«No estoy bien de la cabeza —pensó Rebecka cuando salía de casa de Ragnhild Lindmark—. Ni siquiera sé lo que estoy buscando».
Anna Jaako estaba en casa y la invitó a café. Rebecka lo aceptó y se lo bebió todo lo despacio que pudo para que Anna no volviera a llenarle la taza.
Era delgada como una bailarina. Tenía el pelo completamente cano y lo llevaba recogido en una atrevida cola de caballo.
—No creo que lo atacara un oso —dijo Rebecka, que había decidido no ir con tanto cuidado. De todas formas, la gente hablaría, así que se lo explicaría todo e igual sacaría algo en claro—. Creo que le dispararon y que luego el oso se lo comió.
Anna Jaako se puso pálida.
—Perdona —se excusó Rebecka avergonzada.
Anna Jaako hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.
—No te preocupes, no soy tan débil como parezco. Pero ¿quién iba a dispararle?
—Pudo haber sido por error —dijo Rebecka débilmente—. Un cazador, quizá, que ni siquiera llegó a verlo.
—¿No es bastante improbable?
«Muy improbable —pensó Rebecka—. En especial teniendo en cuenta que le dispararon en la pierna y por lo menos dos veces en el pecho».
—No sé tampoco qué estoy buscando —admitió Martinsson, sincera—. ¿Había alguien que tuviera motivos para matarlo? ¿Ocurrió algo especial antes de que desapareciera?
—No —respondió Anna Jaako—. Nada que yo recuerde. Y no tenía dinero. Bailaba muy bien. Solíamos bailar aquí, en la cocina.
Se veía que seguía recordando la alegría.
—Si recuerdas algo, llámame —pidió Rebecka mientras escribía su número de teléfono en la parte trasera de un recibo que llevaba en el bolso.
Anna Jaako observó el recibo y leyó el número en voz alta.
—Seguro que no tiene importancia, han pasado ya tres años.
—¿Qué? —preguntó Rebecka.
—Lo único que recuerdo. Hace tres años —dijo Anna Jaako—. Me acuerdo porque yo iba a cumplir los setenta y cinco. Bueno, Frans era el hijo ilegítimo de Hjalmar Lundbohm, eso a lo mejor no lo sabías.
—Sí, sí que lo sé.
—Su madre, aunque no era su verdadera madre, pero con quien se crio, era criada en casa de Lundbohm y estaba indignada con él. Frans creció con la idea de que Lundbohm era un sinvergüenza. Bueno, no se puede decir creció, porque le habló de sus verdaderos padres cuando el padre adoptivo ya había muerto y Frans tenía ya veinte años. Bueno, hace tres años encontró unas viejas acciones que estaban en un cajón con fotografías y certificados de estudios. También había una carta donde Lundbohm escribía que dejó aquellas acciones a su hijo Frans Uusitalo; Frans llevaba el nombre de su padre adoptivo. Me hizo la broma de que nos podríamos ir de crucero porque era rico. Acaudalado, eso dijo, acaudalado.
—¡Vaya!
—Pero no ocurrió nada y nunca volvimos a hablar de ello. Creo que su hija estuvo investigando y probablemente no tenían valor alguno. Aunque eran bonitas. En la actualidad las acciones sólo están en los ordenadores.
—¿Hace tres años?
—Sí.
«Al hijo de Sol-Britt lo atropellaron hace tres años», pensó Rebecka.
—Discúlpame —dijo Anna Jaako secándose los ojos, ya que de golpe había empezado a llorar desconsoladamente—. ¿Sabes?, lo echo de menos tantísimo… Si alguien me hubiera dicho cuando tenía tu edad que iba a encontrar al amor de mi vida después de cumplir los setenta, me hubiera muerto de risa.
Miró a Rebecka fijamente.
—Hay que aprovechar el amor, es un consejo. De pronto lo hemos vivido por última vez. Y lo demás, se lo lleva el viento.
Hay que trabajar para no perder la cabeza. Flisan ha limpiado la casa varias veces. Ha fregado el suelo y el techo de la cocina, lavado y planchado las delgadas cortinas de algodón e incluso ha pintado de color azul las puertas de los armarios de la cocina.
—¿Estás loca? —le dicen las vecinas. ¡Lavar las cortinas en pleno invierno! Como si no hubiera suficiente con la ropa de trabajo.
Acaba de decidir que va a preparar una olla de palta de verdad, las albóndigas cocidas típicas del norte. Ha cortado la carne y la grasa, y ha formado las bolas con harina de cebada y patata rallada. Pone las albóndigas en la olla grande con agua hirviendo y se crea un vapor que cubre toda la habitación. Como una auténtica sauna.
Oye un ruido detrás y por un segundo piensa que es Elina.
Cuando se vuelve ve que el intendente jefe Fasth ha entrado en la cocina.
Sus ojos son como puntas de cuchillo en esa cara roja y gorda que tiene. Mira deprisa en la alcoba para asegurarse de que están solos.
—¡Señoriiiiita! —dice.
Su voz es cruel. A una se le enfría hasta la médula cuando la oye. Como cuando has aclarado la ropa con el agua helada del invierno y no puedes dejar de temblar aunque mantengas vivo el fuego del hogar hasta por la noche.
—Mi prometido va a llegar en cualquier momento —le advierte Flisan.
Se arrepiente en cuanto lo dice. Las palabras le salen demasiado débiles. No puede dejar de mirar de reojo el cuchillo.
Fasth deja salir una sonrisa odiosa.
—Yo me cago en tu prometido y ahora vas a escucharme. Hay rumores en la ciudad sobre la puta de Elina Pettersson y sobre mí. Y la que habla más es Flisan.
—Sí, el intendente ha amenazado a sus criadas así que…
—¡La próxima vez que me interrumpas te doy un guantazo! —le grita—. El hijo de la puta, ¿no?
Señala con la cabeza el rincón donde Frans está durmiendo.
—Si le dices una sola palabra al delegado, o al gerente cuando vuelva a casa, o a alguna otra persona, te quito al niño. Le puedo explicar a la Institución de Cuidados a la Infancia tu vida disoluta, que vives aquí sola con cuatro hombres. ¿O no? Y además un novio. Antes repartíais entre dos, pero ahora tienes que hacerte cargo tú sola, claro.
Se interrumpe y observa a Flisan con una mirada tan horrible que la pobre se ve obligada a cruzar los brazos sobre el pecho.
—¿A quién crees que van a escuchar, a ti o a mí? Adoptaré al niño y te puedo prometer que no le faltarán palizas. Cada día. Es lo único que puede hacer frente a la herencia de su libertina madre. Ahora responde. ¿Es lo que quieres? ¡Contesta, he dicho!
Flisan se apoya en el borde de los fogones. Sólo es capaz de asentir con la cabeza.
—Entonces, de acuerdo. No abras la boca. Y prepara el equipaje y vete de Kiruna. Os doy un mes, y te lo advierto: no soy de los que tienen paciencia.
A Flisan le flaquean las piernas y se deja caer en el taburete que hay al lado de los fogones.
Fasth se inclina sobre ella y le susurra violento en la oreja:
—A la maestra le gustaba. Me pedía y me suplicaba que continuara. Me sentí obligado a ahogarla para que se callara.
Después desaparece por la escalera.
La olla de las albóndigas está hirviendo, pero Flisan es incapaz de apartarla del fuego. Ni siquiera puede ponerse de pie. Cuando Johan Albin llega un rato después a comer, ella sigue sentada. Frans está llorando en su cesta y las albóndigas están quemadas en la base de la olla. El vapor cae por los cristales de las ventanas.
Rebecka estaba buscando dentro de unas cajas de cartón en casa de Sol-Britt. Había llamado a Alf Björnfot para asegurarse de que hubiera una orden de registro domiciliario aún vigente.
—No quiero que me lo echen en cara cuando Von Post me envíe a los de Previa —le dijo.
—Si intenta algo así, tendrá que dedicarse a las multas hasta que se jubile —respondió Björnfot entre dientes.
¡Lo que una persona llega a acumular a lo largo de su vida! Rebecka sentía que el polvo le picaba en la nariz. Fotografías, cartas, copias de las declaraciones de renta, pólizas de seguro, dibujos infantiles, recibos, más de diez años de publicidad y Dios sabía qué más.
Cuando encontró una carta del jefe de Sol-Britt que, preocupado, hablaba de la bebida, Rebecka sintió ciertas dudas morales y se vio obligada a hacer una pausa y salir con Mocoso.
—Pero no hago mal a nadie —le dijo al perro, que corría bajo la aguanieve dejando anuncios de contactos en cada árbol. Como ella, él también husmeaba un poco.
Su teléfono vibró en el bolsillo. Era Krister.
—Hola —dijo con una voz tan tierna que ella no pudo por menos que sonreír—. Quería preguntarte si puedes hacerte cargo de Vera. Tengo que ir a hablar con los padres de unos gamberros que se meten con Marcus. He llamado a Maja y me ha dicho que unos conocidos les habían dejado una cabaña junto al río Rautasälven y que Marcus podía acompañarlos a pescar. Le irá bien y puede resultarle divertido. Van sólo a pasar el día.
—Puedes dejar a Vera en mi casa —dijo Rebecka—. Volveré pronto y puedo ir a buscar a Marcus. La llave está debajo de la maceta que hay en el porche.
Krister suspiró ruidosamente desde el otro lado de la línea.
—Debajo de la maceta… ¿Por qué cierras con llave si la dejas debajo de la maceta? Es el primer lugar donde uno iría a ver. O dentro de los zapatos, que por alguna extraña razón están a la intemperie.
—Ya lo sé, pero ¿no es maravilloso? Cuando vivía mi abuela, tenían como tradición no cerrar nunca con llave. Si uno se iba, ponía la escoba delante de la puerta, para que los que venían a tomar café gratis no tuvieran que subir hasta la casa en balde. Tenía que quedar claro que no había nadie en casa.
—Yo meto al perro y pongo la escoba en la puerta —dijo Krister riéndose antes de despedirse.
Rebecka siguió buscando y al final lo encontró: un sobre grande y marrón. Tres carpetas donde ponía «Share Certificate» y una carta con letra antigua y un poco temblorosa:
«Un viejo», pensó mientras se le aceleraba el corazón.
«Querida Flisan», así empezaba la carta.
Quería esperar a leerla. El estilo de la letra tampoco era fácil de descifrar. Llamó a Måns y él respondió de inmediato. Rebecka sintió remordimientos de conciencia, pero no tenía tiempo de hablar de amor.
—Tú que conoces a todos los que trabajan con los derechos de las compañías y el intercambio de acciones, necesito tu ayuda —dijo.
Flisan se despierta por las noches y habla con Dios. Da igual si trabaja mucho, tiene el sueño alterado. Está tumbada mirando el techo oscuro. Le explica al Señor que no lo aguanta más. Está llena de odio. Lo único que es capaz de hacer es rezar, aunque no encuentra las palabras. Ayúdame, Dios mío, ayúdame.
Intenta apartar las imágenes que recuerda de la cabeza rubia de Elina. Elina y el intendente jefe Fasth. La ensangrentada blusa de su amiga que el sacristán de la iglesia le dio cuando fue allí con ropa limpia para la mortaja.
«Ayúdame, Dios mío —implora—. Quiero matarlo ¿Por qué tiene que seguir viviendo? No es justo».
También tiene miedo, todo el tiempo. Quiere irse de Kiruna en ese instante, porque quién sabe lo que se le puede ocurrir al intendente Fasth. Puede quitarle a Frans en cualquier momento. Johan Albin le ha prometido que se van a ir, pero primero tiene que encontrar un trabajo allí adonde vayan.
Piensa de forma recurrente que si el intendente se atreve siquiera a mirar al niño, le aplastará su grasienta cara con el gancho de los fogones, una y otra vez… Y debería haberle volcado la olla de las albóndigas encima, escaldarlo como un cerdo.
«Ayúdame —pide de nuevo—. Ayúdame, Jesús que estás en los cielos».
Sven-Erik Stålnacke, Krister Eriksson y Marcus salieron del coche donde acaba la pista de grava; en medio del bosque. Desde allí oían el río Rautasälven a lo lejos.
—Rebecka y Vera vendrán luego a buscarte —le dijo Krister a Marcus—. Yo tampoco estaré fuera mucho tiempo.
—Yo quiero ir contigo —se quejó Marcus cogiendo a Krister de la manga de la chaqueta.
—Me daré toda la prisa que pueda —prometió Krister.
En el sendero a través del bosque todavía quedaba nieve, pero estaba aplastada. Era como ir por un estrecho camino de hielo. De los árboles caían gotas de agua y fuera del camino, en el suelo, había placas de nieve. Ponían los pies sobre las plantas de arándanos y las piedras que aparecían por debajo del hielo para no resbalar.
Estaba despejado, constató Krister sin atreverse a dejar de mirar el camino. El cielo parecía más alto. Las nubes se habían disipado.
Una escalera de madera llevaba hasta una turbera y allí había un camino hecho de tablas. Los peldaños de la escalera estaban resbaladizos y sobre las tablas se había formado una capa de hielo. Era casi imposible andar.
—Vamos, Sven-Erik, estilo y gracia como cuando te lo has hecho en los pantalones —murmuró—. Me voy a matar.
Después llamó a Marcus.
—Ve con cuidado, muchacho.
—Críos… —murmuró luego—. Cuando era como él yo también iba así.
Con la falta de miedo y el equilibrio de los chiquillos, Marcus les llevaba un buen trecho de ventaja. Con las rodillas ágiles y los pasos rápidos.
A lo lejos, junto a la linde del bosque, apareció un hombre en el camino de madera. Levantó la mano para saludar.
—¿Marcus?
Krister y Sven-Erik se pararon. Devolvieron el saludo con cautela.
—¡Ya lo cojo yo aquí! —gritó el hombre—. ¡Maja está junto a las cabañas! ¡Esto resbala mucho! ¡Ya podéis volver!
—Ah, bueno. Es su novio —dijo Sven-Erik a Krister—. Örjan, creo que se llama. Estaba en su casa cuando La Peste nos llevó a todos para interrogar a Maja. Deberías haber estado tú también. El fantoche del fiscal… Vámonos. Estaré contento si vuelvo vivo al coche.
—¡Adiós! —gritó Krister—. ¡Máximo una hora. Saluda a Maja y dale las gracias!
Dieron media vuelta y con sumo cuidado subieron por la escalera. El hombre de la linde del bosque llamó a Marcus.