Anna-Maria Mella salió al pasillo del hospital a buscar otro café. Cuando volvió, Rebecka se había despertado. Estaba tumbada en la cama, con el gota a gota en el brazo, y con la mirada fija en la lámpara del techo.

—Hola —saludó Anna-Maria con suavidad.

Rebecka se volvió hacia ella despacio. Tenía los ojos negros como el agua de invierno; fijó la vista en los de Anna-Maria.

—¿Marcus? —preguntó.

—Está bien. El golpe de Örjan lo dejó inconsciente, así que se quedará esta noche en la UCI. Sólo quieren observarlo. Está durmiendo.

Anna-Maria se sentó en el borde de la cama de Rebecka y le acarició la cabeza como solía hacer con sus hijos cuando estaban enfermos.

—¿Puedes hablar?

—¿Maja? —susurró Rebecka.

Anna-Maria respiró hondo.

Tintin la descubrió —dijo—. Se escapaba a través del bosque pero cogimos un todoterreno que había junto a una de las cabañas y la alcanzamos bastante rápido.

Rebecka asintió con la cabeza. Había visto a Tintin sobre una alfombra antideslizante para no resbalar en la caja de un todoterreno, señalando con el hocico hacia el lugar adecuado.

—Cuando llegamos hasta ella se dirigió hacia el río —continuó Anna-Maria—. Y se fue nadando.

Miró hacia abajo, hacia su café, e hizo una mueca.

—Ya te imaginas. La corriente y cero grados. No lo superó. Apareció a unos veinte metros río abajo, Tintin encontró el cuerpo de inmediato.

Anna-Maria dio un sorbo al café pensando en cuando estaba junto al río con la mano sobre su arma mientras Krister intentaba salvar a Maja Larsson. La luz de la luna. Las piedras brillantes por el agua. El oscuro río. Sven-Erik al teléfono informando que la ambulancia había llegado con camillas, que Rebecka estaba viva.

—¿Tienes fuerzas para hablar?

—Hay una herencia —dijo Rebecka aclarándose la voz—. De Frans Uusitalo. Acciones antiguas que Hjalmar Lundbohm le dejó. El nombre de Frans está en ellas, así que sólo tienen valor para él o para sus herederos legales. No estoy del todo segura, pero me imagino que Frans Uusitalo o Sol-Britt le pidieron a Maja Larsson que investigara si tenían algún valor. Quizá ella misma se ofreció.

—¿Y lo tenían?

—Varios millones.

Anna-Maria dio un silbido, aunque salió más aire que sonido.

—Creo —continuó Rebecka— que Maja Larsson dijo que no tenían valor alguno. Después fue paciente. Planificó que los demás herederos sufrieran algún accidente. Con largos intervalos. Cuando se enteró de que Sol-Britt tenía un hermanastro, quizá pensó en matarlo directamente, pero después decidió dejarlo para el final, sería el cabeza de turco perfecto si algo salía mal, si la policía descubría que no habían sido accidentes.

Hizo una pausa. La lengua se le pegaba al paladar. Ya no sentía que la cabeza le fuera a estallar y se preguntó qué le habrían dado. Anna-Maria se levantó y fue a buscarle un vaso de agua.

—Maja no podía heredar de Sol-Britt porque eran primas. Los primos no heredan. Pero si no quedaban hijos, nietos, hermanos o sobrinos, entonces podía heredar una tía. La madre de Maja era tía de Sol-Britt.

—De manera que empezó con su sobrino.

—Sí. Entonces tenía tiempo, pero su madre enfermó de cáncer y le entraron las prisas. Disparó a Frans en el bosque. Robó el rifle de un cazador y después lo volvió a poner en su sitio. Örjan me lo explicó. ¿Está…?

Anna-Maria negó con la cabeza.

—Está bien, Rebecka. No para de hablar. Sven-Erik se ocupa de él. ¿Qué crees? —continuó Anna-Maria—. ¿Cómplice de asesinato? ¿Encubrimiento de un criminal?

—Por lo menos cómplice de intento de asesinato en cuanto a Marcus —respondió Rebecka—. Y maltrato grave. No se librará.

—No entiendo lo de Maja —dijo Anna-Maria—. Parecía, no sé, una buena persona. Además, puso en su sitio a La Peste.

Rebecka no dijo nada. Pensaba en las conversaciones que había mantenido con Maja.

«Para ella, yo ni siquiera era una persona. Sólo éramos obstáculos o instrumentos. Debíamos ser eliminados o usados».

—Estaría encantada cuando se enteró de que Sol-Britt tenía una relación con Jocke Häggroth —razonó Anna-Maria—. Qué fácil fue coger el teléfono de Sol-Britt y enviar un sms al suyo propio para romper la relación. Después lo borró del teléfono de Sol-Britt. Sabía que buscaríamos todos los mensajes, incluso los borrados.

Se quedaron calladas un momento, las dos, pensando en Maja. Maja que pincha a Sol-Britt una y otra vez con una horca para que parezca el asesinato de un loco. Maja que escribe PUTA en la pared. Maja que busca al desaparecido Marcus y abre todos los armarios. La que pone la horca en el granero de Jocke Häggroth.

—No se imaginaba que se escaparía desde el piso de arriba —dijo Anna-Maria, y se tomó su café.

«Mucho mejor que el de la máquina del trabajo», pensó.

—En este momento estamos haciendo un registro en casa de su madre. Ya llevan tres horas. En el estiércol encontramos un perro muerto en una bolsa de plástico.

—El perro de Sol-Britt y de Marcus.

—Y fue quien metió el hachón en la caseta del perro cuando Marcus dormía allí —continuó Anna-Maria—. Un accidente perfecto.

—Sí —admitió Rebecka—. No lo sabía.

—¿El qué?

—Que en aquel momento ya había perdido. Cuando Marcus sobrevivió a Sol-Britt, se acabó. La madre de Maja nunca hubiera heredado. Es en el momento de la muerte, no en el momento del reparto de la herencia cuando cuenta. Una tía es heredera en tercer grado. Hereda sólo si no hay otro heredero en primer o segundo grado en vida en el momento de la muerte. Marcus heredó de Sol-Britt en el mismo segundo en que ella murió. Si Maja lo hubiera matado después a él, hubiera heredado su madre en Estocolmo. Marcus tenía que morir al mismo tiempo que Sol-Britt o antes que ella para que la madre de Maja pudiera heredar. Perdió la ocasión.

«Y la loca sin escrúpulos está muerta —pensó Rebecka—. Ni siquiera se lo puedo decir».

—¿Por qué mató a Vera? —preguntó Anna-Maria.

Rebecka no contestó. Se puso de lado y con esfuerzo se sentó en el borde de la cama.

—¿Dónde está mi ropa?

—Quieren que te quedes la noche en observación —la informó Anna-Maria.

Rebecka se quitó el esparadrapo que aguantaba la cánula del gota a gota y se la sacó. Se puso de pie con las piernas vacilantes y fue hasta el armario.

—Que se vayan al infierno —dijo.

Mocoso está en casa de Krister —dijo Anna-Maria—. Krister quería quedarse con Marcus pero las enfermeras le obligaron a irse a casa. Le prometieron que lo llamarían en cuanto el niño se despertara.

Rebecka se vistió. Evitó el espejo y mirar a Anna-Maria.

—Por lo menos deja que te lleve a casa —dijo Anna-Maria.

Pero Rebecka le hizo un gesto de rechazo con la mano y desapareció por la puerta.

Anna-Maria cogió su teléfono y llamó a Carl von Post.

Tardó cinco minutos en informar de los acontecimientos de las últimas horas. Durante ese tiempo, Von Post se mantuvo totalmente callado. Anna-Maria interrumpió su relato dos veces para asegurarse de que seguía al otro lado de la línea. Le preguntó si quería estar cuando hicieran la rueda de prensa a la mañana siguiente, pero él dijo que no.

Cuando hubo acabado no dijo mucho más, que ya hablarían al día siguiente y después cortó la comunicación.

Anna-Maria se quedó un rato con el teléfono en la mano.

Había esperado que por lo menos se enojara porque no lo había llamado antes, cuando recibió el sms de Rebecka y bajó hasta Kurravaara con Krister Eriksson y Sven-Erik Stålnacke.

Casi se hubiera sentido mejor si él hubiera reaccionado con algo de indignación.

«¿Qué estará haciendo en este momento? ¿Torturando a un gato? ¿Quemándose con cigarrillos?», pensó.

Llamó a Robert y le pidió que fuera a buscarla. Dejaría su Ford en el aparcamiento del hospital. Había vuelto a nevar, pero no le importaba. Era un problema para mañana.

Robert la esperaba en la entrada de urgencias. Los periodistas ya habían llegado a la entrada principal.

—Cariño —le dijo cuando ella se sentó en el asiento del pasajero.

Se inclinó hacia él y dejó que la abrazara.

—¿Sabes qué quiero? —le preguntó a su marido mientras este le masajeaba la nuca como sólo él sabía hacer.

—¿Ir a casa a hacer otro niño?

—Por una vez, no. Quiero tener una amiga. Pienso conseguir una. Si puedo.

Carl von Post no estaba torturando gatos. Tampoco era de esos que se quemara a sí mismo con un cigarrillo. Si hubiera tenido un psicoanalista, este seguramente le hubiera dicho que podía haber una lección para él en todo aquello.

Sin embargo, Von Post estaba con el teléfono en la mano y realmente no pensaba aprender nada.

«Sencillamente, no ha ocurrido», pensó.

La luz de las farolas entraba a través de las ventanas y bajó las persianas de golpe. Se tomó dos Zolpidem con tres buenos whiskis. Después, vestido, se quedó dormido en el sofá.