Rebecka coge a Marcus por la chaqueta y lo arrastra fuera de la casa. ¿A qué distancia estará Maja? Con suerte, Maja estaría al otro lado de la turbera cuando le mandó el sms a Örjan.
Si va hacia la turbera y el camino de madera se encontrará con Maja, así que no se atreve a ir hacia allí. Puede ir por el bosque río arriba y después torcer hacia la carretera, quizá. Rodear la turbera.
Fuera está oscuro, pero aún falta para que sea totalmente de noche, hay luz en el oscuro y estrellado cielo. Los copos de nieve brillan como charcos de estaño. Y se ve a lo lejos. Es cuestión de unos minutos y después tendrá a Maja detrás, en el bosque.
Marcus va despacio. Ella anda hacia atrás y tira de él para alejarse todo lo posible de la casa. Pesa. Le tiemblan las piernas y le duele la cabeza. La siente como un martillo contra un yunque.
Agradece el sonido del río, apaga el ruido de sus pasos cuando rompe las ramas al pisar y con el jadeo de su respiración.
Intenta no pasar por los montones de nieve para no dejar huellas. Si puede alejarse, aunque sea un poco, en el interior del bosque, se podrán esconder en alguna parte y enviar un mensaje pidiendo ayuda.
Mira hacia el camino y allí, a sólo cien metros, ve la luz de una linterna que titila entre los árboles.
Diez pasos, soltar, después respirar unos segundos. Tranquila, tranquila. Diez pasos, soltar. Respirar. Tan lejos como sea capaz. Ha llegado a los abetos altos. Allí están, negros y enmarañados con sus largas sombras que forma la luna sobre el musgo. Los árboles los esconden bien, y Maja tendrá que entrar en la casa.
Surge algo de entre las sombras. Se le encoge el diafragma de miedo pero no grita. Sólo tarda medio segundo en ver qué es.
Vera.
La perra llega balanceándose. Huele con prisa a Marcus y después los acompaña como si se tratara de un paseo cualquiera por el bosque.
Dios, se había olvidado de Vera.
No puede esconder a un niño y a un perro. Vera ni siquiera sabe cumplir órdenes.
—Vete —le susurra en voz baja al animal, y suelta a Marcus para alejar a Vera con la mano.
Pero Vera se queda. Después mira hacia la cabaña.
Rebecka no oye nada pero ve. La luz de una linterna que se dirige hacia todas partes.
Continúa el camino tirando de Marcus. Vera los sigue.
Mira por encima del hombro para ver por dónde va. Arrastra a Marcus por encima de las ramas pequeñas y del musgo. Busca un abeto con las ramas bajas. Cualquier cosa, lo que sea.
Mira también hacia la cabaña. La luz de la linterna busca por el mismo sitio, después se acerca. Se mueve haciendo círculos un rato y luego se aproxima unos pasos más hacia donde están ellos.
Tarda un rato en comprenderlo. Maja ha encontrado las huellas de Vera. Vera pasa por los montones de nieve y Maja sigue las huellas de la perra. Le cuesta encontrar el siguiente montón de nieve, pero va más deprisa de lo que Rebecka se mueve con Marcus.
Rebecka mira a Vera y está a punto de echarse a llorar.
«Desaparece, perra de mierda», piensa.
Pero Vera no se va a ningún sitio. Los sigue por encima de la nieve. Dejando huellas.
Rebecka se hinca de rodillas al lado de Marcus. Las fuerzas la abandonan. No tienen ninguna posibilidad. No conseguirán zafarse. Da igual si se tumba y deja que llegue la oscuridad.
—Perdona —le susurra a Marcus—. No puedo más.
Saca el teléfono del bolsillo. Lo aguanta bien abajo, dudando de si se ve o no la luz de la pantalla. Escribe «cabañas de rauta, peligro cuidado maja». Después lo envía a Krister y a Anna-Maria.
Intenta quitarse la cinta americana que todavía lleva alrededor de los pies y de las manos, pero está fija como una lapa. Consigue mover la cinta de la boca hacia abajo para poder respirar mejor.
Intenta pensar. Puede esconder a Marcus, cubrirlo de ramas y ella continuar con Vera. De todas formas no podrá seguir durante mucho tiempo. Se pregunta si podrá volver a ponerse de pie. Maja le dará alcance. Además, Vera guiará a Maja hasta Marcus. Es sólo una perra sin el mínimo sentido común.
No se puede. No se puede.
O sí. Hay una manera. Una manera terrible.
—Ven aquí —le dice a Vera mientras mira a su alrededor a ver si encuentra algo duro, una piedra, un tronco.
Allí. Un tronco.
Lo coge y llama a la perra de nuevo.
—Aquí, bonita —le dice. Y Vera obedece.
Flisan va andando a casa desde la iglesia un domingo del mes de marzo de 1926. Frans Olof tiene diez años. El chiquillo va muy serio a su lado, cogido del brazo. Johan Albin no pone un pie en la iglesia pero Frans acompaña fiel a su madre, aunque no parece que valore ni un buen sermón ni la agradable música del Ejército de Salvación.
Quizá sea el paseo por Luleå lo que le gusta, cuando tienen tiempo de hablar de todo, los dos solos. Quizá porque a veces van al café Norden después. Quizá sólo sea porque imagina lo mucho que significa para ella. Por amor.
Cuando se acercan a su casa en la calle Lulsundsgatan hay un hombre fuera. Flisan tarda un momento en reconocerlo aunque a lo lejos le parece familiar. Después se da cuenta de que es el gerente Lundbohm. Cómo ha envejecido. La cara le cuelga y se apoya en un poste de la verja como un auténtico anciano.
Al verlo, su corazón empieza a galopar. Quizá apriete a Frans con el brazo porque el niño la mira inquieto a su lado.
—¿Qué pasa, madre? —pregunta.
Pero ella no puede responder porque han llegado hasta la puerta donde está el viejo.
Hjalmar Lundbohm da unos pasos indecisos hacia delante. Tiene miedo de marearse y caerse al suelo de pronto. En un arbusto a su lado hay un montón de gorriones gorjeando.
Intenta tranquilizarse.
Pero no es fácil cuando ve al niño. El muchacho es una copia de su madre. Aquella piel y los rizos rubios. A pesar de lo ordenada que es Flisan, no le ha dejado el pelo demasiado corto, parece un ángel.
También tiene algo de Hjalmar. Sobre todo los ojos caídos, que le dan a la cara una pincelada de tristeza.
—Buenos días —saluda Hjalmar Lundbohm, pero se interrumpe porque está a punto de decir «buenos días, Flisan», aunque ya no es su ama de llaves. En ese momento no recuerda su apellido.
Flisan responde un duro «buenos días» y el niño inclina la cabeza a modo de saludo.
—Muchacho —sale de la boca de Hjalmar Lundbohm—. Conocí a tu madre…
El chico mira inseguro a Flisan.
—¿Qué quiere decir, señor? —pregunta.
—No quiere decir nada —responde arisca Flisan mirando fijamente a Lundbohm—. Es un hombre viejo y enfermo y seguramente solitario porque no está rodeado de gente como antes, ahora que ya no es gerente. ¿Tengo razón? Y de pronto quiere que las cosas sean de otra manera.
Hjalmar Lundbohm no se atreve a responder. Tiene en la mano un sobre grande y ahora lo aprieta contra el pecho.
—¡Venir aquí! —le reprocha Flisan—. ¡Después de todos estos años!
Respira hondo. ¡Por fin! Las piernas la mantienen firme. No hay nada en ella que quiera hacer una reverencia.
—¿Sabe una cosa? —dice—. He estado pensando en usted. ¡Precisamente hoy! El pastor habló de Mólek en el sermón. El ídolo a quien se le ofrecían niños para obtener riquezas. Estaba sentada en el banco de la iglesia pensando. Ya se sabe de qué pasta están hechos. ¡Como usted! ¡Precisamente como usted! Usted quería aquella vida pomposa. Amigos artistas, hombres bien situados y sus mujeres. Pero todo eso, ¡se ha convertido en sus manos en grava! Y ahora se arrepiente. Pero ella, ella era auténtica y lo amaba. Además era bonita, pero no lo suficiente buena para usted. No tan fina como Karin Larsson.
Hjalmar Lundbohm parpadea. Se siente descubierto.
Karin lo visitó en Kiruna a menudo. Carl nunca la acompañaba y las cartas de Karin fueron en algún momento cálidas. «A veces creo que es usted la única persona en el mundo que puede comprenderme», escribió en una ocasión. Leyó una y otra vez aquella frase, pero después las cosas se arreglaron entre ella y Carl y ahora casi nunca le escribe, aunque Carl hace años que ha muerto. Cuando él se lo reprocha, ella le responde que está tremendamente ocupada con los hijos y los nietos.
—¿No es verdad? —grita Flisan, tan alto que Frans se asusta y le susurra «madre» tirándole de la manga del abrigo.
»Yo la quería infinitamente —continúa—. Su voz cuando leía en voz alta. Cómo era con los alumnos. Y nunca me hizo sentir como una criada.
—Yo nunca hice que usted se sintiera indigna —responde Lundbohm para defenderse—. Y en cuanto a ella…
Ninguno de los dos se refiere a Elina por el nombre. El muchacho mira a uno y a otro con los ojos como platos.
—Hizo que se sintiera como alguien horrible —lo ataja Flisan—. La abandonó con…
Mira de reojo a Frans pidiéndole a Dios que el niño no entienda de qué están hablando.
Hjalmar está blanco como el papel y Flisan se ha quedado callada. Hjalmar mira hacia arriba.
—¿El pastor de la parroquia habla alguna vez del perdón? —pregunta en voz baja.
Como Flisan no responde le da el sobre.
—Tenga. Soy un hombre arruinado, pero no me lo han quitado todo. Es parte de una empresa extranjera, así que nadie sabe que…
—¡No necesito nada de usted! Johan Albin y yo hemos trabajado y hasta ahora nos ha ido bien.
Entonces Hjalmar le da el sobre a Frans.
Frans lo coge obediente cuando el señor lo mueve delante de él.
—¡Váyase! —le dice Flisan con dureza—. ¡Váyase! Aquí no hay nada para usted. ¿Lo ha entendido bien? ¿No ha hecho suficiente daño? ¡Váyase de una vez!
Después coge al niño y entran en la casa.
Hjalmar Lundbohm atraviesa la calle hasta un coche que está esperándolo y que lo llevará de vuelta a la estación de tren.
«Así, corazón —dice en su interior cuando el chófer cierra la puerta tras él—. Ya he hecho lo que quería. Sigue latiendo hasta que me vaya de aquí. Después no te voy a pedir más. No deseo nada más que el tiempo pasado. Si eso no puede ser, ya nada me importa».
Flisan toma el sobre de las manos de Frans en cuanto entran por la puerta mientras contesta «nadie» y «nada» a las preguntas del niño sobre el señor. Después le dice que no le diga a su padre ni una palabra de aquello.
Una vez dentro de casa mira el contenido del sobre. Hay una carta de Lundbohm y tres carpetas con el título «Share Certificate Alberta Power Generation».
Enciende la cocina y piensa quemarlo todo, pero sin saber por qué primero se pone a preparar café. Después oye los pasos de Johan Albin en la escalera. Coge el sobre y lo esconde entre los papeles que hay en la cómoda.
Y allí se queda.