La casa de la familia Niemi estaba un poco alejada, en la bahía de Kurravaara. La señora Niemi dejó entrar a los policías que querían hablar con ella y con su marido. Primero se asustó, pero le aseguraron que no les había ocurrido nada a ninguno de sus hijos ni a ningún familiar.

Tenía unos treinta años y era alta y delgada. Llevaba el pelo teñido de rubio y muy corto en la nuca, el flequillo muy largo y los lados le llegaban a la boca. Llevaba varios anillos en la oreja izquierda y otro en la nariz. Masticaba chicle y de reojo miraba la tele que estaba en la cocina. Alguien vendía un cortaverduras milagroso que cambiaría la vida del comprador y haría que sus hijos suplicaran poder comer zanahorias y pepino.

Sven-Erik Stålnacke y Krister Eriksson se sentaron y la señora Niemi llamó a su marido. Este llegó, se colocó en el quicio de la puerta y se presentó como Lelle. Era rubio como su mujer y se le notaban los músculos. Parecía que le habían roto la nariz en algún momento de su vida y eso le daba un aspecto de boxeador guapo aunque un poco rudo.

—La Policía —dijo la señora Niemi escueta.

—Sí, aunque no estamos de servicio —aclaró Krister.

—¿Queréis tomar algo? —preguntó Lelle, y sonrió como si fueran amigos de la infancia que habían venido de visita—. ¿Café o una cerveza?

Krister y Sven-Erik hicieron un gesto con la mano que significaba «no, gracias».

—Es por vuestro hijo, Willy —dijo Krister Ericsson—. Y un chico que va a la misma escuela, Marcus Uusitalo.

La sonrisa se apagó de inmediato en los labios de Lelle Niemi.

«Demasiado tarde para una cerveza», pensó Sven-Erik.

—Otra vez ese tema —dijo Lelle Niemi.

Después llamó a su hijo, que estaba en el piso de arriba:

—Willy, ¡ven aquí!

Se oyeron unos pasos en la escalera y luego apareció en la puerta el señorito Niemi. Su padre lo hizo pasar delante y él se quedó a su espalda.

—Si alguien va a hablarme de acoso, quiero que el chaval lo oiga. Porque ¿es a él a quien vais a acusar?

—¿Quieres que me dirija a él o a ti? —preguntó Krister.

—Habla con Willy directamente. Así lo he educado, que se ventilen las cosas con quien ha hecho algo. ¿Verdad, Willy? Ojo por ojo. De frente.

Willy asintió y cerró la boca.

—Tú y tus amigos —dijo Krister a Willy—. Quiero que dejéis en paz a Marcus Uusitalo. Del todo.

—Pero ¡joder! —aulló Willy—. Yo no he hecho nada. Ya lo dije la otra vez, yo no he hecho nada. Díselo, papá.

—Tranquilo, Willy —respondió Lelle Niemi poniendo una mano en el hombro de su hijo—. Espero que no pretendas llamar mentiroso a mi hijo.

—Mentiroso y acosador. Me das pena, Willy, porque esas cosas se aprenden en casa. Pienso obligarte a dejar que acoses a la gente y me alegro de poder hacerlo porque me preocupo por Marcus.

—¿Qué cojones estás diciendo? —bufó Lelle Niemi—. Ese Marcus Uusitalo tiene serios problemas. Su madre lo abandonó, su padre murió atropellado hace unos años. Su abuela…

Acabó la frase silbando y haciendo un gesto con el pulgar hacia la boca que ilustraba que bebía.

—Y ahora la han asesinado —continuó—. Todo está en el Expresen y en todas partes. Es tremendamente trágico pero, joder, no mezcles a mi chico en eso.

—Eso es —añadió vacilante la señora Niemi—. No entiendo por qué os metéis con Willy. Eso sí es acoso.

—Sé a lo que os dedicáis tú y tus amigos —dijo Krister a Willy—. Lo estáis haciendo desde que Marcus empezó preescolar. Lo llamáis coñito, mariquita, le tiráis bolas de nieve con piedras dentro, le ponéis mierda de perro en la mochila y lo empujáis hasta que se cae cuando pasa por vuestro lado. Y a partir de ahora, basta, se acabó.

Willy se encogió de hombros.

—No sé de qué estás hablando.

—¿Es que la Policía no tiene nada mejor que hacer que perseguir a una familia normal y corriente? —preguntó Lelle Niemi—. ¿Es que no tenéis que dedicaros a detener ladrones? Ya podéis largaros. Hemos acabado de hablar.

—Y dejad de perseguir a la gente normal y corriente —dijo como un eco la señora Niemi mirando a Krister Ericsson sin esconder su repulsión.

Krister la miró directamente a los ojos y ella tuvo que bajarlos.

—Es precisamente eso —dijo Sven-Erik Stålnacke, que hasta ese momento no había pronunciado ni una sola palabra—. Que no eres una persona normal y corriente, Lelle Niemi. Estás de baja por enfermedad y llevas así dos años.

—Hernia discal —respondió Lelle Niemi.

—Sin embargo, todavía trabajas como pintor, pero en negro.

—Nos estáis acusando —gritó la señora Niemi—. Creía que estaba prohibido por la ley.

—¿De qué cojones estáis hablando? —preguntó Lelle Niemi.

—Bonita piscina —continuó Sven-Erik tranquilo—. Dos coches nuevos en la familia. Si se investiga vuestra Visa creo que se pueden encontrar viajes en Navidad a Tailandia y un poco de todo. ¿No es así? ¿Cómo se puede tener todo eso con lo que paga la seguridad social y la media jornada de tu mujer y con tres hijos? Es justo en lo que Hacienda tiene interés.

—Creo que también encontraremos muchas compras de pintura a través de la tarjeta —añadió Krister Ericsson.

—Los testigos no suelen ser problema en esos casos. La gente es tremendamente sincera y habladora mientras no les afecte a ellos. No es un delito grave encargarle un trabajo a un pintor una vez. Pero lo que tú haces…

La pareja Niemi no decía nada. El joven Willy miraba intranquilo primero a su padre y luego a su madre. En la tele aparecía una estrella de Hollywood cortando pepino con fervor religioso.

—Hay unas cuantas cosas —continuó Sven-Erik—. El hecho de que puedas trabajar y estés cobrando de la seguridad social es un delito grave. Además, trabajas en negro. Grave evasión de impuestos y grave fraude fiscal.

—Cárcel —dijo Krister—. Varios años. Y cuando salgas, Hacienda te habrá embargado la casa y todo lo que hay dentro. Viviréis en un triste piso de alquiler y tendréis que pagar toda la deuda con Hacienda, pero para entonces tendrás prohibido ser empresario o autónomo. Tendrás que trabajar para otros y vivir con el sueldo mínimo.

—No eres una persona normal y corriente —dijo Sven-Erik Stålnacke con voz serena—. La gente normal y corriente trabaja y paga impuestos para que su hijo pueda ir a la escuela, para que tú tengas la calle asfaltada y puedas pasar por ella con tu coche. Ellos pagan el dinero que recibes de la seguridad social. Tú eres simplemente un parásito.

—Pero a mí me preocupa Marcus Uusitalo —dijo Krister—. No pienso darles el soplo a mis compañeros de Hacienda si le dices a tu hijo que deje a Marcus Uusitalo en paz. Esto también es para tus amigos, Willy. Dejad a Marcus tranquilo, del todo.

—Pero yo no he… —intentó decir Willy.

—Cierra el pico —lo interrumpió su padre.

Después dijo en voz baja:

—Ya lo has oído. Déjalo en paz.

—Ya nos vamos —informó Krister Ericsson levantándose—. Lo mejor es que habléis de esto a fondo. A ver qué hacéis. Porque sólo os doy media oportunidad. Una mirada, una palabra y los llamo. No tengo paciencia.

—¿Hemos hecho el mundo mejor? —dijo Sven-Erik Stålnacke cuando salieron de la casa.

Desde dentro oyeron a la señora Niemi gritar y a Lelle contestarle a pleno pulmón, aunque no podían entender las palabras.

Se sentaron en el coche. Krister iba a llevar a Sven-Erik a casa.

—No —respondió Krister Eriksson—. Esos críos encontrarán otra víctima. Pero hemos hecho un mundo mejor para Marcus, y para mí es suficiente por hoy.

Cuando el intendente jefe Fasth tuvo el accidente en la trituradora, Hjalmar Lundbohm se vio obligado a volver a Kiruna.

Flisan aprovecha para despedirse. Lo ha ensayado muchas noches cuando no se podía dormir. Entonces le decía que era un pobre hombre, que si se hubiera responsabilizado de Elina seguiría viva. Que como él le dio la espalda ocurrió lo que ocurrió.

Ahora está en la cocina escuchando sumisa mientras él le explica quiénes asistirán a la cena. Son los ingenieros y sus esposas.

Cuando acaba, ella le hace una reverencia. Es para volverse loca. Cuando ella preparaba su discurso por las noches no hacía reverencia alguna. El gerente acababa destrozado por la culpa y ella no tenía ninguna misericordia. Se plantaba delante de él y le decía las verdades como un ángel vengador.

Flisan no pronuncia ni una sola palabra sobre Elina. Sólo que Johan Albin ha encontrado trabajo en Luleå. Él tampoco responde, aunque por un segundo se queda de pie y parece que quiere decir algo.

Después ha pasado la ocasión. Suena el teléfono y se apresura hacia su despacho. Ella piensa que si aquel aparato hubiera sonado durante el entierro de su madre, él de todas formas se hubiera ido corriendo a responder. Flisan vuelve a la cocina y organiza a las criadas, que corren como ratones asustados, se les caen las cosas de las manos y apenas se atreven a respirar ni a preguntarle cómo quiere que hagan esto o lo otro.

«Mira que ni siquiera preguntar por el niño… —piensa furiosa—. Aunque mejor que no lo haga. Imagina que quiere hacerse responsable, ¿quién lo educaría? ¿Algún ama de llaves?

»Aun así —piensa, y se le quema la salsa blanca que está haciendo—. ¡Debería preguntar por él!».

Es tarde. Hjalmar Lundbohm está solo en el jardín fumando un puro. Se ha puesto encima una piel de lobo y ha acompañado a sus invitados una parte del camino.

Se lo han pasado bien, sin ningún rubor, teniendo en cuenta que Fasth todavía no está bajo tierra. Lo cierto es que nadie lo ha nombrado durante la cena. Cuando Lundbohm ha brindado por él y ha dicho unas palabras, los demás han levantado sus copas bajo un silencio sumiso, pero todos parecían tener prisa en cambiar de conversación en cuanto las copas han reposado de nuevo sobre el mantel.

«Quizá sea yo el único que lo eche de menos —piensa Lundbohm mientras mira fijamente la estrella polar—. El intendente jefe era un tipo duro y no caía bien a nadie, pero cumplía con su trabajo. Y con el mío —agrega Lundbohm—. Todo lo que yo prefiero no hacer, disciplina, orden, cifras».

Ahora resulta que, además, se queda sin ama de llaves.

Intenta apartar de su conciencia la cara seria de Flisan. «Ella que siempre ha sido un rayo de sol, igual que… Elina».

No quiere pensar en Elina. No debe. Nada puede devolverle el tiempo pasado. Nada de lo hecho puede remediarse.

Pegaso, Tauro y El Carro lo miran fríos. Está allí esa noche de invierno y se siente acosado por una soledad profunda. Unas palabras de la Biblia le acuden a la mente: «Al ver tu cielo, hechura de tus dedos, / la luna y las estrellas que pusiste, / ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, / el hijo de Adán para que de él cuides?».

«No soy nadie», piensa sintiéndose de pronto tan solo como se sentía los primeros años en la escuela. Ya entonces gordo, soñador y sin amigos.

«Y ahora, si no tuviera la mina, esta casa… ¿Quién soy yo? El mundo conoce al gerente, pero ¿quién conoce a Hjalmar?

»Elina —piensa—. ¿Me amaba en realidad? ¿Me amaba? Todos esos hombres que constantemente volvían la cabeza para mirarla y las cartas que le dejaban en la puerta».

Recuerda su piel, su cuerpo. Su propia sorpresa del principio. De que ella lo quisiera. Tan viejo que podía ser su padre.

Tiene dificultad para respirar y se le cae el puro en la nieve. De pronto tiene miedo de caerse, de no poder volver a ponerse de pie.

«Estoy cansado —se dice a sí mismo—. No es nada. Demasiado trabajo, nada más».

Entra en casa con los brazos separados del cuerpo para mantener el equilibrio.

Una vez dentro, se deja caer en el banco del recibidor.

«El niño, claro que podría ser mío». Pero ella no dijo nada cuando se lo preguntó. ¿Y cómo iba a cuidarlo él? El niño necesita una madre. Y sabe que Flisan y su prometido se ocupan de él.

Es mejor así.

La casa es tan silenciosa. En la cama sólo hay bolsas de agua caliente.

Con esfuerzo sube la escalera que va al dormitorio. En cada peldaño piensa: «Mejor así, mejor así».