«Diez millones», pensó Rebecka mientras iba para su casa. Las acciones estaban en su bolso, en el asiento de atrás.
«Dólares canadienses», pensó indecisa en la cocina con las acciones en la mano. Al final, las puso debajo del montón de recibos que había sobre su escritorio.
—Voy a buscar a Marcus —le dijo a Vera y a Mocoso. Esperad aquí.
Aunque cuando abrió la puerta, Vera aprovechó para salir fuera.
—No, si ya lo sé —dijo Rebecka abriendo la puerta del coche—. Como si alguna vez escucharas lo que digo. ¿Vas a acompañarme a buscar a Marcus?
Vera se sentó en el asiento de delante mientras Rebecka oía quejarse a Mocoso dentro de la casa.
Condujo por la pista de grava hasta que llegó al camino que bajaba hasta el río Rautasälven.
La última luz del día se iba apagando. El cielo estaba azul y en silencio. La luna fue abriéndose paso entre las nubes. Las gotas de humedad colgaban temblorosas de los árboles. La nieve que aún quedaba lucía como brillantes espejos.
El camino estaba resbaladizo y no se veía nada. Las maderas sobre la turbera aún estaban peor.
Vera iba correteando y se agarraba con las pezuñas, aunque tanto ella como Rebecka resbalaron un par de veces cayendo en medio de la turbera.
Cuando llegaron a la otra punta del camino de tablas, Vera tenía la barriga mojada, pero a Rebecka la humedad le llegaba hasta las rodillas. Llevaba los zapatos totalmente encharcados y los dedos de los pies se le estaban quedando helados.
Las cabañas a lo largo del río estaban a oscuras. Abandonadas y vacías. Las barcas boca abajo y las bicicletas y las cajas de arena, así como los muebles de jardín, tapados con lonas.
Rebecka se preguntó cuál sería la cabaña que le habían dejado a Maja.
—A seguir andando —le dijo a Vera.
Vera continuó a través del bosque mientras Rebecka fue chapoteando hasta que vio una cabaña con luz. Se dirigió hacia allí y llamó a la puerta.
Maja Larsson abrió.
—¡Oh! —exclamó cuando vio las piernas mojadas de Rebecka.
Fue a buscar un par de calcetines de lana y preparó café.
Rebecka se frotó los pies y sintió el dolor cuando empezaron a entrar en calor.
—Örjan y Marcus fueron río arriba a pescar —dijo Maja—. Esperemos que no resbalen y se rompan la crisma con esta oscuridad. Deberían llegar pronto. Quítate los vaqueros mientras esperamos. ¿Quieres un bocadillo de fuagrás?
—Gracias, aún no he comido. ¿Sabías que Sol-Britt tenía un hermanastro?
—¿Sí? No lo sabía. Siempre decía que era una suerte que yo existiera porque no tenía hermanos. Espera, tengo que contar para que no salga el café demasiado fuerte. Örjan dice que la cuchara se puede mantener tiesa dentro de la taza.
Maja Larsson pulsó el botón de la cafetera eléctrica y sacó un pan de molde de una bolsa de plástico. Mientras se movía parecía reflexionar. Cortó el pan despacio en rebanadas exactamente iguales y untó la mantequilla y el fuagrás como si estuviera pintando un óleo.
—Me sorprendería mucho. Pero todas las familias tienen sus secretos, ¿no es así?
Puso los bocadillos delante de Rebecka.
—No me dijo nada, pero supongo que lo sabía. Por lo menos después de la muerte de su padre.
Sonó una señal en el teléfono de Rebecka. Maja Larsson se volvió y buscó dos tazas de café en un armario. Rebecka sacó su teléfono. Era un sms de Sonja, de la centralita, en el que ponía «El hermanastro de Sol-Britt Uusitalo. Envío nombre, DNI y foto de pasaporte por correo electrónico».
Rebecka abrió el correo:
«Örjan Bäcke, 14091948-6910».
Rebecka dejó de respirar. Pasaron unos segundos antes de que pudiera ver la foto del pasaporte. Reconoció aquel pelo largo y rubio.
Se esforzó para que la voz le saliera como siempre y preguntó:
—¿Cómo os conocisteis tú y Örjan?
«Mierda, mierda y mierda», pensó.
—Vino a leer el contador del agua esta primavera —respondió Maja poniendo las tazas sobre la mesa.
—Ah, creía que ahora lo leía uno mismo y enviaba la lectura.
—Sí, también se hace así, pero hubo algún lío, así que, por lo visto, unos cuantos habían desaparecido del sistema. Bueno, algo parecido. Yo tenía un árbol podrido que estaba a punto de caerse sobre el trastero y él se ofreció a cortarlo. Y eso fue lo que pasó. ¿Por qué?
Rebecka se levantó.
—¡Marcus! —gritó.
Maja había cogido la jarra del café y la puso sobre la mesa.
—Dios mío, Rebecka —dijo—. ¿Qué te pasa?
—No sé cómo decirte esto —dijo Rebecka—. Pero Örjan es el…
En ese mismo momento se oyó un ruido en la entrada. Un ruido sordo.
Maja saltó hacia atrás como si hubiera visto una serpiente. No pudo sofocar un grito.
Rebecka dio unos pasos rápidos hacia delante y abrió la puerta del armario del recibidor.
Marcus cayó hacia fuera. Tenía las rodillas pegadas a la cara. Cinta americana en las muñecas, los pies, el cuerpo y la boca.
Miró a Rebecka con los ojos como platos.
Rebecka se inclinó deprisa sobre él para liberarlo de la cinta de la boca. No pudo, no se podía despegar.
Un pensamiento apareció en su cabeza de repente.
«De todas formas no cuadra, porque Örjan…».
Después Marcus miró hacia un lado y se fijó en algo justo detrás de Rebecka, que en ese preciso momento sintió unos dedos de hierro agarrándole la nuca.
Maja Larsson era sorprendentemente fuerte. Con una mano sujetaba a Rebecka por el cuello mientras con la otra la cogía del pelo y la golpeaba contra el marco de la puerta. Rebecka levantó las manos para protegerse, pero antes de conseguir ponérselas en la cara, Maja la golpeó de nuevo contra el marco. Después del tercer golpe empezó a ver los cantos negros. La oscuridad venía de los lados. Veía a Marcus como por el agujero de una cerradura. No notó el cuarto golpe. Débilmente sintió que le desaparecían las piernas y los brazos se quedaban sin fuerza.
Entonces cayó. Encima del niño.
Una tarde de agosto de 1919, Hjalmar Lundbohm se encuentra con el delegado del Gobierno Björnfot. Deciden cenar juntos en el restaurante del hotel Järnvägshotell. Comen mantequilla, queso y arenques, beben cerveza. Después jamón de Lubeck con espinacas, huevos y aguardiente. Luego un plato de leche ácida, café y coñac.
Cuando traen el whisky a la mesa, los dos están ebrios, pero son adultos y tienen costumbre y aguantan el alcohol mejor que la mayoría, así que continúan llamando a la señorita Holm para que siga sirviéndoles. Beben y fuman.
Hablan de la guerra que por fin ha terminado. También de que llegan nuevos tiempos. El gerente suspira porque la nueva junta directiva de la compañía se está involucrando, hay que pasarles informes y discutir y deben aprobarlo todo, por insignificante que sea.
—Yo soy un hombre de acción —explica—. Si hay algo que hacer, lo hago de inmediato.
Nuevos tiempos. La fiebre del jazz y el voto de la mujer. La guerra civil en Rusia y el tiempo que le queda al gerente se acaba, porque el señor Lundbohm cumplirá sesenta y cinco años en primavera. Se pierden en los recuerdos.
Al final Hjalmar Lundbohm saca el tema de Elina Pettersson. No es ningún secreto, le dice al delegado del Gobierno, que él y la maestra fueron más que amigos el año anterior al brutal asesinato.
El delegado se queda callado, aunque no parece que el gerente se dé cuenta.
—Aunque estaba con otros —dice arrastrando las palabras.
Cuando el delegado parece confundido continúa diciendo:
—Lo sé. Hubo una investigación y había varios candidatos a la paternidad.
—¿Qué investigación?
—¡La de ustedes! ¡Su investigación! Me lo explicó el intendente jefe Fasth antes de que… bueno, también fue una tragedia. Hemos tenido unos cuantos dramas, ¿no es cierto?
El delegado Björnfot calla. Calla y sacude la cabeza despacio. Mira el vaso de whisky, parece dudar, pero decide hablar.
—No, nunca supe que tuviera a nadie más. Pero estoy convencido de que fue el intendente jefe Fasth quien le quitó la vida.
El gerente se sacude. Como un perro que se sacude el agua. Se pregunta de qué demonios está hablando el delegado.
Y Björnfot mira al gerente y piensa: «No lo sabía. Realmente no lo sabía».
Después se lo explica. Lo de la camisa en el hogar y los relatos de las criadas.
Cuando acaba, espera que Lundbohm diga algo, que reaccione.
Pero el gerente se queda callado con los ojos y la boca abiertos.
Al final el delegado del Gobierno se inquieta.
—Señor Lundbohm —dice—. Señor Lundbohm, ¿le ocurre algo?
Pero el gerente ha perdido la capacidad de hablar y tampoco puede levantarse.
El delegado llama a la señorita Holm. Una de las chicas de la cocina va corriendo a buscar al doctor mientras con otros comensales del restaurante llevan a Hjalmar Lundbohm hasta la cama de la señorita Holm.
—No está borracho —dice Björnfot—. Lo he visto bebido en alguna otra ocasión y por eso lo sé. Mírenlo, intenta hablar.
Llega el doctor, pero el gerente ya puede andar y decir algo.
El doctor sospecha un envenenamiento de nicotina y que el corazón le está aumentando de tamaño. Después advierte que beber con mesura no es malo.
—¡Y lo mismo con la comida!