—Sí, el padre de mi abuelo materno, Oskar Venetpalo, era dinamitero. Un hombre sencillo, ¿sabes? Hjalmar Lundbohm lo engañó. Encontró rocas macizas de mineral en Tuolluvaara, pero era uno de esos trabajadores leales de la vieja escuela. Así que fue a Hjalmar Lundbohm y se lo explicó y Lundbohm al día siguiente hizo la solicitud de derechos.

Rebecka Martinsson estaba en el porche de Johan Venetpalo fumándose un cigarrillo. Venetpalo estaba postrado en una silla de ruedas y parecía contento de la inesperada visita. Que fuera fiscal no parecía importarle.

—Pero él nunca dijo nada —continuó—. Se calló como un muerto. Sé que firmó algunos papeles donde se decía que Lundbohm fue quien encontró el yacimiento de mineral de hierro de Tuolluvaara y que Lundbohm le dio algo de dinero. Nunca explicó por qué. Está claro que tanto su mujer como sus hijos preguntaron qué había pasado. Mi abuelo siempre decía que a su padre lo engañaron, pero como era empleado de la compañía no se atrevió a pelear.

—No, claro.

—Lundbohm era un tipo listo. Debería haber solicitado los derechos para el Estado, pero los vendió directamente al propietario de una fundición de hierro que a su vez se los traspasó a una empresa minera recién registrada. De esa manera al Estado le resultaba muy difícil empezar a pelearse y decir que como Lundbohm trabajaba para el Estado, tenía que poner a su disposición los derechos. Así que la Corona y la nueva compañía minera firmaron un contrato y Lundbohm se convirtió también en el gerente de esa compañía, con unos ingresos de cinco mil al año. En aquel entonces era mucho dinero. ¿Por qué preguntas todo esto?

—Por propio interés. Ya sabes, se empieza a tirar de un hilo en alguna parte y…

Johan Venetpalo la miró como si la estudiara.

—¿Es por lo de Solveig Uusitalo de Kurravaara? Era la nieta de Lundbohm.

—Sol-Britt. Sí, algo tiene que ver, sí. No llevo la investigación pero me interesa su historia.

Johan Venetpalo se echó a reír.

—¿Así que no soy sospechoso de asesinato?

—No.

—La gente de aquí arriba puede odiar generación tras generación. Si hubiera habido dinero de por medio, seguro que sería así. Si Sol-Britt hubiera heredado algunos millones. Pero Lundbohm murió pobre de necesidad y Frans Uusitalo era hijo ilegítimo, como se decía en aquellos tiempos.

—Sí —asintió Rebecka.

—A pesar de todo, ¿de qué sirve odiar y maldecir? Uno no se hace rico con eso.

—Escribiste una carta al director de un periódico —dijo la fiscal.

—Vaya, te acuerdas. ¿Sabes?, después de esto… —Hizo un gesto señalando sus piernas—. En fin, que estuve bebiendo demasiado unos cuantos años. Mi mujer me dejó y estaba amargado del todo. Pero se acaba aprendiendo, ¿no? Si no es uno es otro, decía la chica que sangraba por la nariz. Quizá mi bisabuelo hizo bien cuando cerró el pico, cogió algo de dinero y dejó que aquello pasara. Por cierto, ¿crees que tendremos invierno o será como en Estocolmo, así como derretido siempre? Es tremendo lo del cambio climático.

Rebecka sonrió al hombre de la silla de ruedas.

«Un auténtico asesino, ¿no?», se dijo a sí misma.

«Sigue el dinero», pensó cuando más tarde se sentó en el coche y puso el motor en marcha.

Pero no había dinero ninguno que seguir.

Llamó a Sonja, de la centralita de la comisaría.

—¿Verdad que no había dinero en la herencia de Frans Uusitalo? —preguntó.

Sonja le pidió que esperara y enseguida le comunicó que efectivamente no había. Apenas fue suficiente para sufragar los gastos del entierro.

—Y ¿sabes? —empezó a decir Sonja. Pero Rebecka ya le había dado las gracias y había colgado el teléfono. Sólo eran las nueve menos cinco.

—No todo acaba en la relación de bienes y deudas —le dijo a Mocoso—. Así que voy a ir a dar otra vuelta por Lainio.

Sven-Erik había cogido la baja por enfermedad. Dijo que estaba resfriado, pero todos sabían que era Jocke Häggroth quien le visitaba en casa con su cabeza rota debajo del brazo.

Krister Ericsson fue hasta allí y llamó a la puerta. Sven-Erik abrió y dos gatos asomaron la cabeza, observaron el tiempo húmedo que hacía y decidieron volver al sofá. Iba afeitado, peinado y estaba vestido.

«Bien», pensó Krister.

Dentro estaba todo recogido y arreglado. Había flores en macetas y fotos enmarcadas de los nietos.

Ese tipo de detalles que sólo hay en una casa donde vive una mujer, notó Krister. En la de un soltero como él solías encontrar algún que otro ficus casi sin hojas y cáctus en macetas horribles y con la tierra más seca que la arena del desierto.

Krister le habló de Marcus y de que algunos compañeros mayores que él le hacían la vida imposible.

—He hablado con el director y con el orientador después de dejar a Marcus. Y sí, ha habido alguna que otra pelea de vez en cuando, dijeron, pero habían «reaccionado rápidamente» y «hablado con todos los implicados».

—Puedo imaginarme que eso no cambió nada —dijo Sven-Erik, y recordó abatido la sensación de impotencia cuando a su hija Lena la acosaban en la escuela. Se volvió taciturna y adelgazó. Le dolía siempre la barriga y no quería ir al colegio. Ahora era una persona adulta, pero aquel período, hasta que cambió de escuela, fue tremendo.

—Quiero ir a hablar con los padres de uno de ellos —explicó Krister—. Es lo mínimo que puedo hacer por Marcus. Son de esos que apoyan al listillo que tienen por hijo haga lo que haga. Y asustan a la gente. He pensado acabar con eso de una vez por todas y me gustaría que me acompañaras.

—¿Por qué?

—Es mejor que seamos dos. Así puedes testificar que en ningún momento los he amenazado.

Sven-Erik sonrió de lado.

—Vaya, vaya —dijo—. Creo que voy a acompañarte para comprobar que no matas a nadie.

—Sí, hazlo, por favor.

—¿Has dicho que se llaman Niemi? —preguntó Sven-Erik—. Quizá podríamos hacer algunas averiguaciones antes de ir allí.

—Sabía que me iría bien ir contigo —dijo Krister Ericsson sonriendo.

La criada que encontró la manga de camisa en el hogar del dormitorio del intendente jefe vive con su madre y tres hermanos en una isla.

La madre abre la puerta. Tiene los ojos grandes, como asustados, y en la mirada hay algo más: rechazo.

El delegado tiene que agacharse para poder entrar y apenas cabe de pie en la pequeña barraca que tienen como vivienda.

Explica el motivo de su visita y Flisan y Blenda Mänpää, que lo acompañan, animan a la criada a que diga lo que vio.

La joven criada no abre la boca. Los dos hermanos pequeños están sentados en el suelo y también callan mirando fijamente a los forasteros. Han comido gachas de cebada sin una gota de leche y la madre se dedica a recoger de la mesa los sencillos cazos de madera y las cucharas. No habla pero observa atenta a su hija mayor y a los visitantes mientras el delegado intenta convencerla.

Está tan poco dispuesta a contestar que por un momento él piensa que a lo mejor no sabe hablar, que quizá sólo hable finlandés. O igual es retrasada. ¿Idiota? ¿Una de esas personas que sólo sabe hacer cosas sencillas, cortar leña o aclarar la ropa?

—Así que tú eres Hillevi —le pregunta, pero no obtiene respuesta.

—Trabajas en casa del intendente jefe Fasth, ¿no? —insiste.

Ni una palabra. La chica se muerde los labios.

Puhutko suomea? —pregunta en un finlandés rudimentario.

En ese momento Blenda Mänpää toma la palabra.

—¿Qué te pasa? —le dice furiosa—. ¡Explica lo de la camisa!

—Me he equivocado —responde la chica—. No era una camisa. Era un trapo sucio que alguna de las criadas tiró al fuego.

Habla deprisa, de memoria, mirando de reojo a su madre.

—Quizá deberías acompañarme a la comisaría para hablar de esto con tranquilidad —dice el delegado Björnfot. Intenta tener autoridad en la voz pero nota que le falta la fuerza habitual.

La joven da un grito por el susto y la madre lo mira fijamente aguantándole la mirada.

—Hace dos meses que mi Samuel saltó por los aires —dice—. Mantenía caliente el explosivo para los dinamiteros. La compañía nos garantiza trabajo a las viudas, así que limpio en las barracas de los solteros y me pagan cuarenta céntimos a la semana por cada hombre. Si lavo cobro algo más. Y Hillevi tiene trabajo como criada en casa de Fasth. Con eso tenemos para subsistir. Si la compañía o el intendente jefe Fasth no existieran, hubiera tenido que dar mis hijos en adopción.

Su blusa de trabajo está tan gastada que es casi transparente.

—Sé de sobra quién era la señorita Pettersson —dice mirándolos con desesperación—. Era un rayo de sol, pero…

—Lo entiendo —responde Björnfot.

Sale desanimado a la tormenta de nieve. Detrás lleva a Flisan, que llora como una niña, y a Blenda Mänpää, callada.

—No hay derecho —solloza Flisan—. No hay derecho.

—¿Qué quieres que haga? —le pregunta irritado—. ¿Acusar al intendente jefe de asesinato porque no les ha dado palmaditas en el culo a las sirvientas? No tengo ninguna prueba. Nada. Aunque esa pobre criatura se atreviera a explicar lo que vio, no sería suficiente.

Flisan intenta dejar de llorar, pero no lo consigue. Parece un animal herido. Björnfot no puede soportarlo.

—Me van a despedir —dice Blenda Mänpää—. ¿Por qué? Por nada.

El delegado Björnfot vuelve a la comisaría y se queda sentado toda la tarde mirando la celda vacía mientras el fuego del hogar se apaga.

Por la noche, Flisan está tumbada en el sofá cama mirando hacia el oscuro techo.

«No puedo más —le dice a su Dios apretando las manos tan fuerte que los dedos se le ponen blancos—. No puedo aceptar que no lo castiguen. No es justo».

Ragnhild Lindmark trabajaba como asistenta geriátrica en Lainio. Recibió a Rebecka Martinsson en casa y contestó a sus preguntas.

—No puedo ofrecerte café —le dijo—. Tuve que dejarlo hace unos cuantos años. Lo entenderás si te explico la cantidad que llegaba a tomar cuando iba de casa en casa a ver a los viejos. Al final estaba envenenada.

En la barra de la cortina había un periquito que de vez en cuando daba un grito. Todo el alféizar de la ventana estaba lleno de pequeñas figuras de cristal. Fuera, el río parecía estar completamente quieto, hermanado con aquel tiempo gris que hacía. Ragnhild preparó té verde y le explicó a Rebecka que el agua no debía llegar a hervir ni el té debía estar demasiado rato dentro.

—Lo compro por Internet —respondió cuando Rebecka le dijo que estaba muy bueno.

—Te encargabas de Frans Uusitalo —dijo la fiscal.

—Sí, madre mía, qué historia. Lo cierto es que le había comentado más de una vez que tenía que decirme cuándo se iba al bosque, porque podía caerse de la bicicleta o cualquier otra cosa y, en ese caso, yo quería saber dónde buscarlo. Pero ya conoces a los hombres. Y él tenía una condición física increíble a pesar de sus más de noventa años. ¿Por qué me preguntas por él?

—Estoy investigando un poco la causa de su muerte. ¿Sabes si tenía algún enemigo?

—No. ¿Qué quieres decir? Fue atacado por un oso.

—¿Recuerdas si ocurrió algo extraño antes de que desapareciera? Algo fuera de lo normal, quiero decir. ¿Parecía preocupado? ¿O algo así?

—¿Qué? No. Que yo recuerde estaba como siempre. ¿Por qué iba a estar preocupado?

Rebecka no sabía qué responder. «Sí, por qué», pensó.

—Hay algo en su muerte que no cuadra —dijo al final—. ¿Tenía dinero?

—Por lo que yo sé, lo justo para pagar la luz y la comida.

Ragnhild Lindmark estuvo pensando un momento. Después dijo con sinceridad:

—No sé por qué me haces esas preguntas, porque yo no lo conocía demasiado. Tenía una enamorada en el pueblo. Es que era guapo, alto, y todavía con un pelo rizado precioso. Vive a tres casas de aquí. En esa dirección, en una casa de obra vista; sólo hay una. Se llama Anna Jaako. ¿Quieres que te deje un paraguas? Seguro que empieza a caer esa aguanieve. Pero no me quejo, así no tengo que quitar la nieve de las casas de los viejos. No es que sea mi trabajo, pero lo hago de todas formas. Dios mío, el invierno pasado no hubieran podido salir de casa si mi marido y yo no lo hubiéramos hecho. Nevó casi cada día.