Krister Eriksson estaba sentado junto a la mesa de la cocina. Eran casi las doce de la noche. Una doctora del hospital le había dado unas pastillas para dormir, pero no quería tomárselas. Le habían prometido llamar en cuanto Marcus se despertara y quería poder ir hasta allí.

Intentó pensar en lo que no podía cambiar y aceptarlo.

Pero no podía dejar de pensar en Marcus. Se había sentado al borde de su cama en el hospital y lo había cogido de la mano hasta que el niño se quedó dormido. Después, la doctora le obligó a que se fuera. «Tú también tienes que descansar», le aconsejó.

«Las personas sólo somos un préstamo», se dijo a sí mismo. Ese pensamiento tampoco lo ayudó.

Miró hacia su oscuro jardín, donde no hacía nada estaba tumbado en la caseta del perro leyéndole en voz alta a Marcus.

«Cuando su madre se entere de que es rico —pensó—, cogerá el primer avión para venir a buscarlo. Debo estar contento por cada minuto que me queda con él».

En la puerta estaba Rebecka Martinsson.

¡Dios santo, qué aspecto tenía! A la luz de las farolas, los ojos parecían agujeros. Tenía la nariz hinchada y azul, igual que el labio superior. Le habían dado unos puntos encima de una ceja.

—Vengo a buscar a Mocoso —dijo tensa. Toda su cara luchaba contra el llanto.

—Oh, Rebecka —dijo él—. Entra.

Ella negó con la cabeza.

—No —respondió—. Sólo quiero irme a casa.

—¿Y Vera? —preguntó él—. ¿Qué paso?

Volvió a mover la cabeza y algo por dentro le dolió tanto a Krister que empezó a llorar.

—Dejaba huellas —explicó Rebecka con una voz que se quería romper—. Maja nos hubiera encontrado.

Aunque era él quien lloraba, la quería tomar en sus brazos por lo triste que ella estaba.

Seguía fuera, a la escasa luz de la lámpara. Respiraba como si le faltara el aliento.

—Marcus está vivo —dijo él finalmente—. Por favor, entra un momento.

—No me ayuda —susurró ella—. No me ayuda que esté vivo.

Se inclinó hacia delante. Apretó el puño cerrado contra su pecho para que el llanto no se abriera paso. Se sujetó a la barandilla y de su interior surgió un grito melancólico. Un llanto profundo. De los que rompen a las personas y que a ella la hincó de rodillas.

—¡No me ayuda! —sollozó.

Después levantó la cabeza para mirarlo.

—Abrázame. Tengo que… Alguien tiene que abrazarme.

Él dio un paso hacia delante y la envolvió entre sus brazos. La meció, la abrazó y le habló en voz baja contra su pelo.

—Eso es. Llora. Llora.

Y lloraron los dos.

Los perros salieron y se pusieron a su alrededor. Mocoso presionó su hocico contra las rodillas de Rebecka.

Ella levantó la cara y buscó la boca de Krister con la suya. Con cuidado, dolorida y horrible como estaba.

—Hazme el amor —dijo—. Fóllame para olvidar todo esto.

No debería hacerlo. Debería negarse, pero ella lo rodeaba con sus brazos y ¿cómo iba a apartarse? Sus manos palparon debajo del abrigo de ella y debajo de su jersey. La llevó con él hasta el recibidor.

—Entrad —le dijo a los perros, y consiguió cerrar luego la puerta.

Después, sus manos cogieron las de Rebecka y fue andando hacia atrás delante de ella para subir la escalera. Las lágrimas de Rebecka caían sobre sus manos. Los perros los seguían como un cortejo nupcial.

La puso sobre la cama sin querer soltarla. No podía soltarla. La acarició. Su piel y sus pequeños pechos. Ella se libró de la ropa que llevaba puesta y le dijo a él que se desnudara. Él obedeció. Se tumbó sobre ella pensando todo el tiempo que en algún momento ella diría que parara.

Era tan tierna. Le besó el pelo, las orejas, la comisura de los labios por la zona que no estaba tan herida. No había masticado tabaco.

Ella no dijo en ningún momento que parara, sino que lo dirigió para que entrara en ella.

Y él pensó que todo se iba a ir al infierno, pero estaba totalmente perdido.

Más tarde, él fue a buscar un vaso de agua y una de las pastillas para dormir que le había dado la doctora.

—¿Y Marcus? —preguntó ella cuando él volvió—. ¿Querrá su madre hacerse cargo de él ahora que es rico?

—No sé —dijo dándole la pastilla—. Toma, y ahora duerme.

—Querrá el dinero —dijo Rebecka—. Nunca ha querido saber nada de él, pero ahora… Hija de perra. Está claro que sí querrá tenerlo con ella.

Rebecka se quedó callada cuando vio su mirada triste.

—¿Estabas dispuesto a hacerte cargo de él? —preguntó.

—Sí —respondió en voz baja—. Desde que lo encontré. No sé explicarlo, pero lo cuidé unos cuantos días y ahora…

Sacudió la cabeza.

Ella se sentó.

—Vístete —le dijo—. Voy a llamar a Björnfot y a Anna-Maria.

Anna-Maria Mella, Rebecka, Krister y Alf Björnfot se encontraron en el piso que tenía Björnfot para pernoctar en Kiruna. Era la una y media de la madrugada.

Se sentaron en un pequeño sofá en la sala que le servía de comedor y se calentaron con una taza de té. Sobre el respaldo del sofá estaba la ropa de entrenar de Björnfot. En el cuarto de baño había un soporte para dar cera a los esquíes que estaban allí sujetos. Alguien echaba de menos la nieve, estaba bien claro.

—No estás bien de la cabeza —le dijo Anna-Maria a Rebecka.

—Lo abandonó cuando tenía un año —respondió ella—. Y no lo ha querido ver ni en vacaciones. Quiero que esas acciones desaparezcan.

Alf Björnfot abrió la boca pero la volvió a cerrar.

—Las guardamos en la caja fuerte de un banco —continuó— y Marcus las recupera cuando cumpla los dieciocho años. Prometo controlar la empresa para que no planifiquen nuevas emisiones u otra cosa que haga que pierdan su valor.

—Örjan sabe que existen —dijo Anna-Maria bostezando.

—¡Que existían! Pero, mira por dónde, Sol-Britt las tiró creyendo que no tenían valor ninguno —dijo Rebecka—. Si la madre de Marcus quiere que viva con ella, perfecto. Pero debe querer hacerlo sin dinero.

—Entonces no querrá —apuntó Anna-Maria.

Se volvió hacia Krister.

—Y en ese caso, tú quieres hacerte cargo de él, ¿no? Créeme —continuó—: un crío da mucho trabajo y a este le han pasado unas cuantas cosas.

—Sí que quiero —respondió Krister—. Y no quiero su dinero. Por mí, podemos quemar esas acciones.

—Aquí no se quema nada —replicó Alf Björnfot—. Pero ¿qué hay que quemar? Todavía no he visto ninguna acción.

—Ni yo tampoco —dijo Anna-Maria—. ¿Podemos irnos a dormir?

—Sí —respondió Rebecka evitando mirar a Krister a los ojos—. Igual sí.