Estoy leyendo el Cuarto Libro del Levítico. Dios está furioso. Recita las leyes y los castigos que sufrirán los que no las sigan. Maldice y amenaza sin parar. En el capítulo veinte, bajo el título de «Sanciones», el Señor dice que el que entregue uno de sus hijos a Mólek morirá sin remedio, el pueblo lo lapidará. Dice Dios: «Volveré el rostro contra ese hombre y lo extirparé de su pueblo». Me pregunto cómo lo hará si ya ha sido lapidado. Dice también que si el pueblo cierra los ojos ante ese hombre que entregó uno de sus hijos a Mólek, toda su descendencia sufrirá la ira de Dios.
Leo un poco sobre Mólek. Parece ser un dios que puede otorgar riquezas, buenas cosechas y victoria en la guerra. ¿Qué dios no ha prometido precisamente eso? Se sacrificaba a niños. Había estatuas de Mólek, huecas, de cobre. Se hacía fuego dentro de la estatua, que se ponía al rojo vivo. Después se colocaba al niño en el regazo de Mólek.
Pensaba en todo esto cuando escribía este libro. Sacrificar a un niño por el éxito, para honrar este mundo.
¿Cómo puede ladrar un perro de ese modo? Samuel Johansson nunca había oído ladrar así.
Está en la cocina preparándose un bocadillo. Su elkhound está atado a una correa elástica en el jardín.
Todo estaba tranquilo hasta que el perro empezó a ladrar. Al principio de forma penetrante y malhumorada.
¿A qué le ladra? Seguro que no es ninguna ardilla. Reconoce el ladrido a las ardillas. Tampoco es un alce. El ladrido a los alces es más sordo y constante.
Después ocurre algo. El perro chilla. Aúlla como si se hubieran abierto las puertas del infierno. Es un sonido que despierta un miedo frío en Samuel Johansson.
Entonces se hace un silencio absoluto.
Samuel sale corriendo afuera. Sin chaqueta, sin zapatos. Sin un pensamiento claro.
Tropezando, se adentra en la oscuridad del otoño, va hacia el garaje, a la caseta del perro.
Y allí, a la luz exterior del garaje, está el oso. Desgarra el cuerpo del perro para llevárselo, pero el animal sin vida está sujeto por la correa. El oso vuelve su ensangrentada boca hacia Samuel y da un bramido.
Samuel retrocede con paso inestable. Después lo impulsa una fuerza casi sobrenatural y corre como nunca lo ha hecho para volver a la casa y coger el rifle. El oso no se mueve, pero siente el aliento caliente del animal en la nuca.
Carga el rifle con las manos sudorosas y abre la puerta con cuidado. Tiene que estar tranquilo si quiere acertar a la primera. Si no, todo sucederá muy rápido. En pocos segundos puede tener encima un oso herido de bala.
Camina sin hacer ruido a través de la oscuridad. Paso a paso. El vello de la nuca se le ha erizado como si fueran agujas.
El oso sigue allí. Se está comiendo lo que queda del perro. Cuando Samuel le quita el seguro al arma, mira hacia arriba.
Nunca ha temblado tanto en su vida. Tiene que darse prisa. Intenta no moverse pero no puede.
El oso vuelve la cabeza amenazador. Parece que haga gárgaras. Resuella como un fuelle. Después da un poderoso paso hacia delante. Entonces Samuel dispara. El ruido retumba. El oso cae. Pero se levanta de nuevo rápidamente y desaparece en la oscuridad.
Se ha adentrado en el bosque oscuro como la noche. La lámpara del garaje alumbra poco.
Samuel regresa hacia la casa, apuntando con el rifle aquí y allá. Escucha los sonidos que vienen del bosque. En cualquier momento, el maldito oso puede volver corriendo. Apenas ve unos metros.
Veinte pasos hasta la puerta. El corazón le palpita fuerte. Cinco. Tres. Dentro.
Todo su cuerpo tiembla. Deja el teléfono móvil sobre la mesa de la cocina, se coge la mano derecha con la mano izquierda para marcar las teclas. El jefe del grupo de caza responde al primer tono. Deciden encontrarse cuando se haga de día. En la oscuridad no pueden hacer nada.
Al amanecer, los hombres del pueblo se reúnen en el jardín de Samuel. Están a dos grados bajo cero. Hay hielo en los árboles. Las hojas han caído. Las serbas lucen un color rojo oxidado contra el gris. En el aire se ve caer algo ligero, es esa nieve que no cuaja.
Observan el desastre junto a la caseta del perro. Sólo la cabeza sigue atada a la correa, lo demás son miserables restos.
Es un grupo de hombres duros. Llevan camisa a cuadros, pantalones con muchos bolsillos, cinturón con cuchillo y chaquetas verdes. Los jóvenes llevan barba y gorra de visera. Los mayores se afeitan cuidadosamente y usan gorras de piel con orejeras. Son hombres que construyen sus propios remolques para transportar los alces; hombres que prefieren coches con carburador que puedan arreglar ellos mismos y no tener que depender de los talleres mecánicos, donde no hacen otra cosa que conectar los cables del ordenador al coche.
—Esto fue lo que pasó —dice el jefe del grupo mientras otro hombre se mete un nuevo pellizco de tabaco prensado entre la encía y el labio superior, y mira a Samuel, que no puede controlar los tics de la cara—: Samuel oyó aullar al perro. Cogió el rifle y salió. Hay osos por aquí desde hace tiempo, de manera que cree que es eso lo que ocurrió.
Samuel asiente.
—O sea, sales con el rifle. El oso está comiéndose al perro y pasa al ataque. Disparas en defensa propia porque viene hacia ti. No entraste a buscar el rifle. Lo llevabas contigo desde el principio. Nada raro. Aquí no van a acusar a nadie de caza ilegal, ¿no? Llamé a la policía ayer por la noche. Decidieron directamente que sería caza para protección.
—¿Quién lo hará?
—Patrik Mäkitalo.
Ante aquella noticia guardan todos un corto silencio de admiración. Patrik Mäkitalo es de Luleå. Sería mejor que alguno del grupo fuera a buscar el oso, pero ninguno de ellos tiene un perro tan astuto como el de Patrik. Y en su interior se preguntan si ellos serían capaces.
Un oso herido, es decir, peligroso. Hace falta tener un perro que se atreva a ladrarle y no se acobarde y vuelva corriendo a su amo con el oso pisándole los talones. Y que el cazador tampoco se asuste, cuando «quién-es-el-torpe-aquí» salga corriendo del lindero del bosque. Quizá disponga de algún segundo. La superficie de la diana para matar a un oso no es mayor que el fondo de una cazuela. Se apunta de pie, sin apoyo. Es como dispararle a una pelota de tenis en movimiento. La caza del oso no es para alguien a quien le tiemble el pulso.
—Hablando del rey de Roma… —dice el jefe del grupo mirando hacia la carretera.
Patrik Mäkitalo sale de su coche y saluda con un gesto de cabeza. Debe de tener unos treinta y cinco años, los ojos, entrecerrados, la perilla, larga y delgada como la de un macho cabrío. Un guerrero mongol de Norrbotten.
Patrik no habla mucho, escucha al jefe del grupo y pregunta a Samuel por el disparo. ¿Dónde estaba él? ¿Dónde estaba el oso? ¿Qué munición usó?
—Oryx.
—Bien —responde Patrik Mäkitalo—. Alto poder perforante. Con un poco de suerte lo ha atravesado; sangran más. Es más fácil rastrearlos.
—¿Y tú qué usas?
Quien se atreve a preguntar es uno de los viejos.
—Vulkan. Suele quedarse justo debajo de la piel.
«Normal —piensan los hombres—. Él nunca los hiere y no necesita rastrear. Además procura no estropear la piel del oso».
Patrik Mäkitalo le quita el seguro al rifle y se adentra en el bosque. Al cabo de unos minutos vuelve con los dedos manchados de sangre.
Abre el maletero. En la jaula están sus perros de caza, con la lengua colgando y su contenta sonrisa canina. No se molestan en mirar a nadie más que a su amo.
Mäkitalo pide ver un mapa topográfico. El jefe del grupo va al coche a buscar uno y lo extiende sobre el capó.
—Parece estar claro qué camino tomó —explica Patrik Mäkitalo—. Pero si va a favor del viento y pasa por el bosque, hay riesgo de que salga por ahí. —Señala con el dedo a lo largo del arroyo que corre hacia el río Lainioälven—. Especialmente si es un viejo granuja que ha aprendido a despistar a los perros. Tendréis que conseguir un barco y estar preparados por si fuera necesario. Mis perros no se rajan si hay que mojarse las patas, pero el amo no es tan chulo.
Todos sonríen un poco, hermandados en cierto modo por la misión que tienen en común.
El jefe de grupo se recompone y pregunta:
—¿Quieres que te acompañe alguien?
—No. Vamos a rastrear un trozo y después ya decidiremos. Si va por este lado y sube hacia los terrenos pantanosos, tendréis que estar preparados para dar la vuelta y poneros al acecho. Ya veremos hacia dónde ha ido.
—Debería ser fácil encontrarlo si sangra —dice uno de los hombres.
Patrik Mäkitalo no se digna mirarlo cuando responde:
—Bueno, normalmente dejan de sangrar al cabo de un rato. Después buscan la densidad del bosque y regresan para encontrar a su perseguidor. Así que si tengo mala suerte será él quien me encuentre a mí.
—¡Qué jodido! —exclama el jefe del grupo, y mira a sus compañeros para tranquilizarlos.
Patrik Mäkitalo suelta a sus perros. Estos desaparecen como dos líneas marrones con los hocicos en el arroyo. Los sigue con el GPS en la mano.
No hay más que echar a andar. Mira al cielo y espera que no empiece a nevar de verdad.
Anda deprisa. Piensa en los cazadores con los que acaba de estar. Son de los que se sientan a esperar bebiendo y se quedan dormidos. No podrían seguir su ritmo. Y mucho menos cobrarse la pieza.
Pasa por el camino de grava. Al otro lado hay una cuesta empinada de arenilla. El oso ha subido por allí, con las patas abiertas y pesado. Pone la mano en la huella del animal.
A la gente de Lainio le ha entrado la fiebre del oso. Saben que a veces ha estado cerca por los excrementos al lado de un cubo de basura volcado, echando vaho con el frío de la mañana, rojos como gachas de arándanos. Se habla mucho de osos; se desempolvan antiguas historias.
Patrik observa las marcas de arañazos en el suelo, donde el oso ha cogido impulso para subir por la cuesta. Cada zarpa tiene que ser como un cuchillo. En el pueblo han medido las marcas: han puesto cajas de cerillas al lado de las huellas y las han fotografiado con el móvil.
Las mujeres y los niños se quedan dentro de las casas. Nadie se ha atrevido a entrar en el bosque a buscar bayas. Los padres van a recoger a sus hijos con el coche a la parada del autobús escolar.
«Sabemos que es un granuja grande —piensa Patrik mirando las huellas—. Un viejo devorador de carne. Por eso se comió al perro».
Entra en un bosque de pinos altos. Es fácil andar por allí porque el terreno es llano. Los pinos están separados unos de otros como una arcada, los troncos rectos, sin ramas, sólo la copa que susurra arriba. El musgo que en verano suele crujir bajo los pies está mojado y en silencio.
«Bien. Todo callado», piensa.
Cruza un viejo campo de cultivo. Un almacén se ha hundido por el centro, el techo está podrido y hay restos alrededor. No hace mucho que ha llegado el frío y la tierra no se ha helado aún. Pisa la blanda hojarasca y empieza a notar el sudor. Huele a barro y a agua rica en hierro.
Enseguida las huellas cambian de dirección. Van hacia el bosque, bajan en dirección a Vaikkojoki.
Un poco más lejos, algunos cuervos graznan y chillan en la mañana gris. La vegetación se espesa. Los árboles se juntan. Pinos delgados y sucias ramas grises de abeto luchan por el espacio. Los abedules nuevos, que no han perdido las hojas, lucen su amarillo entre el resto verde y gris. Apenas se ve más allá de cinco metros.
Ha bajado hasta el arroyo. A veces tiene que apartar la maleza con el brazo. Sólo ve unos metros por delante.
Entonces oye los perros, tres ladridos penetrantes. Después, silencio.
Entiende qué significa: han olido al oso. Estaba tumbado y se ha levantado al presentirlos. Suelen ladrar cuando notan el fuerte olor donde ha estado tumbado.
Al cabo de unos minutos los perros vuelven a ladrar. Constantemente esta vez. Han alcanzado al oso. Mira el GPS. A un kilómetro y medio. Ladrido de persecución. Ladran y lo siguen. Sólo tiene que seguir andando. Todavía no hay prisa. Espera que la hembra joven no se acerque demasiado, es un poco impetuosa. El otro perro trabaja tranquilo, puede dar un ladrido de situación y seguir trabajando a una distancia segura. Casi nunca se acerca a menos de tres metros, ahora estará a cuatro, cinco metros. Un oso herido de bala no tiene paciencia.
Al cabo de media hora pasan al ladrido de situación. El oso y los perros están quietos. Lógico. En la espesura sólo hay maleza y ramas rotas y no se ve nada.
Sigue andando. Sólo está a doscientos metros. El viento le golpea de lado. Da igual. El oso no debería olerlo. Le quita el seguro al rifle. Se adelanta. El corazón le palpita.
«Vale», piensa. Se seca la mano en la pernera; la adrenalina forma parte de la caza.
Cincuenta metros. Intenta entrever, localizar entre la maleza de dónde viene el ladrido. Los perros llevan chalecos fosforescentes, de color verde por un lado y naranja por el otro, para poder diferenciarlos del oso cuando llegue el momento y para ver cómo están colocados.
Algo naranja se vislumbra allí delante. ¿Qué perro es? No puede verlo. El oso suele estar entre los perros. Mira, observa, se desplaza tan silencioso como puede. Está preparado para disparar, cargar y volver a disparar.
El viento cambia de dirección. En ese mismo instante ve al otro perro. Están a diez metros el uno del otro. En algún sitio entre ellos está el oso. Debe acercarse. Ahora tiene el viento en la nuca. Malo. Levanta el rifle.
Ve al oso a diez metros. No es buen lugar para disparar, demasiados árboles y ramaje en medio. De pronto el animal se levanta. Ha notado su olor.
Y viene corriendo. Todo es tan rápido que apenas le da tiempo de coger aire y el oso ya ha recorrido la mitad de la distancia. Se oye cómo se rompen las ramas a su paso.
Dispara. El primer tiro hace que el oso se incline hacia un costado, pero continua corriendo. El segundo disparo es perfecto. El oso cae a tres metros de él.
Los perros van a por el animal. Le muerden las orejas y el pelo. Los deja hacer, es su premio.
El corazón le late como una puerta abierta en una tormenta. Recupera el aliento mientras felicita a los perros. Bien. Niña lista. Mi perra bonita.
Saca el teléfono. Llama al grupo de caza.
Ha estado cerca, demasiado cerca. Piensa un momento en su hijo y en su compañera; después los aparta de su mente. Mira al oso. Es grande, muy grande. Casi negro.
Llega el grupo de caza. Aire frío de otoño, un oso difícil y mucho respeto. Atan el cuerpo del animal con correas y se las pasan por detrás de la cabeza y debajo de los brazos para llevarlo a través del bosque hasta un claro cerca de la pista adonde puede llegar el todoterreno. Cargan como bueyes, es un bicho grande, constatan.
Llega el inspector provincial. Estudia el lugar del disparo para asegurarse de que han respetado la normativa. Después recoge las pruebas necesarias mientras los hombres respiran tranquilos. Toma un mechón de pelo y un resto de piel, le corta los testículos y le arranca un diente con el cuchillo para definir la edad. Después le abre el abdomen.
—Veamos qué ha comido el peluche —dice.
Patrik Mäkitalo ha atado los perros a un árbol. Gimen un poco y tiran de la correa. Es su oso.
Sale vaho del contenido del vientre. El olor es insoportable. Algunos hombres dan un paso atrás involuntariamente, saben lo que hay allí dentro: los restos del elkhound de Samuel Johansson. El inspector también lo sabe.
—Bueno —dice—. Bayas y carne. Piel y pelo.
Con un palo remueve el contenido. Baja las comisuras de los labios en un gesto de recelo.
—Pero esto no es, joder…
Se queda en silencio. Coge unos cuantos trozos de hueso con la mano derecha, en la que lleva puesto un guante de látex.
—¿Qué cojones ha comido? —murmura removiendo un poco más con el palo.
Los hombres se acercan. Se rascan la nuca y la visera de las gorras les resbala por la frente. Alguno se quita las gafas.
El inspector se levanta. Deprisa. Da un paso atrás. Sostiene un trozo de hueso entre los dedos.
—¿Sabéis qué es esto? —pregunta.
Está pálido. La expresión de sus ojos hace que los demás se encojan. El bosque se ha quedado mudo. Sin pájaros. Es como si todo callara un secreto.
—No es de un perro. Os lo puedo asegurar.