Marcus fue con cuidado hasta encontrarse con el hombre, que tenía el pelo largo y espeso. En su interior hablaba con el perro salvaje. «Vera vendrá pronto —se dijo—. Y Krister. Y Rebecka. Dentro de poco vendrán. Me vendrán a buscar. Pronto».

El hombre lo saludó con un escueto «hola» y Marcus lo siguió. De vez en cuando volvía la cabeza para ver a Krister y a Sven-Erik, pero al final desaparecieron de su vista. El camino de madera sobre la turba se acabó y el sendero continuó a través del bosque. Se oía el ruido de la corriente del río. El hombre intentaba poner los pies donde había tierra, pero a veces debajo de la nieve había hielo y resbalaba.

—Ve tu primero —dijo el hombre.

Marcus salió corriendo.

Cuando el bosque empezó a ser más claro junto al río, vio a una mujer de pelo cano. Estaba a unos cien metros, junto a un barco boca abajo, intentando liberar los remos del hielo que se había formado en el suelo.

Golpeaba el suelo con una pala. Cogía la pala con las dos manos y picaba. Picó de nuevo.

Marcus se paró en seco.

Había visto aquella figura del bote antes. Entonces. Cuando subió la escalera y miró dentro del dormitorio de la abuela. No le había visto la cara porque quien había estado en casa de la abuela llevaba una gorra. Una de esas con agujeros para los ojos y la boca que llevan los que van en moto de nieve.

Pero reconoció el cuerpo. Los brazos que picaban una y otra vez.

Pinchaba a la abuela y él tuvo miedo y huyó. No salvó a su abuela. Se fue y volvió a subir la escalera. Abrió la ventana aunque le temblaban las manos. Saltó fuera y corrió. Corrió a través del bosque. Después llegó Krister. La abuela estaba muerta.

Ahora. Ahora lo iba a coger a él.

Oyó su propia voz afónica cuando gritó.

Gritó con todas sus fuerzas e intentó correr, pero no podía.

El hombre, detrás de él, lo había levantado del suelo. Lo agarraba por el brazo y la chaqueta. Marcus seguía corriendo con los pies en el aire.

—Cierra el pico —gruñó el hombre.

—¡Krister! —gritaba Marcus desesperado—. ¡Krister!

Después un tronco se le acercó y nada más.

Krister Ericsson y Sven-Erik Stålnacke no oyeron grito alguno. Estaban en el coche camino de Kiruna. Dos caballeros iban a procurar que Willy Niemi, de nueve años, dejara de molestar a Marcus Uusitalo, de siete.

El intendente jefe Fasth va hacia Kiruna. Es como un quitanieves humano. La gente se aparta a su paso, lo saluda de forma rápida, se quitan la gorra o hacen una reverencia. Las miradas son esquivas.

No le importa que lo teman. Todo lo contrario, le gusta. El odio de los demás lo hace más fuerte, es como el acero que se fortalece con el calor.

Sí, no tiene inconveniente en que la gente de Kiruna se imagine cosas, nadie puede demostrar nada.

Hizo que aquella señorita remilgada se arrodillara ante él y ahora tiene de rodillas a toda la ciudad.

El único que tiene poder sobre él es el gerente Lundbohm. Pero Lundbohm es un loco. Fasth le ha escrito y le ha contado el trágico suceso. Le ha explicado que la investigación ha demostrado que la maestra tenía relación con varios hombres, que había tenido un niño y que varios podían ser el padre. Sin embargo, parecía que la muerte no podría aclararse.

El gerente no le respondió. En el futuro, el intendente jefe espera verlo poco por Kiruna. Mejor.

Mientras, Fasth tiene otras cosas en que pensar. La máquina de picar piedra de la mina está parada y él atraviesa la ciudad como un conquistador airado.

Ineptos que no saben hacer su trabajo. ¿Cuál es el beneficio de tener mineral si no se puede extraer? ¡Nada! Hay que romper el mineral y cargarlo.

Normalmente se oye el ruido de la trituradora desde lejos. El gigantesco molino que rompe los bloques de mineral ahora está en silencio. Los hombres están fuera fumando, pero se ponen rápidamente de pie cuando ven acercarse al intendente jefe.

Uno de ellos intenta aclararle la situación:

—Un bloque de piedra se ha quedado encallado.

Pero Fasth no está allí para hablar de tonterías. Aparta de un empujón al hombre haciéndolo a un lado y le coge la barra de hierro.

Lo acompañan como si fueran un grupo de alumnos. El molino es como un gran cilindro con púas en un embudo de acero. Normalmente las púas giran y giran rompiendo las piedras y haciéndolas más y más pequeñas hasta que caen en la vagoneta que está debajo.

Fasth entra dentro de la trituradora.

—Este es vuestro trabajo —gruñe—. Soltar los bloques que se quedan encallados.

Mete la barra de hierro debajo del bloque de piedra que se ha quedado encallado.

—Sois unas jodidas señoritas —resopla—. Os restaré esto del salario.

Al oír la palabra «señoritas» algo recorre el interior del cuerpo de los hombres. Ni siquiera necesitan mirarse, todos piensan lo mismo. Es como si ella estuviera allí con ellos. Con las mejillas redondeadas y los ojos alegres.

Miran de reojo a Johan Albin, porque él la conocía. Es el prometido del ama de llaves con la que la maestra compartía vivienda.

Abajo, en la trituradora, el intendente jefe resopla como un toro por el esfuerzo. El bloque no quiere soltarse. Pero a Fasth se le ha metido entre ceja y ceja demostrarles a los inútiles de allí arriba para lo que sirve.

—¿Es que no tenéis cojones? —pregunta quitándose la americana. Después vuelve a hacer fuerza con la barra.

El menor del grupo coge la chaqueta. Mira a su alrededor en busca de un lugar donde colgarla.

En ese momento, todas las miradas se dirigen hacia el mismo sitio.

El interruptor de la corriente. Nadie lo ha desconectado.

Intercambian miradas. Nadie dice voi perkele y sale corriendo para darle al interruptor. El más joven pone la americana todo lo mejor que puede en su brazo.

El intendente jefe, por fin, consigue desencallar la piedra.

La trituradora se pone en marcha con un rugido. Las piedras chirrían contra el acero, chocando unas con otras.

Bajo los pies del intendente las piedras desaparecen como si fueran mercurio. Es como si la trituradora lo absorbiera. En un abrir y cerrar de ojos ha desaparecido la parte inferior del cuerpo.

No lo oyen gritar. Sólo ven la sorpresa y el miedo. La boca abierta. El ruido se hunde en el rugido del acero que encuentra las piedras.

En unos segundos ha pasado todo. La trituradora acaba con Fasth moliéndolo junto a las piedras, rompe su cuerpo y vomita los restos en la vagoneta que hay abajo.

Johan Albin le da al interruptor y todo se queda quieto y en silencio.

Después escupe a las piedras rotas.

—Bueno —dice—. Será mejor que vayamos a buscar al delegado del Gobierno.

Måns llamó a Rebecka cuando había pasado menos de una hora.

—¿Estás segura de que pone Share Certificate Alberta Power Generation?

—Sí —responde ella—. Las tengo en la mano.

—¿Cuántas participaciones son? —preguntó Måns.

—Pone «Representing shares 501-600» en la primera, «601-700», en la segunda, y «701-800», en la tercera.

—Joder, Rebecka. ¿Y pone algo sobre transferencias en la parte de atrás?

—Vamos a ver… «Transferee» y «4 de marzo de 1926 Frans Uusitalo». Más abajo pone «Transferor Hjalmar Lundbohm». Explícame qué pasa.

—La empresa existe todavía. Es una empresa de aguas bastante importante, con sede en Calgary. Se han realizado muchas emisiones nuevas. Al principio estas acciones representaban una décima parte del valor de la empresa. Ahora es una diezmilésima parte.

—¿Y?

—De todas formas tienen valor.

—¿Cuánto? ¿Me las meto debajo de la chaqueta y tomo el primer vuelo a América?

—Sí, tendrías de sobra si no fuera porque en la parte de atrás figura el nombre del receptor.

—¿Cómo? ¿Cuánto, Måns? Venga.

—Te digo que para ti esas acciones no valen una mierda.

—Pero…

—Pero para Frans Uusitalo, o sus herederos, tienen un valor de unos diez millones.

—¿Estás de broma?

—De dólares canadienses.

Se quedaron en silencio unos segundos. Rebecka respiró hondo.

«Sol-Britt Uusitalo era rica —pensó—. Vivía en una casa medio derruida en Lehtiniemi y le costaba llegar a fin de mes. No tenía ni idea».

—No se pueden vender las acciones —dijo en voz alta— porque los herederos de la propiedad están escritos en ellas, ¿no?

—¿Su padre tenía más herederos? —preguntó Måns.

—Te llamo luego —respondió Rebecka.

—¿Qué se dice?

—Gracias, Måns. Gracias, guapo, inteligente, precioso Måns. Te quiero. Pero ¡joder!, te llamo luego.

—No hagas ninguna tontería —advirtió Måns.

Pero Rebecka ya había colgado.

—La verdad es que intenté decírtelo cuando hablamos por teléfono la última vez —dijo Sonja, de la centralita, cuando Rebecka llamó—. Pero es que eres…

—Sí, ya lo sé.

—Sí, pero ya ves.

—Perdona. Te escucho.

—También tenía un hijo. Mayor que Sol-Britt, con otra mujer. Pero en la herencia no había ni siquiera suficiente para los gastos del entierro.

«No, vaya», pensó Rebecka. En voz alta dijo:

—Así que Sol-Britt tenía un hermanastro. ¿Cómo se llamaba?

—Querida, ¿cómo quieres que me acuerde? ¿Lo miro?

—Sí, ahora mismo —dijo Rebecka—. Quiero todo el árbol genealógico.