —le dije, levantando los brazos.
Ella así lo hizo, sin encontrar lo que buscaba.
Yo sonreí.
Pearl se quitó el gorro, jadeando. Unos rizos dorados le cayeron por la cara.
A partir de aquel momento me seguía a todas partes, y yo no podía robar. Me pasaba día y noche pensando en la manera de librarme de ella. Me enteré de que tenía una hermana menor, Grace. La criada china que cuidaba de ellas, Wang Ah-ma, llevaba mucho tiempo con la familia.
—Pearl y Grace se desviven por parecer chinas —les contaba Wang Ah-ma a sus amigas con las que se juntaba para hacer punto.
Se sentaban al sol a la puerta de la casa. Wang Ah-ma estaba tejiendo unos gorros nuevos para ambas. Con ellos se taparían su melena rubia para parecer chinas. Wang Ah-ma decía que tenía que darse prisa para acabarlos porque las niñas llevaban los gorros viejos ya raídos.
—Pobre Pearl, me suplica cada día que busque la manera de que le crezca el pelo negro.
—¿Y tú qué le has dicho? —le preguntaban las mujeres entre risas.
—Que coma semillas de sésamo negras, y ahora no hace otra cosa. Su madre pensaba que comía hormigas.
Antes de la siembra de primavera, los agricultores venían a la ciudad a proveerse de todo lo necesario para el año. Mientras los hombres compraban estiércol y llevaban a arreglar y afilar las herramientas, las mujeres se encargaban de revisar el ganado. En medio del ajetreo de puestos de comestibles y tiendas de suministros, yo buscaba la oportunidad para robar. Llevaba semanas sin tomar una buena comida.
Papá había empeñado casi todos los muebles que teníamos. Había desaparecido la mesa, los bancos y hasta mi propia cama. Ahora dormía en una estera puesta sobre el suelo de tierra apisonada. Los ciempiés me pasaban por encima de la cara en mitad de la noche. Nainai padecía una enfermedad que no tenía cura. Apenas podía moverse de la única cama que aún conservábamos. Papá se pasaba más tiempo con Absalom para ver si éste lo contrataba.
«Absalom necesita mi ayuda —decía papá cada día—. No sabe contar historias. La gente se duerme con él. Debería ser yo quien explicara sus relatos de la Biblia. Yo podría dar un nuevo rumbo a su negocio».
Sin embargo, a Absalom solo le interesaba salvar el alma de papá.
Una noche oí a papá comentar a nainai en voz baja:
—Sería una dote generosa.
Tardé un rato en entender a qué ser refería. Uno de sus amigos le había hecho una oferta para comprarme como su concubina.
—Pero ¿cómo vas a vender a Sauce? —Nainai se golpeó el pecho con el puño—. Si no es más que una niña.
—Para hacer dinero primero hay que tenerlo —le rebatió papá—. Además, necesitas medicinas. El médico ha dicho que estás empeorando…
—¡Mientras me quede un hálito de vida, ni se te ocurra! —espetó nainai, fuera de sí.
¿Y si moría nainai? Entonces me asusté. Por primera vez esperé que llegara el domingo para poder ir a la iglesia, donde Absalom hablaba del cielo y Carie servía comida. Papá y nainai querían unirse a mí, pero les daba vergüenza mostrar su desesperación delante de extraños.
La iglesia de Absalom se reducía a una sala con bancos. Las paredes eran de color barro. Absalom decía que el suyo era un dios humilde, que se preocupaba más por sus discípulos que por la apariencia de su templo. También decía que estaba recaudando fondos para construir una iglesia de verdad.
Me daban ganas de responderle que a la gente le traía sin cuidado su Dios y su iglesia. Si iban allí era por la comida. Esperábamos a que Absalom terminara de predicar.
Teníamos que aguantarlo. Yo gritaba de alegría cuando llegaba el momento de batir palmas y decir «Aaamén».
Después de comer nos sentíamos bien. Entonábamos canciones para dar gracias al Dios de Absalom. Carie nos enseñaba himnos y oratorios. El primero que Carie nos cantó se llamaba «Amazing Grace». Su chorro de voz sorprendió a todo el mundo. Tenía la profundidad de una canción china. Tanto que hizo vibrar toda la sala. Sonaba como la cascada de un manantial que bajaba de las montañas. La cara redonda y flácida de Carie adoptó una expresión de dulzura mientras proyectaba las notas hacia el techo sin esfuerzo.
Me enamoré de «Amazing Grace». Aquel canto me conmovió de un modo extraño. Aunque me crié escuchando óperas chinas, fue la canción de Carie la que me hizo pensar en mi madre. Nunca antes había sido capaz de imaginar el aspecto que tendría. Dicha canción me evocó su imagen, vívida y clara. Mamá era tan hermosa como una diosa china. Casi llegaba a oler su fragancia. Tenía un rostro ovalado y unos ojos de mirada tierna llenos de vida. Era bajita pero regordeta.
«Ven, mi niña —le oí decir—. No sabes cuánto deseaba verte».
Los ojos se me llenaron de lágrimas. Noté que no era la única que estaba enamorándose de «Amazing Grace[1]». Nainai quería que aprendiera la canción para que pudiera cantarla en su funeral.
Carie tenía un instrumento gigantesco que llamaba «piano». A menudo lo tocaba para acompañar su canto. Sus dedos bailaban sobre las teclas mientras ella permanecía sentada en un taburete con los bajos del vestido arrastrando por el suelo. Pasamos muchas tardes de domingo juntas. Carie me enseñó «Amazing Grace», palabra por palabra. Cuando volvía a casa, practicaba delante de nainai y papá:
Amazing Grace,
How seet the sound,
That saved a wretch like me.[2]
Yo entonaba igual que si cantara una ópera china, con una voz intensa y sonora:
I once was lost but now am found,
Was blind but now I see.[3]
A papá y nainai les gustaba mucho aquella canción y estaban impacientes por ver cómo seguía.
Tuve que decirles que aquello era todo lo que había logrado aprender por el momento.
Papá se quedó callado un rato antes de decir:
—Aunque «Amazing Grace» es una canción extranjera, habla de nosotros, pues estamos perdidos, confundidos y asustados.
Nainai se mostró de acuerdo con él.
—Sauce —añadió, volviéndose hacia mí—, haz que Carie te la enseñe entera; podría irme en cualquier momento.
Le pregunté si se iría al cielo y en tal caso si se reuniría con mi madre. Nainai asintió.
—A tu madre le encantaría oírte cantar «Amazing Grace».
Fui a ver a Carie y le rogué que me enseñara el resto de la canción. Ella se alegró muchísimo. Me sentó junto a ella frente al piano y comenzó a cantar:
The Lord has promised good to me,
His Word my hope secures;
He will my shield andportion be,
As long as life endures.[4]
Carie cambió la voz, adoptando un tono de ternura que me recordó el suave fluir de un arroyo a través de un prado:
And mortal life shall cease;
I shall possess within the veil,
A life of joy andpeace.[5]
A través de Wang Ah-ma nos enteramos de que Carie había perdido a cuatro de sus hijos después de llegar a China. «No conozco a ninguna mujer que haya pasado por algo peor… perder a cuatro varones», dijo Wang Ah-ma con un suspiro, levantando cuatro dedos.
Según ella, Carie tenía los nombres de sus cuatro hijos muertos grabados en el cabecero de la cama. «La señora habla con sus espíritus cada noche antes de dormirse».
La gente se preguntaba qué cosas comería la familia de Absalom y a qué sabrían.
—Queso y mantequilla —respondió Wang Ah-ma. Se metió un dedo en la garganta y se dobló para simular que le venían arcadas—. Huele a tofu podrido.
—¿Y Pearl? —pregunté.
—Pearl es distinta. Tiene un estómago chino. —Wang Ah-ma esbozó una sonrisa de aprobación—. Pearl come lo que yo como. Es fuerte como un roble.
—¿Quieres decir que no morirá como sus hermanos? —quise saber.
Wang Ah-ma bajó la voz hasta hablar en un susurro.
—No me explico que cuatro de los hijos de Carie tuvieran que morir. Y de la misma enfermedad. Padecían de lo mismo que los niños chinos. ¿Por qué los de aquí sobrevivían y ellos no? El cuerpo de Pearl ha aprendido a luchar contra la enfermedad como si fuera china. ¡Y vaya si lo ha logrado!
Buda es testigo.
Los que la escuchaban asintieron con admiración.
—¡Cuánto has hecho por tu señora, Wang Ah-ma!
El rostro de la sirvienta floreció como un loto de verano.
—Pearl come ración doble. Una en la cocina con los criados, y la otra con sus padres. La niña tiene un apetito increíble. Le encantan las nueces de soja y de loto y las algas asadas. Lo que más le gusta son las tortitas de cebolleta, que compro cada semana expresamente para ella.
Debería haberlo visto venir cuando Pearl me pilló. Yo tenía la boca llena de tortita, que había robado a Wang Ah-ma. Pearl esperó el momento oportuno para asegurarse de tener un testigo. Me sorprendió con la mano en el cesto de la criada, aunque esta ni se había dado cuenta de lo que ocurría.
Pearl me llevó a rastras ante Carie, que estaba sentada frente al piano.
Los vecinos la siguieron.
Avisaron a papá y nainai.
—De tal palo, tal astilla —gritaban los niños entusiasmados—. ¿Qué se puede esperar del ejemplo que da el padre?
—La he cogido con las manos en la masa —anunció Pearl.
Carie no miró a su hija, sino que se volvió hacia mí.
—Tú no lo has hecho, ¿verdad, Sauce? —me preguntó, cerrando la tapa del piano.
Temiendo que papá y nainai quedaran mal delante de toda la ciudad, mentí descaradamente.
—No, yo no he hecho nada.
Carie se levantó para saludar a papá y nainai.
—Perdonen —les dijo con voz dulce—, mi hija se ha equivocado.
—Pero ¡madre! —la interrumpió Pearl—. ¡Te digo que he sorprendido a Sauce in fraganti! —Pearl se volvió hacia Wang Ah-ma—. Ah-ma, por favor, cuéntale a madre la verdad…
—Señora —dijo la criada, dando un paso adelante—. Pearl no se ha equivocado…
Carie le hizo una seña con la mano derecha para que dejara de hablar y le dijo:
—Ah-ma, la sopa que tienes en el fuego está hirviendo.
—No está hirviendo, señora. Le acabo de echar un ojo.
—Pues ve a mirar otra vez —le ordenó Carie.
—Sí, señora —respondió Wang Ah-ma, asintiendo con la cabeza—, ahora voy. Pero le aseguro que Pearl tiene razón con lo de la tortita. Sauce la ha robado.
—No, Sauce no la ha robado —repitió Carie sin dirigir la vista a nadie.
Nainai y papá se miraron aliviados.
—¡Madre! —A Pearl le caían lágrimas por las mejillas—. ¡Huélele el aliento y verás cómo apesta a cebolleta!
—Basta ya, Pearl. —Carie hizo un ademán para dar por zanjada la discusión.
—Te lo juro por Dios. —Pearl se puso a llorar.
—Ve a poner la mesa —le mandó Carie—. Tu padre está al caer.
—¡Madre, no soy yo quien ha mentido!
—Yo no he dicho que hayas mentido, Pearl.
Aquella tarde lo pasé mal. Me notaba el cuello agarrotado, como si lo tuviera aplastado bajo una rueda de molino. Subí al monte para estar sola y no me moví de allí hasta que se puso el sol y vi regresar a los barqueros. La niebla comenzó a extenderse por la orilla del río. Los pulmones se me cargaron de humedad. Por la noche no pude dormir. Me corroía la vergüenza. El rostro lloroso de Pearl me rondó toda la noche. Lo primero que hice al levantarme fue reconocer ante papá y nainai que había cogido la tortita.
No les sorprendió.