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ANTES de ser Sauce fui Hierbajo. Mi abuela paterna, mi nainai, insistió en que era mejor llamarme Hierbajo. Creía que a los dioses les costaría más hundirme si ya estaba en el fondo. Papá discrepaba. «Los hombres quieren casarse con flores, no con hierbajos». Después de discutirlo, se conformaron con Sauce, un árbol considerado «lo bastante delicado para llorar y lo bastante duro para convertirse en aperos de labranza». Siempre me pregunté qué habría opinado mi madre de haber estado viva.

Papá me mintió acerca de la muerte de mi madre. Tanto él como nainai me contaron que mamá había muerto al dar a luz. Pero yo me había enterado de que no había sido así por los cotilleos de los vecinos. Papá había «alquilado» su mujer a los «palos desnudos», los solteros de la ciudad, para saldar sus deudas. Uno de los solteros la dejó embarazada. Yo tenía cuatro años cuando sucedió. Para librar a mamá de la «semilla bastarda», papá compró unos polvos mágicos a base de raíces a un herborista. Los mezcló con té y se los dio a beber. Mamá murió junto con la semilla. A papá se le partió el alma, pues lo que él quería era matar al feto, no a su esposa. No tenía dinero para comprar otra mujer. Estaba enfadado con el herborista, pero no había nada que hacer, pues le habían advertido del riesgo que comportaba el uso de aquel veneno.

Nainai temía que los dioses la castigaran por la muerte de mamá. Creía que en su siguiente vida sería un pájaro enfermo y su hijo, un perro cojo. Nainai quemó incienso y rogó a los dioses que le rebajaran la pena. Cuando se quedó sin dinero para incienso, lo robó. Me llevaba a mercados, templos y cementerios. No actuábamos hasta que no oscurecía. Nainai se movía como un animal a cuatro patas. Entraba y salía de arboledas de bambú y vestíbulos de ladrillo, detrás de colinas y alrededor de estanques. Bajo la brillante luz de la luna, el largo cuello de nainai se estiraba. Su cabeza parecía encogerse. Sus pómulos se afilaban. Sus ojos rasgados se encendían mientras recorría los templos con la mirada. Nainai aparecía, desaparecía y volvía a aparecer como un fantasma. Pero una noche se detuvo. De hecho, se desplomó. Yo ya veía que estaba enferma. Se le caían mechones de pelo y el aliento le olía a podrido.

«Ve a buscar a tu padre —me ordenó—. Dile que se acerca mi final».

Papá era un hombre apuesto que aún no había cumplido los cuarenta. Tenía lo que un adivino describiría como «la mirada de un rey antiguo» o «la energía del cielo y la tierra a la par», lo que significaba que era de frente cuadrada y mentón ancho. Tenía ojos de cordero, una nariz en forma de ajo que sobresalía de su rostro cual loma suave y una boca siempre dispuesta a sonreír. Lucía un cabello negro, abundante y sedoso. Cada mañana se lo peinaba y se lo recogía en una trenza mojada para que le quedara suave y brillante. Caminaba con la espalda recta y la cabeza levantada. Hablaba mandarín con acento imperial, sirviéndose de su voz como de un disfraz. Pero cuando perdía los estribos, su voz se despojaba de todo artificio. A la gente le chocaba que el señor Yee adoptara de repente un tono extraño. Desoyendo la opinión de nainai de que nunca vería realizadas sus aspiraciones, papá soñaba con trabajar un día como consejero del gobernador. Asistía a casas de té donde hacía alarde de su talento para la poesía clásica china. «Debo cultivar la agudeza mental y mis aptitudes literarias», solía decirme. A juzgar por el modo en que se presentaba, uno jamás hubiera imaginado que papá fuera un culi temporal.

Vivíamos en Chinkiang, una pequeña población alejada de la capital, Pekín, situada en la margen sur del río Yangtsé, en la provincia de Jiangsu. Nuestra familia era oriunda de la provincia de Anhui, una región dura donde la supervivencia dependía de una rutina interminable de esfuerzos físicos extenuantes. Mi familia trabajó durante generaciones la tierra fina y yerma de dicha región y tuvo que vérselas con la hambruna, las inundaciones, las langostas, los bandidos y los acreedores. Nainai se jactaba de ser ella quien había traído «suerte» a la familia Yee. Mi abuelo la había comprado cuando tenía cuarenta años. No se permitía mencionar que la adquisición había tenido lugar en una casa de alterne local. Cuando nainai estaba en la flor de la vida, tenía una silueta esbelta, con un cuello de cisne y unos ojos de zorro inclinados hacia arriba por ambos lados. Se pintaba la cara todos los días y se peinaba al estilo de la emperatriz. Se decía que a los hombres les bullía la sangre cuando nainai sonreía.

Cuando la familia cruzó el río Yangtsé y emigró al sur, nainai ya había dado tres hijos a los Yee. Papá era el mayor de todos y el único que fue al colegio. Mi abuelo esperaba sacar provecho de su inversión. Confiaba en que papá se convirtiera en contable para que la familia pudiera plantar cara a los recaudadores de impuestos del gobierno. Sin embargo, las cosas no salieron bien… el abuelo perdió a su hijo por la educación.

Papá se consideraba demasiado bueno para trabajar como culi. Con dieciséis años, tenía las costumbres caras y los sueños de los ricos. Leía libros sobre reforma política de China y mascaba hojas de té para refrescar su aliento a ajo de campesino. Una vida ideal, según contaba a los demás, consistía para él en «componer poemas a la sombra de ciruelos en flor», lejos del «ávido mundo material». En lugar de regresar a casa, papá viajó por todo el país, a expensas de sus padres. Un día recibió un mensaje de su madre. En él le informaba de que su padre y hermanos estaban gravemente enfermos, al borde de la muerte, a causa de una enfermedad infecciosa que se había extendido por su pueblo natal.

Papá se apresuró a regresar a casa, pero los funerales ya se habían celebrado. Los acreedores no tardaron en apoderarse de su casa. Nainai y papá cayeron en la pobreza y se convirtieron en culis.

Aunque nainai juró que recuperarían la prosperidad perdida, ya no gozaba de buena salud. Cuando yo nací, nainai padecía una afección intestinal incurable.

Papá se esforzó por mantener su «dignidad intelectual». Siguió escribiendo versos e incluso compuso un poema titulado «El dulce aroma de los libros» para el funeral de mi madre. Invocando una espiritualidad recién descubierta, afirmaba que sus palabras serían un regalo mejor que joyas y diamantes para acompañar a su esposa en su siguiente vida. Si bien papá no se diferenciaba de un mendigo en cuanto a posesiones, siempre procuraba ir sin piojos. Se recortaba la barba para tener un aspecto cuidado y nunca desperdiciaba la oportunidad de hacer mención de su «honorable pasado».

El honorable pasado de papá no significaba nada para mí. En los primeros años de mi vida, la comida era lo único en lo que pensaba. Me despertaba con hambre por la mañana y me acostaba con hambre por la noche. A veces no podía dormir de los zarpazos que notaba en el estómago vacío. Vivía en un delirio, obligada a escarbar en la basura en busca de sobras. Pese al sustento que pudiera reportarme un golpe de suerte inesperado o una buena cosecha, el hambre siempre volvía a llamar a mi puerta.

Cuando tenía siete años, en 1897, las cosas no hicieron sino empeorar. Aunque su salud había seguido deteriorándose, nainai estaba decidida a hacer algo para mejorar nuestra suerte. Recuperando su antigua profesión, comenzó a recibir a hombres en la parte de atrás de la choza. Cuando me daban un puñado de semillas de soja tostadas, yo entendía que era hora de desaparecer. Me echaba a correr por los arrozales y los algodonales hasta el monte y me escondía en las arboledas de bambú, donde me ponía a llorar porque no soportaba la idea de perder a nainai como había perdido a mi madre.

Por aquel entonces, papá y yo trabajábamos en el campo como peones. Él sembraba arroz, trigo y algodón y cargaba estiércol. Yo me encargaba de plantar soja a lo largo de las lindes de los campos. Nos levantábamos cada día antes del amanecer para ir a trabajar. Por ser pequeña, me pagaban menos que a un adulto, pero estaba contenta de poder ganar dinero. Tenía que competir con otros menores, en especial niños. Siempre demostraba ser más rápida que ellos cuando se trataba de plantar soja. Utilizaba un palillo para hacer un agujero y tiraba dentro una semilla. Después echaba tierra encima y la aplastaba con el dedo gordo del pie.

El mercado de culis donde nos empleábamos se cerraba cuando terminaba la siembra. Luego no había manera de encontrar trabajo. Papá se pasaba los días recorriendo las calles en busca de ocupación. Nadie lo contrataba, aunque lo recibían con buenos modales. Yo lo seguía por toda la ciudad. Cuando lo vi paseando por las montañas de alrededor, comencé a dudar de su seriedad para encontrar un empleo.

—¡Qué espléndida vista! —exclamó papá maravillado mientras contemplaba el paisaje que se extendía a sus pies—. Sauce, ¡ven a admirar la belleza de la naturaleza!

Miré. El ancho Yangtsé fluía caudaloso y de un salto se ramificaba en pequeños canales y arroyos que bañaban las tierras del sur.

—Más allá de los valles se ocultan antiguos templos construidos hace cientos de años. —Papá volvió a alzar la voz—. ¡Vivimos en el mejor lugar que existe bajo el sol!

Yo sacudí la cabeza de un lado a otro y le dije que el demonio que tenía en el estómago me había sorbido el juicio.

Papá negó con un movimiento de cabeza.

—¿Qué te he enseñado yo? Puse los ojos en blanco y recité: —La virtud se mantendrá y acabará imponiéndose.

Al final la virtud dejó de mantener a papá. La sustituyeron los demonios que tenía en el estómago; lo pillaron robando. Los vecinos ya no querían relacionarse con él. La lástima era que papá no tenía madera de ladrón. Era demasiado torpe. Más de una vez presencié cómo lo molía a palos la gente a la que robaba. Lo tiraban a las aguas negras. A los amigos les contaba que había «tropezado con un tocón». Ellos le preguntaban entre risas si era el mismo tocón con el que había tropezado la última vez. Un día papá llegó sujetándose el brazo, que se le había descoyuntado.

«Me lo he merecido —dijo, maldiciéndose a sí mismo—. No debería haberle quitado la comida de la boca a un bebé».

Para cuando cumplí ocho años yo era ya una ladrona avezada. Comencé robando incienso para nainai. Aunque papá me criticaba, sabía que la familia moriría de hambre si yo lo dejaba. Él se encargaba de vender lo que yo robaba.

Al principio cogía cosas pequeñas, como hortalizas, fruta, pájaros y cachorros. Luego opté por los aperos de labranza. Después de vender lo que yo robaba, papá iba directo a un bar de la zona para beber vino de arroz. Se lo tomaba poco a poco, a sorbos, cerrando los ojos como si se concentrara en el sabor. Cuando se le encendían las mejillas, se ponía a recitar su poema favorito. Aunque sus amigos le habían dado la espalda hacía ya tiempo, imaginaba que tenía un público delante:

El gran río Yangtsé

fluye hacia el mar,

para nunca regresar,

al igual que los gloriosos

días de la dinastía.

¿Cuándo volverá a ser

la hora de los héroes?

Aunque la música siga

sonando, veloz y triunfal,

malograda la reforma,

decapitados los reformadores,

las tropas extranjeras

asolaron el país.

Y su Majestad se encerró

en la isla de Yintai.

¿Dónde está la respuesta

de los dioses?

Llora el sabio,

presa del desconsuelo

y la desesperación…

Un día un hombre aplaudió. Estaba sentado en un rincón y se levantó para felicitar a papá. Era alto, un gigante para los chinos. Se trataba de un extranjero de ojos azules y pelo castaño, un misionero estadounidense. Estaba solo, con un libro voluminoso y una taza de té delante. Sonrió a papá y lo elogió por su excelente poema.

Absalom Sydenstricker se llamaba. La gente del lugar lo conocía como «el extranjero loco de ojos de demonio y nariz de arado». Era un elemento más de la ciudad desde que yo tenía memoria. No solo destacaba por su altura, sino también por el vello que le crecía cual maleza en los antebrazos y el dorso de las manos. Absalom se pasaba el año entero con una especie de túnica china de color gris. Por la espalda le caía una cola, que todo el mundo sabía que era postiza. Su atuendo le confería un aspecto ridículo, pero no parecía importarle. Absalom se pasaba el día persiguiendo a la gente por la calle. Intentaba pararlos y hablar con ellos. Quería hacerles creer en su Dios. De pequeños, nos enseñaban a rehuirlo. No nos dejaban decirle cosas que pudieran herir sus sentimientos, como «Largo de aquí».

A papá le resultaba familiar ya que, al igual que él, vagaba por las calles a todas horas. Papá llegó a la conclusión de que Absalom estaba haciendo méritos para que su Dios le ofreciera un pasaje al cielo cuando muriera.

«¿Por qué sino habría dejado su tierra para mezclarse con extraños?», se preguntaba papá.

Papá sospechaba que Absalom era un delincuente en su país. Aquel día escuchó por curiosidad lo que el extranjero tenía que decir. Más tarde lo invitó a casa para «seguir con la conversación».

Absalom aceptó encantado. No le importó el estado cochambroso de nuestra choza. Tomó asiento y abrió su libro.

—¿Le gustaría oír un relato de la Biblia? —sugirió.

A papá no le interesaban los relatos. Quería saber qué clase de dios era Jesús.

—A juzgar por cómo fue torturado, clavado y atado a unos postes y apuñalado hasta la muerte, debía de ser un soberano criminal. En China un tormento público tan minucioso solo se daría a un delincuente de alto estatus, como el antiguo primer ministro imperial, Su Shun.

La voz de Absalom rebosaba de entusiasmo. Comenzó a dar explicaciones, pero hablaba un chino difícil de entender.

Papá perdió la paciencia. Cuando Absalom hizo una pausa, aprovechó para interrumpirlo.

—¿Cómo va a proteger Jesús a los demás cuando ni siquiera supo protegerse a sí mismo?

Absalom agitó las manos en el aire y señaló con los dedos arriba y abajo antes de empezar a leer la Biblia.

Papá pensó que ya era hora de ayudar al extranjero.

—Los dioses chinos se entienden mejor —dijo—. Son más amables para con sus fieles…

—No, no, no. —Absalom sacudió la cabeza como el tamborilero de un mercante—. No me entiende…

—Escúcheme, extranjero, puede que mis sugerencias le sirvan. Vista a Jesús y dele un arma. Fíjese en nuestro dios de la guerra, Guan Gong. Lleva un traje de general hecho de metal pesado y una espada potente.

—Es usted un hombre inteligente —dijo Absalom a papá—, pero su fallo más grande es que es un entendido en todos los dioses salvo en el Dios verdadero.

Observé que el rostro de Absalom era como una enorme cama de opio con una nariz alta plantada en medio como una mesa. Sus cejas parecían dos nidos de ave bajo los cuales asomaban unos ojos azul claro. Tras su charla con papá, Absalom regresó a las calles. Yo lo seguí.

«¡Dios es vuestra mejor fortuna!», cantaba a los que se paraban frente a él.

Nadie le hacía caso. La gente se ataba los cordones de los zapatos, les limpiaba los mocos a sus hijos y seguía su camino. Absalom extendía sus largos brazos en el aire cual escobas. Cuando vio a papá de nuevo, sonrió. Papá le devolvió el gesto. Tardó un rato en comprender lo que Absalom trataba de decir.

«Hemos derramado sangre de forma ilícita —dijo Absalom, blandiendo la Biblia ante el rostro de papá—. Puede que fuera sin malicia, pero aún tenemos su mácula encima. La humanidad solo puede eliminarla mediante las plegarias y las buenas acciones».

Descubrí dónde vivía Absalom Estaba instalado en una casa de una sola planta situada en la parte baja de la ciudad. Sus vecinos eran culis y campesinos. Me pregunté qué le habría llevado a elegir aquel lugar. Aunque Chinkiang era la población más pequeña de la provincia de Jiangsu, había sido un importante puerto desde la antigüedad.

Partiendo de la orilla del agua, las calles adoquinadas conducían a comercios y después al centro de la ciudad, donde se hallaba la embajada británica, la cual ocupaba el punto más elevado, con amplias vistas del río Yangtsé.

Si bien no era el primer misionero estadounidense que había viajado a China, Absalom afirmaba ser el primero en haberse establecido en Chinkiang a finales del siglo XIX. Según ancianos del lugar, poco después de su llegada, Absalom compró un terreno detrás del cementerio, donde construyó una iglesia. Su intención era evitar «molestar a los vivos», pero para los chinos molestar a los muertos era el peor delito que uno podía cometer. La alta sombra de la iglesia se extendía sobre el cementerio. Los ciudadanos protestaron. Absalom tuvo que abandonar la iglesia. Se trasladó a la parte baja de la colina y alquiló un local donde instalar su nueva iglesia. Era una sala de techos bajos, con vigas torcidas, tachuelas medio salidas y ventanas rotas.

La mayoría de la gente tenía a Absalom por un tonto inofensivo. A los niños les encantaba seguirlo. Lo que más llamaba la atención eran sus pies, por lo enormes que eran. Cuando Absalom pidió al zapatero local que le hiciera un par de zapatos chinos, se convirtió en noticia. La gente acudía a la tienda solo para ver la cantidad de material que necesitaría el encargo y saber si le cobrarían el doble.

Cuando le preguntaban qué motivo le había llevado a China, Absalom contestaba que estaba allí para salvar nuestras almas.

—¿Qué es un alma? —le preguntaba la gente entre risas.

Absalom nos hizo saber que el fin del mundo estaba cerca, y que todos moriríamos si no seguíamos a Dios.

—¿Qué pruebas tiene? —le preguntó papá.

—Para eso está la Biblia. —Absalom guiñó un ojo y sonrió—. El Señor explica la única verdad.

Papá decía que se sentía decepcionado con la descripción que daba Absalom del infierno occidental. El de los chinos era mucho más aterrador. A papá le encantaba cuestionar a Absalom en bares y casas de té. Se deleitaba con el corrillo de curiosos cada vez mayor que congregaba y su popularidad creciente. A espaldas de Absalom, papá reconocía que lo seguía por la comida, sobre todo por las galletas que preparaba al horno su esposa, Carie.

En comparación con nainai, Carie era una mujer grande. Tenía los ojos de color marrón claro y una cara redonda blanca, flácida y arrugada. Llevaba un sombrero de forma extraña que ella llamaba «capota». El interior de aquel gorro lo rellenaba su cabello castaño rizado. Carie iba todo el año con el mismo vestido oscuro, del color de un alga marina. La falda era tan larga que le arrastraba por el suelo.

Carie había prevenido a su marido contra papá, pues desconfiaba de él. No obstante, Absalom seguía tratándolo como a un buen amigo, si bien papá se negaba a ir a su iglesia de los domingos con regularidad.

Actuando como un verdadero artista, papá engañó a Absalom haciéndole creer que le interesaba su discurso, cuando lo que buscaba en realidad era darme la oportunidad de que pudiera robar. El día después de que me llevara el felpudo de la iglesia, oí gritar a Carie: «¡No hace falta cuidar nada porque vuela todo!».